Almácigo. Gabriela Mistral
perdonar ni decir lamento.
Casta chilena, gente chilena
de las estepas y del desierto,
de la pradera y de los valles,
varios como los elementos,
hijos del fuego o de la nieve,
hijos del mar, padre violento,
os llevo bien y me lleváis,
me tenéis aunque no os tengo.
Que otros discutan su destino
que si Adán, que si Enoc.
Que otros conversen a la sombra
de las palmas o los cafetos.
Nosotros vascos, nosotros
navarros duros y pehuenches,
nos echamos al hombro
nuestra sal y nuestro desierto,
y en vez del plátano y la piña
metales y sal morderemos.
Hasta que tengamos descanso,
hasta que el suelo sea sustento,
no miraremos la Osa Mayor,
no cantaremos los cantos tiernos,
en cerros salvajes viviendo,
amamantados del metal
y comedores de lo Eterno.
Donde los montes son más altos
y son los pastos menos tiernos,
donde la tierra nada quiso
pero los hombres lo quisieron
en el Tíbet y en los salares
fueron llegando, fueron naciendo
donde la roca aúlla sed
y los cactus puro deseo,
en Himalayas y en Aconcaguas
y somos como lo que habemos
como los dioses lo quisieron,
Vulcanos cuando no Neptunos,
catadores, apires y herreros.
Donde es montaña si no es mar,
la pelambre sin asidero
o la sabana sin ternura,
se pusieron o los pusieron.
En donde Almagro volvió el rostro
a las sequías como infierno
y Valdivia aceptó la suerte
y la aceptaron los que vinieron.
No digamos que el suelo es dulce
ni los salares son benévolos.
Digamos solo que lo quisimos
y que estamos donde estaremos
como el glaciar a su destino.
(Los que nos quieren que nos busquen
donde el planeta es puro anhelo
y las montañas se levantan,
que de allí les responderemos
himalayanos o chilenos).
Poca América, poca dulzura,
pocos ríos y poco suelo.
Ni cafetales ni gomales,
ni palmares ni bananeros.
Metal suena bajo los pies
y los metales son prisioneros.
Cobre arde bajo los pies
y el hierro mira a su dueño.
Tenemos dorada la piel
y el ojo claro del mar paterno;
el quechua no nos diga extraños
ni el germano nos diga “nuestros”.
Porque no traicionamos
porque no queremos perdernos
y nuestro cuerpo de cien limos
es solo el santo cuerpo nuestro.
Trepadores de las laderas
y mascadores del Desierto
y arrancadores de polvo de oro
el pecho es ancho y es cruento,
los brazos nacen remadores.
Pero en el pozo de la voz
tenemos la miel del higo de los valles.
Menos hermosos que los griegos,
un poco atlantes, un poco centauros.
Bellos atravesando el mar
de las Guaitecas y los estrechos
o partiendo el cerro de plata
que se tumba como alerce
entre espumarajos amargos.
Bolívar padre no nos vio
y para él estamos hechos,
Guatimocín no nos oyó
y contestamos su tormento
porque vivimos donde se acaba
el yugo de lo violento.
También tuvimos los inútiles,
odres hinchados de agua y viento,
y los vendedores del pan
de los hijos que aun no nacieron,
demagogos de lengua suelta.
Pero a todos los aventamos
con el soplido y el harnero
y su nombre no tendrá boca
y ni en el odio los guardaremos.
Guay del que toque nuestra carne
tomándola por criadero.
Guay del que en medio de nosotros
se nos ponga a plantar su reino,
sea el nórdico de la helada
codicia en los ojos de acero,
sea el germano o japonés,
llámese Gengis Kan o Creso.
Que de tener tierra pequeña,
menudo lar, estrecho tempestuoso,
la tierra se ha vuelto nosotros,
nuestro costado y nuestra peana,
y donde cojan y donde saqueen,
como la tigre saltaremos.
Pues nos hicieron en el lote
de los torrentes y los volcanes,
del petrel ebrio de alta mar
y de búfalos violentos,
y no nacimos para servir
sino al que lleva muestras,
marca nuestra sobre la cara
e ímpetu nuestro en los alientos.
II
Digamos los árboles píos
si dijimos los hombres buenos.
El algarrobo tiene la carne
como de granito sangriento.
Sin edad cual Matusalem
medra junto al espino
y