Nakerland. Maite Ruiz Ocaña
abrirla. «¡Eh, Sarah!, ¿te encuentras mejor?, ¡lamento tanto lo sucedido! Jamás volveré a dejarte sola…». «No te preocupes, Sack, sé que no querías que me sucediese nada malo, no estoy enfadada…», se imaginaba Sack la conversación con su hermana. Pero ninguna de las tantas veces que pasó se atrevió a abrirla.
En el colegio, las amigas de Sarah se acercaban cada día a Sack para preguntarle cómo se encontraba su hermana, a lo que él contestaba que «mejor», una y otra vez, sin saber qué más decir.
Meter y Robert también le preguntaron por su hermana. Eran los mejores amigos de Sack, con los que compartía todos sus secretos, aunque esta vez no quiso contarles lo sucedido.
En el barrio no se hablaba de otra cosa. La noticia había corrido como la pólvora y todos habían escuchado la historia de aquella tarde de lluvia y de los dos hermanos.
Intrigados, querían saber más acerca de lo sucedido pero Sack no quería contar nada al respecto. Lejos de sentirse importante por haber formado parte de algo tan «alucinante», como decían sus amigos, sus sentimientos eran de arrepentimiento y pesar.
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El sábado por la mañana, y de manera inesperada, su madre le pidió que hiciese una cosa de lo menos oportuna.
—Por favor, lleva a tu hermana el desayuno. Mira, he dejado la bandeja preparada. Súbesela a su habitación.
¡Horror!, tendría que enfrentarse a Sarah, y todavía no había pensado cómo.
Mariah sabía de sobra lo que sucedía entre los hermanos, y era de lo más normal que quisiera solucionarlo. ¿A qué madre le gusta ver a sus hijos enfrentados? Por eso había tomado la decisión de que sería ella la que intercediese y provocase un acercamiento.
Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea de cómo hacerlo y, después de analizarlo bien, creyó que una situación como la de dejarle el desayuno sería de lo más oportuna. Una visita a su hermana, corta y a la vez generosa, ya que ¿a quién no le gustaba que le llevasen el desayuno a la cama?
—Mamá, ¿crees…? —empezó a decir Sack. Pero su madre no dejó que terminase la frase.
Con un gesto de súplica en los ojos que decía a Sack «ve y hazlo, por favor», su madre le convenció del todo.
Cogió aire profundamente y, sin darle más vueltas, se dirigió con la bandeja hacia el cuarto de Sarah.
La puerta estaba cerrada y la golpeó dos veces con cuidado antes de entrar.
—Buenos días, Sarah, vengo a traerte el desayuno —dijo Sack a su hermana, con voz entrecortada. Pero no recibió ninguna respuesta.
Encontrarse con la oportunidad de poder hablar con su hermana a solas era difícil, así que qué mejor ocasión que esa para tratar de hacerlo.
Sack se armó de valor y decidió que ese era el mejor momento, aunque le supusiese tener que recibir dardos envenenados de su hermana. «Podré soportarlo», se convenció para sacar todo el valor posible.
—Sé que soy la última persona a la que quieres ver. —Paró un momento para pensar bien las palabras que iba a decir. Quería solucionar las cosas con su hermana—. Siento todo lo que ha pasado. —Pero siguió sin obtener respuesta. Solo podía leer en los ojos de su hermana odio, odio hacia él por todo lo que había pasado.
Pero no cesó en su intento. Trató de desviar el tema hacia algo que pudiese gustarle a su hermana.
—Me han preguntado tus amigas del colegio por ti. Todos dicen que eres una heroína. —Pero siguió el silencio presente en el ambiente.
Sack se quedó frente a su hermana, que estaba tumbada en la cama, teniendo como compañeros en la mesilla un inhalador y algunos medicamentos.
Ese silencio se hizo eterno, pero por fin Sack se decidió a hablar de nuevo.
—Lo siento mucho, Sarah, de verdad que lo siento. No sabía que esto pudiese pasar, si no te juro que no se me hubiese ocurrido dejarte sola. Perdóname, te lo pido por favor. Lo último que querría es que te pasase algo malo. Lo siento. Lo siento de verdad.
Las palabras de Sack rogaban perdón y salieron desde el corazón a su boca como un hilo, porque el nudo que tenía en el estómago era tan fuerte que casi le impedía respirar.
Pero la cara de Sarah se transformó en odio. Sack se asustó al verla.
—Fuera de mi habitación. ¡Vete! Por tu culpa casi me muero y ¡mírame!, soy casi como una inválida. Me dejaste sola, ¿no te diste cuenta de que no podía hablar?, tenías que haberte quedado conmigo, ¡te odio!, ¡y no quiero volver a verte nunca más!, ¡vete!, ¡fuera!...
La madre de Sack escuchó los gritos desde la planta de abajo y subió a toda prisa para ver lo que sucedía. Cuando llegó a la habitación se encontró a Sarah sin aliento, con el inhalador en la boca, cogiendo varias bocanadas de aire.
Sack, mientras, estaba quieto y pálido intentando analizar las palabras que había pronunciado su hermana.
—Pero ¿qué ha pasado aquí? —dijo su madre, asustada, mientras se sentaba en la cama junto a su hija intentando tranquilizarla.
Pero Sack no supo qué decir y salió de la habitación, bajó las escaleras y se fue a la calle con lágrimas en los ojos.
Nunca iba a perdonárselo. Su hermana le odiaba y estaba seguro de que él no podía hacer nada para cambiarlo. Él tenía la culpa de todo aquello.
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Aquella noche, Sarah estaba asomada a la ventana, compadeciéndose de sí misma y alimentando el odio que sentía hacia su hermano. Nada le iba a hacer cambiar de parecer, siempre odiaría a su hermano.
Y allí, sola en la oscuridad y mirando al cielo estrellado, deseó desaparecer, quería desvanecerse.
Miró fijamente a la estrella que más brillaba en aquel mar infinito inundado de luces y repitió una y otra vez el deseo desde el corazón y con gran intensidad.
De repente, a Sarah le pareció ver que aquella luz se transformaba. Estaba cambiando su color blanco a un rojo intenso y su tamaño aumentaba por momentos. Sarah empezó a asustarse cuando vio que la luz se estaba dirigiendo hacia ella.
Al principio pensó que todo aquello se lo estaba imaginando. Parpadeó varias veces y se frotó los ojos, para corroborarlo. Pero la luz seguía creciendo y cada vez se veía que estaba más cerca.
El miedo se apoderó de ella, y quedó inmóvil ante aquella visión que parecía tan real.
Tuvo que retirarse de la ventana de un salto porque parecía que la luz iba a golpearla, y su brillo de color rojo intenso la dejó ciega por un momento.
Se acurrucó encima de la cama y se tapó los ojos con las rodillas, con pánico a mirar algo que era imposible que pudiese ser real.
Al cabo de unos instantes, con el miedo contrayéndole el corazón y empezando a notar que respiraba con algo de dificultad, empezó a levantar la cabeza poco a poco. La luz seguía iluminando la habitación, pero ya no tenía la intensidad de antes. Entonces continuó levantando más la mirada, hasta que consiguió alcanzar a ver a un hombre alto y esbelto, extrañamente vestido y con una estrella de un rojo brillante colgada de su cuello.
Pero ¿de dónde demonios había salido?
—Tranquila, no quiero hacerte daño —dijo el extraño hombre de manera dulce y pausada.
Lejos de tranquilizarse, el miedo de Sarah fue creciendo a medida que recordó la historia que su padre les había contado y las palabras de advertencia que les había transmitido.
—Hola, Sarah. No te asustes. Soy Sendermad y vengo a ayudarte a cumplir tus deseos.
Los temores de Sarah se confirmaban.
—Yo no he pedido ningún deseo… —dijo muy asustada.
—Sí, Sarah, sí lo