Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

Nakerland - Maite Ruiz Ocaña


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Sarah le costaba contestar porque el miedo agarrotaba hasta el último de sus músculos. Instintivamente cogió de su mesilla uno de los inhaladores y lo apretó contra el pecho con fuerza.

      Sendermad, entonces, metió su mano en uno de los bolsillos de su chaleco y sacó otra estrella roja, más pequeña que la que colgaba de su cuello, y se acercó a Sarah.

      —Toma, Sarah, es la estrella de los deseos. Con ella podrás hacer tus sueños realidad —dijo Sendermad amablemente.

      —¡No quiero ninguna estrella de los deseos!, quiero que te vayas… ¡por favor! —dijo Sarah, algo enfadada. Quería que esa pesadilla terminase y despertar de ese mal sueño.

      Pero el gesto de Sendermad cambió, transformándose en una mueca de maldad que aterrorizó a Sarah al instante, dejándola totalmente paralizada.

      Entonces Sendermad aprovechó para colocarle en el cuello la estrella roja, que instantáneamente comenzó a brillar en el pecho de Sarah.

      —Ahora nos vamos, Sarah —dijo Sendermad entre risas.

      Las dos estrellas comenzaron a brillar con más y más fuerza, haciendo que desapareciesen Sarah y Senderead, al ser tragados por aquella luz roja, y como una pelota lanzada por el mejor de los bateadores de béisbol salieron disparados por la ventana en dirección al mar de estrellas que cubría la oscura noche.

      n

      Era domingo. Una tranquilidad absoluta reinaba en casa de la familia de Sack. Salió de su cuarto, estirándose para despejarse un poco, y bajó las escaleras en dirección a la cocina.

      Había decidido intentar, cada día, que su hermana le perdonase. Por eso le pidió a su madre que le dejase ayudar a su hermana en todas aquellas cosas en que ella solía ayudarla, a lo que Mariah accedió encantada, aunque poniéndole como condición que no lo hiciese solo sino que lo hiciesen juntos, para evitar posibles enfrentamientos entre los dos hermanos.

      Lo primero que iban a hacer era llevarle, de nuevo, el desayuno. Mariah estaba deseando que se le pasase el enfado a su hija y haría todo lo posible para conseguirlo.

      La puerta de Sarah estaba cerrada. Mariah llamó con cuidado, por si su hija estuviese todavía durmiendo.

      —Sarah, cariño —dijo Mariah, mientras llamaba a la puerta antes de abrirla.

      Pero cuando entraron en la habitación no había nadie. La ventana estaba abierta y las cortinas bailaban al son de la brisa que entraba en la habitación, dejando el aire impregnado del frescor de la mañana.

      Mariah y Sack se miraron confusos.

      —¿Dónde se ha metido tu hermana?

      —No lo sé, mamá, no la he visto esta mañana. A lo mejor está en el baño.

      Pero allí tampoco estaba. Los dos comenzaron a buscarla por toda la casa, preocupándose cada vez más, a medida que descartaban habitaciones y rincones.

      —No ha podido irse muy lejos, tiene aquí todas sus cosas. —Eso incluía todos sus inhaladores, la caja donde los guardaba estaba completa.

      —No, se ha llevado uno que le dejé ayer en la mesilla —puntualizó Mariah.

      —Pero ¿dónde ha podido ir sin avisar a nadie?

      Los nervios de Mariah estaban a flor de piel. Su hija no se había recuperado del todo, necesitaba su medicación y había desaparecido sin decir nada. Todas sus cosas estaban en la habitación y nadie la había visto salir. ¿Qué habría podido pasar?

      Empezando por la letra A del listín telefónico, comenzó a llamar a todas las personas posibles con las que podría estar su hija. Pero cada vez que le contestaban al teléfono, encontraba un no por respuesta.

      Los nervios iban creciendo cada vez más, a medida que la lista iba disminuyendo. Mariah estaba agotando todos los contactos y nadie sabía nada de su hija.

      Mientras, Sack se vistió y salió a buscarla en los lugares que más le gustaba frecuentar a su hermana. Por las calles casi no se veía gente, era domingo, todo estaba cerrado y el tiempo era fresco. ¿Dónde demonios se había metido?

      Alfred se enteró de que su hija había desaparecido cuando llegó a casa y vio que había un coche de la policía en la puerta. Dos agentes estaban hablando con su mujer, que lloraba desconsoladamente.

      Acababa de llegar de un viaje de negocios y su mujer no había conseguido localizarle para contárselo.

      —¿Qué sucede, Mariah? —preguntó Alfred, más que preocupado, interrumpiendo la conversación que su mujer mantenía con los dos policías.

      —Por fin has llegado —dijo Mariah entre sollozos y abalanzándose sobre él para abrazarle. Cuando se separó y le miró a los ojos supo que algo muy grave había pasado—. No encontramos a Sarah. No estaba en la cama esta mañana. La hemos buscado por toda la casa y Sack está buscándola por la ciudad. He llamado a todas sus amigas y nada…

      —No se preocupe, señora —dijo uno de los agentes, terminando de escribir algo en su libreta—. Vamos a llamar a varias patrullas para que rastreen la zona, aunque ya sabe que para abrir un expediente de desaparición tienen que pasar, al menos, veinticuatro horas.

      —Nuestra hija está enferma, agente, y necesita medicación. ¿No lo entiende? —contestó Mariah con desesperación.

      —Claro que la entiendo, señora, por eso vamos a buscarla varias patrullas. No se preocupe. Seguro que no debe de andar lejos. Los jóvenes de hoy en día suelen hacer este tipo de cosas. ¿Nos puede facilitar una fotografía? Ustedes no se muevan de casa, por si apareciese o llamase por teléfono. Si saben algo de ella, por favor, pónganse en contacto con nosotros.

      Alfred y Mariah no quedaron contentos con los intentos de la policía de tranquilizarles, pero sabían cómo funcionaban las cosas. Esperarían en casa como les recomendaron.

      Sack apareció al poco tiempo. Había recorrido todos los rincones donde pensaba que había podido ir su hermana, pero no tuvo suerte.

      Solo quedaba esperar. Una espera muy larga porque Sarah no aparecería.

      n

      A la semana de desaparecer Sarah, la policía había barrido toda la zona sin encontrar rastro de la niña. Habían interrogado a vecinos, amigos, compañeros de colegio y a la familia de Sack sin obtener ningún resultado. Parecía como si se la hubiese tragado la tierra. No se explicaban cómo no habían podido conseguir ninguna pista que les orientase en su búsqueda.

      Mientras, la familia de Sack sufría. A su madre la habían tenido que medicar, y su padre dejó a Michael, su mano derecha en la empresa, a cargo de la fábrica, para poder dedicarse a fondo a la búsqueda de su hija.

      Sack estaba desolado. Se culpaba de la desaparición de su hermana, ¿se habría ido motivada por el enfado que tenía con él? Era algo extremo el marcharse sin decir nada, a su edad, estando como estaba, medicada y débil todavía. Para Sack algo no encajaba, pero ¿qué otro motivo podría tener para querer esfumarse de esa manera?

      Volvía a ser domingo y seguían sin saber nada. ¿Qué había podido suceder? La policía había barajado todas las opciones posibles, incluso el secuestro. Si bien es cierto que la ventana la encontraron abierta, no había rastro de forcejeos, ni huellas, ni ningún indicio que llevase a pensar en ello. Pero, entonces, ¿qué había llevado a Sarah a marcharse sin decir palabra? Nada tenía sentido en todo aquello.

      Esa noche, la familia cenó en silencio, otra vez, sin mirarse siquiera las caras. Tirados aquí y allá descansaban papeles donde aparecía la foto de Sarah. Los habían distribuido por todo el barrio, colocándolos en árboles, postes de la luz, entregándolos en las casas a los vecinos. En kilómetros a la redonda, la foto de Sarah decoraba cada rincón.

      Cada miembro de la familia Williams se sentía culpable por algún motivo. Pero el de más peso era el de Sack. No lo había hablado con sus padres ni con nadie, y eso hacía que cada vez se sintiese peor.

      —Ha


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