Almácigo. Gabriela Mistral

Almácigo - Gabriela Mistral


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hay rutas y no me la hallan.

      Estoy sobre estas piedras dulces

      que eran de la cita exacta,

      fiel a mi bien o a mi mal como siempre,

      oyendo viento en milpas afiladas.

      Si ellos huyeron, ¿cómo es que los siento

      pasar mi rostro como largas sabanadas?

      III

      Ahora que estoy tendida y lacia,

      vayan soltando lengua y palabra,

      que es hora de sin oír, hablar,

      y escucho así de alerta y dormida

      con temblor de helechos y de venada

      el caracol del maya a mis oídos.

      Estoy en la piedra exacta

      de la cita y la llamada,

      fiel a mi bien como a mi mal.

      Se huyeron como la nubada

      y las milpas aventadas.

      Pero si huyeron, ¿como es que están

      y cómo es que me toman las palmas?

      Suben tan fuertes en el alba,

      acuden precisos, saltan

      como una pista hacia el Mayab.

      Al mediodía doran y arden

      y a la noche más vienen, más.

      No quemé en vano mi rostro

      de sol y viento y jornadas.

      Cuando paraba a descansar,

      más premiosos ellos llamaban.

      A veces troqué el Mayab

      por villorrios y posadas.

      Serví a oscuras extranjerías,

      me llamé Isabel y Sara.

      Hilvané y deshilvané

      cinco rutas, y estoy cansada.

      Cuando saltó una Península

      y entré en cretas y cales pálidas,

      y el henequén punzó los ojos,

      y el huipil comenzó su danza,

      ya entendí maduro mi arribo,

      y di la tierra por sobrada.

      Las voces que ellos voceaban,

      blanqui-acero y rojidoradas,

      aupaban y conducían,

      sorteaban valles y quebradas.

      Llego, paro, echo mis vistas,

      doy voces, llamo desvariada,

      las manos puestas en la Pirámide

      y en las palmas la sangre entregada.

      Suben tan fuertes en cuanto amanece,

      acuden tan precisos, llegan, saltan

      como los pelotaris a la pista.

      Al mediodía la mesa me abrazan

      y esta noche de doble Casiopea

      y de calenturienta Vía Láctea

      baja a espirales de sílabas dulces

      a una gracia que casi es la Gracia.

      Hablen más lento y más claro los míos,

      y hablen sin parar hasta que sea el alba.

      Todo, todo les doy en obediencia,

      padres, abuelos de voz susurrada,

      menos la frente que di a mi bautismo

      y este punto en el pecho que es nonada

      en que rojea la gota de sangre

      de mi Señor Jesucristo quedada.

      Voy a aprenderme esta tierra

      adonde me trajo un viento,

      una marea y un leño.

      Aprenderme quiero uno por uno,

      Dios mío, sus árboles

      que veía en sueños, y aprenderme

      como palabra, cada fruto.

      Desde el fondo de las quebradas,

      aprenderme los mugidos

      nuevos de los animales.

      El extraño sabor del aire,

      aprendérmelo, lleno de sal,

      de polen y caña de azúcar.

      Esta rojez de la tierra

      parecida a Bartolomé,

      con mi espalda sobre ella, aprendérmela.

      El fervor de los colibríes

      en los cafetos floridos,

      parecidos al hervor del cielo;

      antes del cielo, aprendérmelo.

      Quiero moler todas las gomas,

      las resinas y los bálsamos

      con mis dientes y con mis manos

      hasta que mi cuerpo tenga

      tus colores y tus sabores

      y en mí no quede cosa extranjera.

      Cura mi cuerpo, salva mi alma

      con tanta hierba ferviente,

      tanta agua baptista y dulce

      y columpio lento de orquídeas.

      Aprender el habla tuya quiero

      aunque deba quemar la mía,

      hasta que el sabal me entienda,

      los pastos me hagan señas

      y se me alleguen las serpientes.

      Mírame a los ojos, óyeme los pulsos,

      sílbame bien tu secreto,

      échame en tierra, revuélveme

      con tus santas motas de tierra,

      tus matorrales locos de insectos

      y tu champaña de mariposas.

      Me sé el recuerdo como el olvido.

      Me olvidaré del olivar,

      de los pinos y los encinares.

      Tómame que yo te tomé.

      En la luz de San Salvador

      entre el bálsamo y el café,

      y mirando cerros de fuego,

      el San Jacinto y el San Miguel,

      de Rubén hablábamos ambas

      o callábamos de Rubén,

      deslumbradas si lo decíamos,

      si lo callábamos también.

      Vivió como viven los niños

      maravillosos, para ver

      dónde la tierra está más viva

      en el dorado y la rojez,

      para ver próceres ocasos

      y albas de miel.

      Pero también para la noche

      solapada,


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