Nakerland. Maite Ruiz Ocaña
perdona. No quería hacer ruido para no despertar a nadie. ¿Qué tal has dormido? A mí me duele la espalda horrores. Siempre me pasa lo mismo, estas colchonetas no son muy cómodas, donde esté un colchón en condiciones… y la almohada, lo mismo —se quejó Alfred mientras hacía estiramientos, inclinándose hacia delante y tocando con sus manos el suelo, luego estirando sus brazos hacia arriba con fuerza y después rotando a un lado y a otro. Cuando hubo terminado se acercó a Sack, que se había sentado junto a la mesa.
—¿Preparamos el desayuno? Tu hermana y tu madre tienen que estar a punto de levantarse. ¡Mira! —dijo Alfred señalando hacia el horizonte—. ¡Está saliendo el sol!
Sack se giró para mirar en la dirección que indicaba su padre y quedó fascinado ante la imagen del sol que comenzaba a aparecer tímidamente entre las montañas. Era un espectáculo impresionante.
La zona de acampada se situaba en una ladera en lo alto de una de las montañas y estaba despejada de árboles, por lo que las vistas eran increíbles.
Se quedaron contemplando la salida del sol durante unos minutos, y comenzaron a preparar el desayuno.
Al ratito salió de la tienda Mariah y también vieron que la familia de Tomás se había levantado al completo. Las gemelas comenzaron a jugar, haciendo ruido, lo que significaba que iban a despertar a los pocos que todavía dormían en las tiendas cercanas, entre ellos su hermana Sarah. A ver con qué humos se levantaba esa mañana… La noche anterior se fue enfadada a dormir y todavía no entendía el porqué.
Efectivamente no mucho más tarde se levantó su hermana con cara de pocos amigos. Cualquiera le decía nada, así que Sack decidió estar calladito para no llevarse ningún bufido de su hermana.
—Buenos días, cariño, ¿qué tal has dormido? —preguntó Mariah a su hija.
—Pues cómo quieres que haya dormido, mamá, ¡de pena! Sack no ha parado de darme golpes por todos lados y con una colchoneta de mierda por colchón… ¡estoy deseando volver a casa! —Esa fue la contestación de Sarah, a la que ninguno quiso decir nada, por si acaso.
Después de recoger y organizar todo, la familia Williams se despidió de la familia de Tomás, que tomaría otra ruta distinta a la de ellos. Probablemente no se volverían a ver en toda la excursión.
—Bueno, ha sido un placer haberos conocido. Disfrutad mucho de vuestro viaje —dijo Alfred, mientras le estrechaba la mano a Carolo despidiéndose.
—El placer ha sido nuestro —le respondió Carolo, con una sonrisa.
—Muchas gracias por las historias tan buenas que me has contado, mis amigos van a alucinar con ellas cuando se las cuente —dijo Tomás a Sack muy efusivamente.
—Pasadlo bien en vuestro viaje —contestó Sack, alejándose de ellos y levantando la mano para despedirse.
n
Los días pasaban y las vacaciones se acababan. Habían visto lugares espectaculares.
El más bonito de todos ellos, la cascada del Ángel, sin duda. Una cascada de unos mil metros de altura, que caía desde una montaña plana con unas inmensas paredes verticales y con un bosque a su alrededor.
La nube de vapor de agua que desprendía producía una sensación de humedad en el ambiente que calmaba, en esos días de mucho calor, el sofoco de la caminata. Daban ganas de quedarse allí para siempre, observando esa maravilla de la naturaleza.
Ese mismo día, y tras una larga jornada de excursión, pararon a montar el campamento en una ladera verde rodeada de pinos de unos tres metros de altura. En uno de los laterales había una cabaña, donde pasaba las mañanas un guarda forestal cuya tarea era la de ayudar a los excursionistas, pero a esa hora estaba cerrada, por lo que estaban completamente solos en medio de la naturaleza. Bueno, solos no, los animales siempre estaban acechando, entre ellos los osos… no habían visto ninguno durante todos esos días, pero era algo impredecible… ¿quién les iba a decir si esa noche iban a ver alguno? Sack esperaba que no sucediese, pero había que estar preparados para cualquier cosa.
Recogieron ramas de los pinos y maleza seca, así como algunas piñas para hacer una hoguera. El padre de Sack tenía mucha experiencia en el tema, así que no les costó que prendiera.
La noche entró sin que se diesen cuenta y, después de tomar algo de sopa caliente, sacaron sus colchonetas y sacos y los colocaron cerca de la hoguera. Los dispusieron haciendo un círculo, de tal manera que las cabezas de los cuatro estaban pegadas, daba la sensación de que dibujaban una estrella en el suelo. Todos tumbados, se relajaron observando el luminoso cielo que contrastaba con la oscuridad de la noche, y que en aquel lugar apartado de la contaminación lumínica de las ciudades, se acentuaba. La única luz que les acompañaba era la que daba la hoguera y la de la luna y las estrellas.
Al principio Sarah no quería salir con ellos, prefería quedarse en la tienda, pero finalmente la convencieron y seguro que no se arrepintió de ello, porque Alfred comenzó a contar una historia fascinante sobre las estrellas que nunca antes les había relatado.
—¡Habéis visto eso! —dijo Sarah, alucinada por la visión de una luz fugaz que pasaba ante ellos a miles de kilómetros y cruzaba el cielo.
—Es una estrella fugaz —explicó Alfred a su hija.
—¡Ya lo sé papá!, es preciosa… —añadió Sarah, mirando fijamente al cielo para ver si veía otra.
—¡Rápido!, pide un deseo… —dijo Sack a su hermana. Era bien sabido por todos que cuando se ve una estrella fugaz hay que pedir un deseo, aunque el que se cumpliese o no era otra cosa.
—¿Nunca os he contado la historia de las estrellas fugaces, hijos?
—No. —Sack no recordaba que su padre les hubiese contado ninguna historia de estrellas fugaces, pero siempre eran bien recibidas para su amplio repertorio.
—Vaya, estaba convencido de que ya la conocíais. Me la contó vuestro abuelo hace muchos años, cuando tan solo era un niño. Estoy seguro de que os va a encantar. Era mi historia favorita. Pero tengo que advertiros de algo antes de contárosla —dijo Alfred con semblante serio.
Sack y Sarah, al oír esas palabras, prestaron más atención esperando a que su padre arrancase a contar la historia. Alfred había creado en sus hijos una gran expectación.
—Hay que tener mucho cuidado con las cosas que se desean —advirtió Alfred, antes de comenzar la historia que su padre le contó y que este, a su vez, había escuchado a su padre. Generación tras generación, ahora llegaba a oídos de sus hijos, que esperaban impacientes escucharla.
—Hace ya muchos años, esta historia ya pasaba de padres a hijos. Es tan antigua que realmente no se sabe a ciencia cierta de que época procede. —Y así, Alfred comenzó a relatar la leyenda a sus hijos.
Claude era un hombre sin esperanza ni ilusión en la vida, había perdido a su mujer y a su pequeño hijo de cinco años en una horrible batalla, en la que los enemigos de su poblado atacaron sin piedad a todos sus habitantes. Él se salvó por un milagro. La espada que lo atravesó le hizo pasar una temporada en cama, con fiebres altas que le mantuvieron en un continuo delirio día y noche.
Pero Claude era un hombre fuerte y consiguió reponerse. Aunque cuando fue consciente de lo que había sucedido, habría preferido morir en la batalla junto con sus seres queridos. No concebía una vida sin las personas a las que tanto había amado. Era tan grande el deseo que sentía de volver a reunirse con ellos que cada día suplicaba, mirando al cielo, que volviesen a su lado.
Una noche, después de un día lluvioso, las nubes se abrieron ante Claude, mostrando un cielo bañado de estrellas. Todas brillaban con intensidad, pero una en especial. Claude se quedó mirándola fijamente, diciendo: «Tú, estrella de los cielos, hermosa luz de la oscuridad, amante de la luna y hermana de tantas pequeñas luces. Tú que brillas con intensidad cada noche, que iluminas los caminos de los perdidos, escucha mi plegaria. Perdí a mis seres queridos en una terrible batalla y mi corazón