Almácigo. Gabriela Mistral

Almácigo - Gabriela Mistral


Скачать книгу

      Cuando florecen los espinos

      “cuyo olor llega al pensamiento,”

      que si la tierra es más que la tierra

      lo pensamos y lo sabemos

      y compramos la flor del cielo divina

      con la sangre del brazo cruento.

      Álamos, álamos, inacabables,

       alamedas blancas al viento,

      álamos ebrios de oro

      salmodiando la luz en la venteada

      Donde el cielo es de ceño y llanto

      la araucaria punza el cielo,

      alta como la sed de Dios,

      recta como el arco certero,

      tan perfecta que Dios la mira

      cuando se quiere ver perfecto,

      verde de eternidad feliz,

      cobijadora de los pueblos,

      mitad árbol, mitad genio.

      La Sierra de los Órganos

      a la hora de siesta

      la repasan las nubes

      con las alas abiertas,

      las más blandas y lindas,

      las más blancas y trémulas

      pasan y pasan leves

      en trasluces y en sedas.

      Vienen de las cascadas

      y de hálito de selva,

      de pastales más altos

      que madres ceibas,

      de las pechugas amargas

      que tunden las mareas.

      De donde al Viento Oeste

      crean y crean,

      y nada traen

      las que todo atraviesan.

      No quiero podar pinos

      ni seguir compañeras.

      Quiero ver a las nubes

      acariciar mi Sierra.

      De tantas me confunden,

      y por blancas me ciegan.

      De lo bajo que pasan,

      me llevan y me llevan.

      Ahora no puedo irme

      con nubes ni con velas.

      Ahora estoy más clavada

      que pino de la Sierra.

      Será cuando me suelten

      las rocas y las gredas

      en mi hora y en mi día,

      libre, aupada, muerta.

      Por la Pampa de milagros

      rodando el anochecer,

      los Padres nuestros caminan

      sin que llame el somatén.

      San Martín con O’Higggins

      pasan en Abel y Seth,

      el quemado en los metales

      y el abrasado en la mies.

      Tan ligeros van pasando

      como quien ni quiere ser

      pero aunque vayan ligeros

      hierven como el hidromiel.

      Hierve la noche, y el Plata

      hierve de quererlos ver;

      los muertos, en su jarro

      de arcilla, hierven también.

      Cuando detienen la marcha

      en lugar de dos se ve

      un solo flanco que riega

      y un agua bajando desde él.

      Agua con ojos de Padre

      que hace llorar al beber

      y se bebe y más se bebe

      a sorbos de vieja sed.

      Toda la noche nos dejan

      beber en el río fiel

      y después solo vivimos

      de esta noche sin saber.

      Cuando retoman la marcha

      se van dejando caer

      por los quiebros de la noche

      orugas de amanecer,

      y bayas y prietas valvas

      que echan luces de través

      y caracoles volteados

      a una mar que aun no se ve.

      La costa se abre en granada

      de rutas al comprender

      y no detiene a sus Padres

      con marejada ni olas de hiel.

      Carne a carne, puerta a puerta

      que vieron y ya no ven

      otra vez ahora esperan

      en la costa de la sed.

      Vueltos a la noche y a dunas

      esperan oír y ver

      la remada y el despeño

      de un petrel y de un petrel.

      Suben rayados del alba

      cuando el sol les da en la sien

      y la tierra se nos queda

      como tienda de Ismael.

      Alejándose, alejándose

      dejan como Rey y Rey;

      la posada de una noche

      ardiendo de su merced.

      La Pampa niña y sabuesa,

      viéndolos resplandecer

      no los ataja ni para

      con vizcacha ni con mies.

      La casa de ochenta puertas

      obedece a su querer;

      no los desvía ni ataja

      con muro ni con ciprés.

      Ninguno los vio venir,

      ninguno desaparecer

      y tejerse y destejerse

      para tejerse otra vez.

      ¿Dónde te fuiste José Martí

      que no te hallo entre las palmas?

      Hablabas tanto con dejo nuestro

      que, ¿a dónde te fuiste sin tu habla?

      Carne tuya quiso la Tierra

      y, ¿dónde anda mi antillano?

      Suelo sin cuello de palmeras,

      noche muerta sin marejada.

      Atravieso palmeras reales,

      hombre mío, tan extrañada

      de que es el cielo y que es la caña

      y son tus negros locos y santos

      y


Скачать книгу