Almácigo. Gabriela Mistral

Almácigo - Gabriela Mistral


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en vano cuarenta vados,

      crucé en vano la mar amarga.

      Mis noches son repechos rojos

      y mis encantamientos, abras.

      Canto dormida en picos de oro

      los hosannas de las infancias

      y en mi muerte daré tu máscara.

      Me acostaron sobre tu lomo

      y me clavaron a tu espalda.

      Nunca tendré los llanos dulces

      ni dormiré sobre las playas.

      Llanos y dunas me miraron

      en mí tus hornos y tus fraguas.

      Cristo blanco del cerro Corcovado,

      tienes la tierra además de tu cielo

      y en el día nos das tus mil costados

      y por las noches te quedas suspenso.

      Fruto del aire, viento arracimado,

      y tan fantástico y tan verdadero

      que no se sabe al verte sin tocarte

      que ya no atina el pobre desvarío

      si es que subiste o que te descendieron.

      Detrás de ti ya se agruma la selva

      y tú persigues su viejo misterio

      y ella te ve como un extraño fruto

      y las islas echadas, como un vuelo.

      Ando yo por el llano y por las dunas

      cogiendo tus costados que no cuento

      para que de uno baje tu relámpago

      y que por fin yo te reciba entero.

      Duermo cortada de tu blanco filo

      y antes de hallar al sol te encuentro

      y mi día de palmas y de olas

      me cortas a lanzadas de reflejos.

      Y así, a mitad de la tierra y del aire

      no sé bien si te tengo o no te tengo.

      Me tumba, Cristo, tu señal erguida,

      me tumban, Cristo, tus brazos abiertos,

      no sé si eres la cuesta del subir

      o la voz de quedar lo que te entiendo.

      Miran tu espaldas y tus palmas abiertas

      y no te sabes ni el cerca ni el lejos,

      y los brazos no saben sus rodillas

      para bajarse, y te duran abiertos.

      Ves el Brasil en gajos repartido

      de agua, de cafetal y pastos lentos

      y todo lo disuelto y lo apuñado,

      te ve dichoso de tenerte entero,

      fruto del cielo, fruto vertical,

      de aire lanzado y por aire sujeto.

      Otros son, otros, el blanco del pan,

      blanco de sal y blanco del invierno,

      el blanco tuyo quema frialdades

      con el calor de los brazos abiertos.

      Toma mis ojos la flecha, tu flecha,

      y azulados y verdes ya no veo,

      de que el peñón o sube o se abandona

      y tus brazos siguen abiertos.

      Las nubes te sesguean o te cubren

      y el Corcovado se nos vuelve ciego;

      más los ojos, amantes de costumbre,

      tatuados de tu Cruz, te siguen viendo.

      No te iría sacando de cantera

      como un vendado o como un prisionero.

      En la fiebre de azul danzan a vernos

      las colinas y todo va a tu encuentro.

      Van las nubes, las islas y va el bosque,

      Van sin saberlo a tus brazos abiertos.

      Una alucinación tengo y se llama

      el golfo santo de Río de Janeiro:

      un hilo vivo de leche de madre

      vuelve a correr por mis labios, entero.

      Libre venía y me doy siendo libre,

      del Cristo blanco yo no me defiendo

      y carne, la mía, gaviota salobre

      cae a mitad de tus brazos abiertos.

      En la tierra del aire leve,

      en la meseta del Anáhuac,

      el alentar parece dicha

      y todo tiempo, la mañana.

      Las montañas-chafalonías

      no tienen ansia y dan el ansia,

      y los magueyes como el olivo

      llevan plateadas las espaldas

      y a las frutas, como al Glorioso,

      en el cuerpo, se les ve el alma.

      Quienes te vieron andan siempre

      el cuerpo santo del Anáhuac.

      Van en hileras que no se rompen

      como unos órganos que danzan

      en la luz de plumajería,

      van sin descanso, las indiadas.

      Siempre se ven como se vieron

      en pespunte de caravana

      o en apilados magueyes

      haciendo marcha de nirvana

      con un dorado como de dátiles

      dulce y eterno a las espaldas.

      I

      Se llamaron con otros nombres

      y otras sílabas los que vinieron:

      O’Higgins, bastardo y héroe

      y Carrera, patricio y terco

      y Portales que parecía

      el pino dulce, el pino tierno,

      y seguían siendo los mismos

      del Bío-Bío y Ventisquero

      que al destino dijeron Sí

      y a la desgracia, y al destierro,

      nacidos de cerros salvajes

      y con metales en los tuétanos.

      Se llamó uno Caupolicán

      otro Lautaro, todos denuedo,

      resueltos a no obedecer

      a no ser otros y a ser ellos,

      arengando con los muñones,

      atravesados de lanza o leño,

      vengadores de los del Norte

      que callaron y consintieron,

      casta de Arauco que no labró,

      segó ni tejió para sus dueños

      y se acabó temible y mudada


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