Nakerland. Maite Ruiz Ocaña

Nakerland - Maite Ruiz Ocaña


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grandes multas económicas a todos aquellos que pillaban tirando basura al suelo.

      —No se preocupe, no hay problema —dijo Alfred al guarda. Él conocía bien las normas. Eran muchos años de excursiones por lugares como ese.

      — Muy bien, que disfruten de la naturaleza —respondió el guarda mientras levantaba la mano avisando a su compañero (al que se veía sentado y con cara de aburrido dentro de la garita de la entrada) para que les abriese la barrera y les dejase pasar.

      ¡Dios mío, qué bien olía en aquel lugar, se podía respirar aire puro, la naturaleza! ¡Cómo le gustaba aquel olor a Sack! Incluso levantó el ánimo de Sarah, que parecía que sonreía mientras miraba por la ventanilla del coche.

      Sack se había fijado en que la cara de su hermana había cambiado, transformándose en un gesto de horror, cuando el guarda avisó del peligro de animales en la zona, cosa que en cierto modo le hizo gracia. Menos mal que no le vio cuando se le dibujó una sonrisa en la cara, imaginándose a su hermana asustada por la aparición repentina de un jabalí que se estaba intentando colar en su tienda de campaña. Lo que no le hizo tanta gracia a Sack fue lo del oso, eso ya era otra cosa, le causaba más respeto. Pero pronto pensó que era muy difícil que se diese el caso, con las precauciones que siempre tomaban. Se giró para mirar por su ventanilla y empezó a pensar en otras cosas.

      No tardaron mucho en llegar a la zona de inicio de la ruta. Había pocos coches, señal de que no se cruzarían con demasiada gente en el camino, la suficiente por si hubiese problemas.

      Comenzaron a descargar todos los bártulos. Cada uno se colocó su mochila y después de que Alfred cerrase el coche, iniciaron su primera excursión.

      —Dentro de una hora pararemos a comer, que se ha hecho un poco tarde —dijo Alfred a su familia, mientras se colocaba su mochila que le sobresalía por encima de la cabeza. «Menos mal», pensaron los otros tres cuando Alfred lo dijo, ya que empezaban a tener hambre.

      Caminaron una hora por un sendero de piedras que discurría a través de un bosque de pinos, que daba frescor y buen olor al ambiente. El descanso fue corto —iban un poco mal de tiempo— por lo que reiniciaron la excursión pronto para poder llegar a su destino, la primera parada donde acamparían para pasar la noche.

      La diferencia de ánimos se podía apreciar entre los dos hermanos. Sack derrochaba alegría y entusiasmo a cada paso, y Sarah, sin embargo, iba arrastrando los pies, parecía que cargaba con doscientos kilos, y de vez en cuando resoplaba resignada al tener que soportar cada instante en aquel lugar.

      Comenzó a anochecer cuando alcanzaron la zona de acampada. Todos estaban cansados, porque para ser el primer día la caminata había sido dura, aunque agradecida, porque habían ido siempre entre árboles que hacían sombra y daban frescor, amortiguando el calor típico de esa época del año.

      Cuando llegaron, en el campamento había otro par de familias con hijos. Eso a Sarah le gustó, porque había chicos de su edad, sobre todo uno que era guapo y no paraba de mirarla. Las familias se saludaron afables mientras los Williams montaban sus tiendas de campaña.

      —Hola, mi nombre es Tomás, ¿cómo te llamas? —dijo el chico, acercándose con cautela a Sarah.

      —Me llamo Sarah y este es mi hermano Sack —señaló a su hermano que estaba a su lado.

      —Encantado de conoceros, Sack y Sarah. Esas de ahí son mis hermanas Nicoletta y Simona, son gemelas. —Señaló a dos niñas de unos siete años que jugaban a unos pasos de donde estaban ellos.

      —¡Pues sí que se parecen! —dijo Sarah mientras observaba a las gemelas. Las dos eran de pelo rubio y ojos azules, de la misma estatura, incluso tenían los mismos gestos. Era curioso verlas. En verdad no habían visto a muchos gemelos a lo largo de su vida. Solo a un par de hermanos del último curso del colegio.

      Esa noche se sentaron a cenar las dos familias juntas. Además de hacer buenas migas los niños, los Williams también las habían hecho con los padres de Tomás.

      —¿De qué parte del país sois? —preguntó Alfred. Los padres se llamaban Elizabetta y Carolo, claramente nombres que no eran típicos del país.

      —En realidad no somos de aquí, somos italianos, pero vinimos hace unos dos años a vivir a la parte norte del estado porque mi empresa me trasladó para abrir una nueva sede —dijo el padre. Su acento era otra de las cosas que dejaba a la luz que eran extranjeros, aunque hablaban el idioma a la perfección.

      —¡Pues sí que habláis bien nuestro idioma! —dijo Mariah.

      —Bueno, son muchos años practicándolo. Y vosotros, ¿de dónde sois? —preguntó Carolo.

      —Nosotros somos del sur, de Texas —contestó Mariah.

      Mientras los padres charlaban, Sack, Sarah y Tomás se metieron en una tienda de campaña a contar historias.

      A Sack le gustaba contar historias para asustar a su hermana, y la mayoría de las veces lo conseguía, aunque en esta ocasión, al estar Tomás delante, a Sarah no le hicieron ningún efecto, o al menos es lo que quería aparentar.

      —¡Vaya! —dijo Tomás—. Esas historias que cuentas son fantásticas, sobre todo la del indio y el oso.

      A Sarah no le estaba gustando nada que su hermano fuese el centro de atención de Tomás y a ella no le estuviese haciendo ni caso, así que decidió entrar en acción.

      —Pues yo sí sé una historia buena, la mejor que jamás hayas oído —dijo Sarah para atraer la atención de Tomás.

      —No creo que sea tan buena como la del indio, me ha encantado —contestó Tomás inmediatamente.

      A Sarah no le hizo ni pizca de gracia la contestación, ni la falta de interés que mostraba Tomás hacia ella.

      —Pues os vais a quedar con las ganas porque no os la voy a contar, y es buena, muy buena. —Sarah se levantó indignada de la colchoneta y salió de la tienda de campaña para ir a la de sus padres. Se metió y no volvió a salir.

      —Sí que tiene carácter tú hermana. No sé por qué se ha enfadado, podría haber contado su historia. No entiendo a las chicas —dijo Tomás mientras se rascaba la cabeza moviendo con fuerza su pelo rizado y rubio.

      —Yo tampoco las entiendo —afirmó Sack.

      Continuaron así las dos familias cerca de dos horas, charlando y contando anécdotas de sus excursiones, hasta que vieron que se hacía un poco tarde. Recogieron entonces rápidamente la comida, siguiendo las instrucciones del guarda del parque, no querían llevarse ninguna sorpresa en mitad de la noche. Cada uno se fue a su tienda de campaña, apagando de su interior las lámparas hasta la mañana siguiente.

      n

      Cuando Sack abrió los ojos todavía no había salido el sol. Se desperezó un poco y se deslizó con cuidado fuera de la tienda, para no despertar al resto de su familia. Comenzaba a aparecer una tímida luminosidad a su alrededor, el sol luchaba con fuerza para salir de su escondite y mandar a la luna a dormir hasta la noche siguiente.

      Se escuchó un ruido a su espalda, el chasquido de las hojas en el suelo, como si alguien estuviese pisando con cuidado para no ser descubierto. Solo de pensar que se pudiese tratar de un animal, en concreto de un oso, se le pusieron los pelos de punta. Había visto en documentales que los osos atacaban cuando percibían que sus víctimas estaban asustadas. Pues estaba claro que si atacaban por ese motivo le iba a pasar algo malo, porque no estaba asustado, ¡estaba aterrorizado! Por su mente se cruzaron imágenes de osos enfurecidos, rugiendo con fuerza, imponentes, con su impresionante estatura al colocarse sobre sus dos patas traseras y después dejándose caer sobre sus patas delanteras, haciendo un ruido estrepitoso al impactar contra el suelo y corriendo a toda velocidad detrás de su víctima. Sack se veía reflejado en esa persona que estaba huyendo del furioso oso. Fueron unos instantes eternos hasta que consiguió girar con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y pudo alcanzar a ver que se trataba de su padre.

      —¡Papá!, ¡me has dado un susto


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