Entre justicia y tiempo. Victor P. Unda

Entre justicia y tiempo - Victor P. Unda


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negativa de la vida, ya que Brooklyn no era muy afable.

      Todavía recuerdo haber ido la última vez a su departamento, cuando me preguntó si la podía ayudar a cargar sus meriendas. Al principio no lo podía creer, ese olor repulsivo que entraba en mis narices me angustiaba dar un paso más en su hogar, y la señora que seguía conversando detrás de mi espalda irrumpió mi respiración en el momento cuando trataba de llegar a la cocina. No hubo caso, el olor desagradable ya había entrado por mis narices, y traté en lo posible de responderle rápidamente. Cuando Abel me dio las gracias, de inmediato salí del lugar para respirar aire puro. Todavía tengo en mi memoria ese olor a caca de perro en mi cabeza.

      Abel no era la única persona que me entretenía escuchando a través de estas paredes delgadas. De hecho, a cualquier hora podía detenerme en la casa para oír distintas conversaciones de mis vecinos, quien necesitaba de la radio o salir afuera con ese frío infernal desprotegido de coger cualquier enfermedad. Los hospitales no eran palacios, existía mucha escasez por medicina y médicos en la zona, que en muchas de las ocasiones los hombres de trabajos forzados tenían que consumir licor para sobrevivir a cualquier dolor que se les presentaba. Ese era la medicina alternativa que existía en ese tiempo.

      Nuestra ruca no era un castillo, sino un lugar con suficiente espacio para los cuatro, me refiero al apartamento que estaba arriba de la tienda del señor Saavedra. Moderado, digno para vivir con sus básicas condiciones, un baño y tres recámaras. Podría decirse que vivíamos okey, ya que Rick se encargaba de todo para que no nos faltara nada. Aunque la entrada de dinero de mi madre también nos ayudaba para darnos pequeños gustos de vez en cuando. Pero cuando estábamos pasando momentos difíciles teníamos que amarrarnos los pantalones y, sin temerle al trabajo, pude ayudar a la familia a ganar algo de dinero cada vez que el quiosco de la esquina buscaba a jóvenes para distribuir el periódico. Pero mi padre o mi madre nunca recibieron el dinero que yo ganaba, sino más bien lo utilizábamos para ir al cine.

      Brooklyn era muy diferente a San Francisco, yo diría que eran dos ciudades abismalmente opuestas por su clima, la gente y por la forma en que se vestían. Las mujeres en Brooklyn tenían como un estilo francés, vestidos de seda que les llegaban hasta las rodillas, conocido como aleta, con cintura caída y dobladillos rastreros, aspecto típico y económico que se usaba en ese tiempo. Contrario al verano, en el invierno usaban estos largos abrigos que cubrían casi todo su cuerpo, acompañado por un sombrero del mismo color de su traje. La vestidura de los hombres podía ver su formalidad y no formalidad, algunos vistiéndose con telas rayadas que eran muy populares y similar a las sastrerías inglesas, como el estilo de Savile Row. Pero no todos podían pagar por esa ropa, otras marcas que costaban menos también surgían en la sociedad, en especial en el barrio donde vivía.

      Fuera de todos esos estilos, y grandes diferencias que la sociedad de Brooklyn presentaba, todavía tenía la sensación en volver a California, pero el trabajo de mi padre no lo permitió. Igualmente, sabía que no eran permanentes, sino un laburo temporal, pero con el tiempo comencé a acostumbrarme a escuchar de lo mismo y adaptarme a los cambios que se presentaban cada vez que él cambiaba de pega. Lo mismo tenía que hacer mi madre, que en ocasiones solo quería descansar y pasar más tiempo en la casa.

      Una vez más, me tuve que quedar en la casa para cuidar a la abuela que, en muchas de las ocasiones, no estaba bien. A pesar de que mi padre no trabajaba todo el día en la tienda de abajo, no sabía dónde ir si algo malo le pasaba a ella. En una ocasión, mencionó que tenía un segundo trabajo, pero nunca dijo de que se trataba.

      Una vez más, escuchamos disparos afuera del apartamento, al parecer un poco más lejos de donde nos encontrábamos. Tanto la abuela como yo comenzábamos a acostumbrarnos, al parecer mis vecinos, que estaban a un costado de nosotros, también, y fue en ese momento cuando noté que no estábamos solos. Me quedé en silencio por algunos minutos tratando de oír si alguien estaba en problemas en la tienda de abajo, a veces los clientes pegaban un grito o salían del lugar como liebre, que en esta ocasión no estaba seguro. Yo quería ir de inmediato a ver qué estaba pasando, pero mi padre ya me había advertido qué hacer en estos momentos coyunturales, con la idea de protegerme y, si la situación empeoraba, tenía las instrucciones ya trazadas para realizar un desalojo del lugar, pero esta vez me quedé en el lugar como un búho, ya que no había necesidad de correr esa tarde.

      Al parecer, todos en el negocio estaban completamente callados, no duró mucho tiempo, los carros y el tráfico comenzaban a escucharse de nuevo al otro lado de la ventana sin descanso, como si nada hubiera pasado.

      Angelina, mi madre, que había salido de la casa temprano para ir a trabajar, se perdía de esos dramas de policías en el barrio. Aunque por las noches, cuando escuchaba disparos, me iba a ver a la habitación para saber si estaba bien. En muchas de las ocasiones la extrañé, con excepción de los fines de semana donde teníamos un poco más de tiempo para hablar en familia. Pero, a pesar del esfuerzo por quedarse en casa, hubo ocasiones en las que no la podía ver los fines de semana. De vez en cuando, si no estaba muy cansada los domingos, justo después de la misa se tomaba un descanso que, en muchas de las ocasiones, podíamos hablar de cómo le había ido en su trabajo o cualquier cosa que nos pudiera poner juntos y en familia. Recuerdo, después de la misa en la iglesia cristiana de Brooklyn, que estaba a unas cuadras de donde vivíamos, mi madre y yo pasábamos casi dos horas escuchando el sermón, como el coro que cada vez que el cura repetía amén, todos se levantaban para cantar. Para mí era un alivio pararme, después de pasar más de veinte minutos sentado en ese banco de madera, por lo menos unos dos minutos aliviaba mi culo.

      Todavía recuerdo ese último fin de semana, durante la plática no pude dejar de reírme de él, cuando repetía una y otra vez algunos pasajes de la biblia, pero no lo hacía por malo, estaba bastante cansado y solo quería entretenerme para no quedarme dormido. Tampoco me mofaba de su fe, estaba mirando sus sandalias y la sotana de color blanco que ligeramente lo cubría, cuando afuera de la iglesia la nieve azotaba a New York como a un extraño norteño. Pero lo que me causó más risa era su dedo gordo, bastante gordo yo diría, e infectado con un color amarillo que algunos miembros de la congregación también se habían dado cuenta. Yo no era el único demente de lo que había visto, le respondí a mi madre cuando ella trataba de callarme, y yo insistía que era loco usar sandalias con este frío.

      —Baja la voz, hijo, estamos en plena ceremonia —con voz suave decía mi madre.

      Cuando terminó la ceremonia, le pregunté:

      —¿Quieres hacer algo esta tarde? Estaba pensado si podíamos ir al cine —pregunté entusiasmado.

      —No puedo, hijo, estoy demasiada cansada. En otra oportunidad. ¿Por qué no vas con tu padre? Be quiet, son, todavía el cura estaba hablando —respondió ella un poco desganada.

      Después de que la ceremonia finalizara, mi madre se distanció de todo, tratando en lo posible de recuperarse, con la idea de poder volver con más energía a trabajar, creo que ese era su propósito, pero no su aspiración, y menos lo hacía porque no quería verme o ver al resto de la familia, sino porque todavía recordaba esas memorias de su niñez que no quería que desaparecieran, de alguna forma tenía esa conexión debido a los años que estuvo ayudando a su madre, cuando vivía con el patrón en Chicago, otra vida que no sabíamos mucho de ella. Al final de todo, era una persona muy reservada, compartía con todos, pero trataba de mantener su pasado fuera de la familia y, pese a que mi padre la conocía mejor que nosotros, también él desconocía parte de su juventud.

      Pero cuando la vida se aflojaba un poco, cambiaba su rutina para pasar más tiempo con nosotros. Aunque en ocasiones ella caía en una depresión, o en otras oportunidades su estado cambiaba drásticamente cuando se alteraba de cualquier cosa. Yo sé que no tenía intenciones de dañar a nadie, y mi padre, que la vio en ocasiones enfadada, también trató de explicarme que la culpa no era de ella. Al parecer estaba batallando en su cabeza, cada momento, sobre su pasado y el presente que estaba viviendo con nosotros, causa principal de su condición cuando trataba de ser honesta. Mi madre era original, afable, pero este veneno que la estaba consumiendo de vez en cuando en su cabeza nos afectaba. Por supuesto, las palabras de mi padre que me ayudaron a entender a mi madre cuando ella cambiaba de temple, eran suficientes para justificar su estado y seguir


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