Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
fue haciendo que su marido subiese, uno a uno, los escalones de la violencia. Un golpe, luego dos, un insulto, otro peor, hasta hacer de cada conversación un violento monólogo, de cada noche un castigo, de cada encuentro sexual una desagradable agresión, de cada día una tortura. A veces, cuando pasaba por la plaza y los hombres que tomaban el sol a la puerta del bar la veían taparse para disimular un ojo morado o un labio roto, comentaban entre ellos: «Besteide ya le ha vuelto a dar lo suyo a la parienta». Lo suyo, qué ironía. Como si fuera lo natural. Estaba sola ante un monstruo contra el que no podía luchar.
Las cosas mejoraron algo cuando ella le dijo que se le estaba retrasando el periodo. Solo entonces el colérico Ignacio sujetó algo su ira para no malograr a la criatura que venía. «Va a ser un machote, seguro. Como su padre. Él me ayudará a llevar el negocio, cuidará conmigo del ganado y, cuando sea mayor, modernizaremos la estabulación y el ordeño con esas estaciones automáticas que han inventado los alemanes. Yo le enseñaré cómo hay que tratar a las vacas y a las mujeres, que son las dos razas de animal más estúpidas que existen». Laura, al oírle, bajaba la cabeza y rezaba para sí misma: «Por favor, Dios, que sea un niño, porque como sea una niña es capaz de matarme». Por fortuna para ella, después de un larguísimo parto atendido en casa por la matrona del pueblo, lo que alumbró fue un varón. Besteide, en cuanto se lo dieron, lo despojó de los pañales para examinar sus atributos. «Así me gusta, con unos buenos cojones, como tu padre». Y sin dar siquiera un beso a su esposa, que yacía en la cama agotada y débil por la brutal pérdida de sangre, se marchó al bar a celebrarlo con los amigos. Tardó dos días en volver.
Laura pensó que quizá la llegada del tan deseado hijo la elevaría a los ojos de su marido, que la respetaría un poco más. Pero fue al contrario. Ignacio comenzó a sentir unos celos terribles del recién nacido y no podía soportar que ella dejase cualquier cosa que estuviese haciendo para ir a darle de mamar, cambiarle los pañales o acunarle. En cuanto el niño despertaba y comenzaba a llorar, su padre detenía el gesto de Laura de ir a atenderlo dando un violento puñetazo en la mesa. Tenía que esperar su permiso si no quería recibir algún castigo. «Irás cuando termines de servirme la comida. El jodido crío tendrá que aprender a esperar a que los mayores acaben de comer». Ella apretaba los dientes y no decía nada. No tenía sentido suplicar, su marido no tenía piedad ninguna. Llegó a dudar que tuviese corazón. Por las noches era aún peor: si el bebé lloraba y le despertaba se ponía furioso, de tal modo que muchas noches las pasó Laura sentada en una silla de la cocina con el niño en brazos para que él durmiera. Era mejor eso que tenerlo de mal humor todo el tiempo porque si él tenía un mal día, no habría loción de árnica suficiente en las boticas de toda la comarca para aliviar la colección de morados que florecerían en el cuerpo de ella.
En poco tiempo la situación llegó a un extremo insostenible. Si el niño mamaba de un pecho, Ignacio exigía mamar del otro. Si lloraba, sujetaba a Laura por una de las muñecas para obligarla a permanecer en la cama junto a él y que dejase llorar al bebé hasta la extenuación; si le suplicaba que la dejara ir a consolarle, se quitaba el pantalón del pijama para obligarla a «cumplir con su obligación matrimonial» y se recreaba en ello mientras Laura aguantaba el dolor sin ser capaz ya siquiera de fingir excitación alguna, tratando de contener las lágrimas, porque si la veía llorar posiblemente sería aún más duro penetrándola. Y después, cuando él terminaba, pedía permiso, se levantaba y tomaba en brazos al niño, temblando, incapaz de controlar los sollozos que se mezclaban con los del pequeño Nacho, que se aferraba a su pecho hiriéndola al mamar con tanta ansia.
Afortunadamente había comenzado por fin la época de ferias y montas, Ignacio estaba fuera de casa muchos días y Laura pudo al fin respirar tranquila. El niño ya tomaba papillas y dormía toda la noche de un tirón, gateaba con energía incansable y todo parecía funcionar un poco mejor. Hasta la noche de domingo en que él llegó de Fonsagrada borracho y con ganas de continuar la fiesta.
Cenó con auténtica glotonería la dorada tortilla de patatas que Laura había terminado de cuajar un rato antes, en cuanto le oyó llegar. Si no estaba recién hecha era capaz de estrellarla contra la pared, no sería la primera vez. Ella comía a su lado, en silencio, esperando no cometer ningún error que la hiciera merecedora de un castigo. Él se sirvió un nuevo vaso de vino tinto.
—¿No me preguntas qué tal me ha ido en la feria?
—Claro, Ignacio —respondió, sumisa—. Perdona, estaba pensando en mis cosas. ¿Qué tal te ha ido la feria, cariño? ¿Vendiste bien los dos animales que llevabas?
—Por supuesto, estúpida. ¿Con quién te crees que estás hablando? Soy el mejor criador y el mejor tratante de la provincia y el negociante con más huevos de todo Lugo. No me podía ir mal.
—Perdóname, cariño. No me expresé bien, no dudaba de ti. ¿Fue agradable la comida con tus amigos? —Laura y su voz se iban haciendo pequeñas en la silla a medida que hablaba. No había querido hacerle enfadar.
—Pues ya que lo preguntas, sí. Mucho. La fulandanga del bar de Castro cocina la ternera bastante mejor que tú. Debí casarme con ella y no contigo, que ni un arroz con leche decente sabes hacer. Además, tiene un culo estupendo, para perderse en él —continuó, mientras hacía con las dos manos un gesto grosero—. No como el tuyo, que estás más escurrida que la mojama.
Laura intentó desviar la conversación; sabía que cualquier cosa que dijera le iba a traer consecuencias, de modo que trató de distraerle cambiando de tema.
—Hoy el niño se puso de pie él solo. Se agarró de una silla, lo intentó varias veces y al fin lo consiguió. Mi madre… —La mujer detuvo en seco la siguiente palabra que iba a pronunciar. Acababa de meter la pata y lo sabía. Él le tenía prohibido ver a su familia si no estaba presente para controlar lo que les decía y lo que no. E Ignacio, aunque estaba borracho, no pasó por alto el error.
—¿Tu madre? ¿Tu madre qué? Ha estado aquí, ¿verdad? Aprovechando que yo no iba a venir en todo el día te ha faltado tiempo para llamar a tu mamá y hacer que viniera para contarle lo malo que es tu marido, ¿verdad? —Se puso de pie violentamente y volcó la mesa de la cocina, con el consiguiente estrépito de vidrios rotos—. ¿A ti cómo hay que decirte las cosas? ¡No quiero que vengan si no estoy yo! ¡Antes que su hija eres mi mujer, y harás lo que yo diga! ¿Entiendes? —tronó.
—No han venido, Ignacio, déjame explicarte. Quería decir que mi madre ya me había prevenido de que en cualquier momento el niño se pondría de pie él solo, no me has dejado acabar la frase —quiso encogerse hasta desaparecer—. No han venido, cariño, no te enfades, por favor.
Tarde. El mecanismo de la furia ya estaba en marcha. El primer golpe lo recibió en la boca. Sintió de nuevo el sabor metálico de la sangre. No se atrevió a llorar.
—¿Te crees que soy imbécil? ¿Cómo cojones voy a confiar en ti si le abres la puerta a cualquiera en cuanto me doy la vuelta? ¡He dicho que aquí no entra nadie si no estoy yo, y nadie es nadie! —Otro golpe, esta vez sobre la oreja izquierda. Laura sintió el estallido de dolor y un zumbido sordo que se apoderaba de su oído. El zumbido subía y bajaba de intensidad con el bombeo de sangre de su corazón, que latía desbocado por efecto del pánico. Pensó en su hijo—. Hoy han sido tus padres, ¿y los otros días? ¿A quién más le abres la puerta? —La cogió del pelo para obligarla a levantarse de la silla en la que permanecía acurrucada para después empujarla contra la pared de azulejos de la cocina. Una mancha de sangre de su boca quedó impresa, como una flor aplastada, sobre el alicatado blanco—. Seguro que te follas a todo el que se acerca por aquí. Al repartidor de los piensos —el puño contra el pómulo, los huesos rotos—, al del camión cisterna que viene a por la leche —el puño contra el costado, la respiración entrecortada, las rodillas ya en el suelo lleno de trozos de vajilla, restos de comida y vino mezclados con su sangre—, al veterinario…
El pequeño Nacho se despertó y comenzó a llorar llamando a su madre. Ella, en el suelo, trataba de cubrirse inútilmente de la tormenta de golpes que Ignacio, ciego de cólera y celos, soliviantado por el alcohol y espoleado por el llanto del niño, dejaba caer sobre ella como una granizada furiosa y destructora. Mientras, él seguía bramando, completamente descontrolado.