Almácigo. Gabriela Mistral

Almácigo - Gabriela Mistral


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      pequeño y ágil a encontrarme

      si pasé tanta tierra y agua.

      Crucé pensando que de fiel y dulce

      te pararías, carne santa

      en la sombra de la palmera

      o al levantarse de unas garzas.

      Ahora vuelvo a mi montaña

      que yo renegué de ingrata.

      Unas nieblas cortan mi cuerpo

      y me trepan desbaratadas.

      Un ruido de aguas me cerca

      como de pueblos que llamaran,

      y preguntan y se responden

      y despierto con sus hablas.

      Detrás del pinar o límite

      entre carreras y llamadas

      entiendo hierbas mascadas,

      siento pellejos ariscos,

      unas pechugas y unas nidadas.

      Donde estoy la manzana es miel,

      el maíz lame las montañas,

      los pinos puntean mi aire

      y hay una sola exhalación blanca

      y el olor habla más en la sombra.

      Solo me halla quien me ame

      y persiga mi huella vaga

      por los helechos doblados

      que yo dejo de pasada.

      Al despertar no veo el mar

      y no lo sueño a la noche.

      No veo la espalda del mar,

      llama que llama con las barcas

      y el vino verde de cada ola

      que mira, toma y arrebata.

      Cuando el viento sople del Este,

      cierren mi puerta hasta que él pase.

      No me dejen sal en la boca,

      en pan y frutas yo no lo lama,

      y el que suba de la costa

      no traiga mar en su mirada.

      Me vuelvo a ir. Dejo mi peña,

      suelto mi dicha, juego la casa,

      el viejo Lear, el pobre loco,

      veinte años tomó mi alma.

      Para sembrar, segar, dormir

      y no oírle la llamada,

      los que bajan, cuando vuelven,

      conchas blancas no me traigan

      ni lo acarreen en sus ojos

      porque olvide su marejada.

      Lo quiero más que a nadie quise

      y me arrancaron para darme

      olvido de mar y de barcas.

      Y todavía lo veo a él

      a donde vine para no verlo,

      Rey Lear ropas aventadas,

      curtidor que me ha curtido

      a quien Cordelia sufría amándolo

      y cuya marca, que ya llevo

      de la frente a la garganta,

      como una vena se hincha y sube

      y me recorre y me trabaja.

      María, madre de Jesús,

      yo no tengo para darte

      en esta Tierra extendida

      no tengo sino el Valle de Elqui.

      Y cosa santa de dar

      al Valle de Elqui no tengo

      sino a ti, Virgen María.

      No tengo llanura de trigo,

      tampoco bosque ni costa.

      Te doy lo mismo que a mí me dieron.

      Te regalo treinta huertos

      cuarenta cerros.

      Te regalo cosas pequeñas

      y oscuras que están ardiendo.

      Ninguna fría ni muerta.

      Tú no te rías, pero sonríe,

      y sin responder acéptalo.

      Aquí va el vino de las bodas,

      aquí va un chorro de almendras.

      Abriendo en las piedras está la fruta,

      colorada, amarilla y prieta.

      Aquí van refranes de arrieros

      y va mi canción de cuna.

      Voltea y hallas y coges

      las dos manos de mi madre,

      en dos casas de juguete

      y la de Emelina.

      Van los viñateros y los camayos.

      Va una luna grande que parece loca,

      y un día corto, una noche ancha

      y montañas y montañas

      ni río, ni mar,

      ni montañas que gritan, Madre mía,

      gritan de Dios y gritan a Dios.

      Es preciso que todo lo tomes,

      lo recojas y lo recibas,

      carne cristiana y judía,

      tanta leche y tanta amargura.

      Tan profunda y tan rasada,

      tan clara y tan misteriosa.

      El Valle de Elqui te dejo.

      Iba a morirme sin dejártelo dado.

      Hemos crecido y somos muchedumbre

      en la gran tierra calculada para tus gentes

      y limpiada de intrusos para nuestro sosiego;

      somos tantos y no te hemos visto la cara

      debiéndote el sol, la honra y el sueño

      y sentimos el ímpetu de venir a verte

      de llegar en puntillas por si duermes

      o con clamor de hijos si es verdad que estás despierto.

      Destapamos tu cara pero no sabemos si es brasa,

      es tu fuego guardado nuestra vergüenza o el deseo nuestro

      si te vemos ardiendo por las fábulas de las infancias,

      porque tiritamos y el ansia nos hace ver fuego.

      Cogidos de la mano lo que uno vio todos lo vemos

      venidos de tan lejos a hablarte

      no queremos volver con el recado que nos enloquece

      para alimentarnos de las líneas de tu forma,

      para oírte la voz de mando o de contentamiento

      y recibirte la mirada con el mando,

      la espuela y el punzón de la mirada en oros y negros.

      Sientes en la noche, calientes el amor


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