Nakerland. Maite Ruiz Ocaña
De repente la estrella se iluminó con más intensidad que antes, y como una flecha disparada por el mejor arquero, cruzó el cielo en dirección a Claude.
Este se asustó, al principio, pero a medida que la estrella se acercaba a él, una paz iba invadiendo su cuerpo, llenándole de una sensación de esperanza que hasta entonces no había tenido.
Cuando la estrella estaba a punto de chocar contra él, disminuyó de velocidad y, despacio, su luz cegadora fue disminuyendo hasta dejar ver la silueta de una mujer hermosa, de un hada madrina.
El hada miró a Claude y le sonrió. Claude le devolvió la sonrisa y le dijo: «Hermosa dama de las estrellas, tú que has descendido de los cielos como una estrella fugaz, ¿eres acaso mi hada madrina?, ¿vas a concederme el deseo que más anhelo?, ¿has venido a devolverme lo que tanto amo y deseo?».
El hada, sin dejar de sonreír, le dijo: «Hola, Claude, vengo de Nakerland, la ciudad de los deseos. He podido escuchar tus plegarias y la pena que tu corazón alberga desde hace tanto tiempo. Tus sentimientos son tan puros y limpios que mereces una vida mejor. Vengo a ayudarte a recuperar la felicidad perdida. No desesperes dejando que la pena inunde tu ser, tu alma, tu corazón. Siento todo por lo que has pasado y el amor que has perdido, tu mujer, tu hijo. Lamento no poder ayudarte a recuperarlos porque se han ido, y ni tú ni yo podemos hacer nada. Pero la vida continúa y te ayudaré a superarlo y a encontrar la felicidad perdida. Tus días de pena han terminado. Volverás a sonreír de nuevo».
Del cuello del hada colgaba una estrella blanca que comenzó a iluminarla, su pelo rizado, su rostro de ángel, su cuerpo esbelto, y como un soplo de viento agitando las hojas de los árboles, la luz abrazó a Claude, envolviéndole en esperanza e ilusión por vivir.
Claude cerró los ojos, aspirando la tranquilidad que había perdido hacía tanto tiempo. Y cuando volvió a abrirlos, vio que la luz perdía intensidad y se alejaba de él, desapareciendo de la misma manera que había llegado, como una estrella fugaz surcando el cielo.
A partir de aquel día Claude volvió a ser un hombre feliz. Partió con los supervivientes de su poblado en busca de una nueva vida. Llevaron consigo las pocas pertenencias que habían sobrevivido al ataque y, después de unas semanas de travesía por senderos, entre montañas, cruzando ríos y atravesando valles, llegaron a un nuevo poblado donde habitaban unas gentes que les acogieron amablemente.
Claude comenzó a construir su nuevo hogar en aquel apartado lugar, en lo alto de un acantilado, donde todas las noches se acercaba al borde para ver las estrellas y escuchar el sonido del mar.
Una de las noches en las que disfrutaba de su lugar secreto, escuchó a sus espaldas algo que se movía entre la maleza. Asustado, se levantó de un salto y sacó su arma. Ante él apareció un niño de unos seis años, que se asustó al ver la imagen de Claude en la oscuridad de la noche, empuñando un arma en su mano. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces Claude le dijo: «¿Qué haces aquí, tú tan pequeño, en este lugar y a estas horas?». El niño, con voz entrecortada, le respondió: «Sentía curiosidad y te he seguido». Claude se acercó al pequeño y se agachó para ponerse a su altura: «Vamos, te llevaré de vuelta a tu casa, tus padres deben de estar muy preocupados».
Claude y su pequeño acompañante caminaron de vuelta al poblado. Las estrellas iluminaban su camino.
Cuando llegaron, una mujer preguntaba asustada a los que se cruzaba si habían visto a su hijo. Claude se acercó a ella llevando de la mano a su pequeño perdido. La madre le abrazó con entusiasmo y le dijo: «No vuelvas a hacerme esto, hijo». Enseguida se incorporó y le dio las gracias a Claude: «Me llamo Mirele. Gracias por haber encontrado a mi hijo». Se miraron fijamente y entre ellos brilló algo especial que a ninguno de los dos les sucedía desde hacía mucho tiempo.
Mirele había perdido a su marido hacía poco tiempo y también se había sumido en la pena. Pero cuando conoció a Claude, la felicidad volvió a aparecer de nuevo en sus vidas.
Después de un tiempo en el que Claude sentía que había recuperado la alegría al lado de Mirele y su hijo, volvió a su poblado, al mismo lugar desde el que pidió su deseo. Miró al cielo y, fijándose en la estrella que más brillaba, dio las gracias llorando de felicidad, porque su hada madrina había cumplido la promesa que le había hecho. Había recuperado la ilusión por vivir.
Entonces, surcando el cielo, una estrella fugaz pasó ante sus ojos y Claude sonrió.
Cuando Alfred dejó de hablar, el silencio se hizo por un momento.
—¡Vaya! —dijo Sack alucinando.
—Una historia bonita, ¿verdad? —dijo Alfred a sus hijos.
—Me ha encantado, papá —contestó Sack agitando su cabeza en sentido afirmativo.
—¿A ti no te ha gustado, Sarah? —preguntó Mariah a su hija, que no había pronunciado palabra.
Sarah se quedó pensando por un momento, recordando las palabras que había pronunciado su padre antes de iniciar la historia.
—No entiendo una cosa —comenzó a hablar—. ¿Por qué has dicho entonces que hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó intrigada. Pensó qué podría tener de malo pedir un deseo.
Los cuatro se quedaron en silencio. Ciertamente parecía que era algo bueno, no advertían nada de lo que se tuviese que tener cuidado.
—Tiene razón Sarah, ¿por qué hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó Sack, también intrigado.
Alfred se incorporó para poder hablar a sus hijos mirándoles fijamente a los ojos.
—En realidad, sí hay que tener cuidado con lo que se desea. —Y entonces Alfred les contó la segunda parte de la historia a sus hijos—. La historia que os he relatado es la leyenda que se contaba al principio, pero desde hace algún tiempo, en realidad no hace tanto, ha cambiado. Se cuenta que ha habido personas que por desear cosas inapropiadas, y al pedirlas con el corazón lleno de odio, se encontraron con algo horrible que cambió sus vidas, llevándolas por un camino tortuoso y lleno de desgracias. —El tono con que Alfred lo había contado estaba lleno de intriga, suspense y misterio que, sumado al hecho de estar ambientado en un bosque, donde ellos se encontraban en ese momento, en plena noche, con el ruido de vete tú a saber qué animales que les rodeaban, con un fuego que les iluminaba y dibujaba sombras infernales… hacía que los escalofríos aflorasen.
—¿Eso es verdad, papá? —preguntó Sack.
—Es lo que la leyenda cuenta —respondió.
Por un momento se quedaron mirando todos en silencio, invadidos por los ruidos del bosque, por la oscuridad de la noche y el misterio de la historia.
De repente, una carcajada compartida rompió ese silencio. La tensión que había provocado la historia había desembocado, como el afluente de un río, en un mar de risas.
Así estuvieron riendo durante un rato, mientras miraban el cielo, en el que de vez en cuando se veía alguna estrella fugaz.
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Los días pasaron y las vacaciones terminaron. La vuelta a la rutina irrumpía en la vida de la familia de Sack.
Vuelta a las clases, al trabajo, al monótono día a día. El tráfico, el estrés… ¿Dónde quedaron las vacaciones en esos parajes tranquilos? Ya se habían borrado de la mente de la familia Williams.
Una tarde en la que Sack y Sarah volvían del colegio caminando, ocurrieron cosas muy extrañas. A mitad de camino comenzó a llover y Sarah sacó su paraguas de flores en el que los dos hermanos se guarecieron de las pequeñas gotas que caían animadas a su alrededor. De repente un fuerte viento sopló desde sus espaldas. Fue tan fuerte el golpe de aire que el paraguas de Sarah se volvió hacia arriba y los dos quedaron expuestos a la cortina de agua que ya caía sin cesar. Se miraron divertidos y comenzaron a correr juntos hacia casa, mojándose un poco más a cada paso que daban. Cuando llegaron a la esquina de la calle, pararon en la acera un momento para comprobar que no pasaban coches, con