Secretos a golpes. Susana R. Miguélez

Secretos a golpes - Susana R. Miguélez


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que siempre creyó que eran su única familia preferían retenerla y meterla a monja. ¿Por qué? ¿Por qué no le preguntaban a ella? Claro, era muy pequeña para tener sueños, para tener deseos. Era muy pequeña para decidir y había que decidir por ella. No dudaba de que la hermana Carmen, Ángela o la Superiora la quisieran, podía percibir su cariño cuando las abrazaba. Pero ese amor no era desinteresado e incondicional como el suyo. Era un vínculo que disfrazaba de generosidad cristiana el egoísmo. Inés dudó seriamente que Dios estuviese de acuerdo con aquello. El pequeño mundo emocional de la niña acababa de venirse abajo por primera vez. Luchando por conservar la calma y no dejar salir las lágrimas que le llenaban ya los ojos, Inés intuyó que no debía confesarle al padre Amancio que había escuchado aquella conversación.

      La niña acababa de sufrir una de las decepciones más grandes de su vida, un golpe que le hizo tomar la primera de las grandes decisiones conscientes de su existencia: nunca sería una monja. Saldría de la casa cuna en cuanto le fuera posible y lo haría como mujer seglar. Le daba igual el modo, pero se marcharía, formaría su propia familia, tendría hijos y no los abandonaría jamás, ni tampoco decidiría su futuro de forma interesada. No haría nada, nada en absoluto de lo que habían hecho con ella. Pero hasta que ese día llegase nadie podía saber que estaba al tanto de los planes de las religiosas. Debía aprovechar, aprender, crecer y hacerse la tonta. Y, llegado el momento, ya diría lo que tenía que decir.

      Aquella misma noche Ángela fue a hablar con Inés. Llevaba en las manos una pequeña maleta de cartón en la que fue colocando cuanto pensó que la niña podía necesitar mientras estuviese en casa del farmacéutico: su camisón, ropa interior, una blusa limpia, dos delantales, el cepillo de dientes. Mientras tanto, fue dándole a la pequeña las instrucciones que le habían ordenado transmitirle.

      —«Albaricoque», tienes que ir unos días a ayudar a la mujer del farmacéutico. Es muy buena, ya verás, tiene tantos niños que te parecerá que no has salido de aquí. Está a punto de dar a luz, ya sabes, de tener otro bebé. Como lo que hacen las mujeres que vienen aquí, eso que te he explicado muchas veces pero que las monjas no te dejan ver.

      —¿Eso de abrir las piernas y gritar y que salga un niño desnudo? —inquirió Inés. A pesar de vivir en una maternidad, las hermanas nunca habían dejado que entrase en los paritorios, no había visto nunca un parto. Su curiosidad natural acerca del hecho en sí y de los gritos que escuchaba hacían que preguntase frecuentemente, pero solo Ángela, con su falta de malicia, le respondía. Para las demás hermanas el misterio de la vida debía ser para ella eso, un misterio hasta nueva orden.

      —Eso. Pero mejor que a las de aquí, porque esa tiene marido y dinero y echará el bebé en su cama, con un médico y toallas limpias. Y no se lo tendrá que dar a las monjas, porque el niño tiene papá y lo querrán mucho, como a sus otros hijos. ¿Entiendes?

      —Pero, ¿para qué me envían allí? ¿Tengo que ayudarla a tener el niño? Yo no sé hacer eso, Ángela.

      —No, tonta —le respondió la joven dándole un cariñoso cachete en la cabeza—. Solo has de entretener a los otros hijos, darles de comer, hacer las camas y limpiar y eso. Como aquí pero en su casa. ¿Lo entiendes?

      —Sí, lo entiendo. Me portaré bien. A lo mejor cuando me conozcan deciden adoptarme y ser mis papás. ¿Tú crees que querrán hacerlo?

      La monja soltó una sonora carcajada.

      —¿Adoptarte? ¿A ti? No te hagas ilusiones, Inesita. Somos tontas y mayores, y la gente pide bebés pequeños y listos. Nadie nos querrá nunca. Cuanto antes te acostumbres a esa idea más feliz serás. Y anda, acuéstate, que vendrá un coche a buscarte en cuanto toquen a Maitines.

      «Somos tontas y mayores». Las palabras de Ángela se quedaron, como un eco, rebotando en la mente de Inés. La querida, la pobre Ángela, con su bendita inocencia, creía todo lo que le decían. Pero ella ya sabía la verdad, sabía que en su caso no había falta de luces. Era mayor para ser adoptada, pero no tonta. Tenía que esperar, esperar el momento oportuno para dejar atrás aquel teatro de secretos, intereses y conveniencias que habían tejido a su alrededor. Algún día saldría al mundo de verdad y entonces su vida comenzaría a tener sentido. Pensando en ello cerró los ojos, con la cabeza morena apoyada en la almohada, y soñó con ser mayor y tener alas. Alas para volar libre.

      2 Conejo

      CAPÍTULO SEIS

       AQUÍ MANDO YO

      Ignacio Besteide apuró de un trago su copa de orujo. Formaba parte de su actividad como ganadero y tratante: los acuerdos comerciales se cierran con un apretón de manos en la feria, pero se firman en el bar, frente a una copa y con un buen puro en la boca. Así había sido siempre y así debía seguir siendo. Septiembre era fecha obligada para el negocio: la feria de Fonsagrada reunía los mejores ejemplares de vacuno que se podían encontrar en el país. Las frisonas, fantásticas productoras de leche traídas de Holanda, eran las estrellas del cotarro y él acababa de vender dos buenas vacas, sacando un jugoso beneficio por ellas. Eso había que mojarlo pero, como de costumbre en los últimos años, se le había ido la mano con la celebración. Aunque, claro, no estaba tan borracho como para no poder conducir hasta su casa. Era un hombre, podía aguantar el alcohol, la carretera y lo que hiciera falta. Se vestía por los pies, «tenía cojones», no hacía falta más.

      Lo de ser ganadero le había venido por herencia: era el único hijo varón que había tenido su padre. El establo, el tractor, los campos, la casa y los animales, todo le fue dado a él porque lo natural era que fuera él quien lo heredase. Su progenitor ya se había encargado de casar a sus hermanas para dejarlas bien colocadas. Evidentemente, si se hacía una valoración objetiva de lo que había recibido Ignacio respecto de lo que heredaron ellas, lo suyo era mucho más. Pero ellas eran mujeres y las mujeres podían trabajar con las vacas y en los campos, pero ni mucho menos soñar con ser sus propietarias. Ellas están para faenar, fregar, guisar y abrir las piernas, no para mandar. Para eso fue creado el hombre, lo decía la Biblia, lo decían los curas, lo decía el Generalísimo y era más que sabido. Solamente de pensar en una mujer haciendo tratos con los otros ganaderos para vender un animal o para organizar una monta con el semental, le entraba la risa. Era de todo punto ridículo.

      Con el fajo de billetes en el bolsillo de su americana de paño, Ignacio fue a buscar su coche. Él fue uno de los primeros del pueblo en tener automóvil propio. Lo compró bien llamativo, amarillo con dos rayas grises longitudinales que le daban un aire deportivo. Era un Seat 1400 que había hecho traer de Barcelona el año anterior, en 1955, apenas las primeras unidades de ese modelo salieron de la fábrica; no encontró automóvil más adecuado a su carácter ostentoso y prepotente. Así, por allá por donde pasara todos sabrían que Ignacio Besteide había salido de feria, de copas o de putas. En toda la provincia de Lugo le conocían bien, era generoso invitando en los bares, tanto más cuanto más borracho estuviese, y no había club de alterne donde las chicas no supiesen de él. Las mujeres más expertas avisaban a las nuevas pupilas cuando le veían entrar: «ojito con Besteide. Si te vas con él trátalo bien porque tiene la mano larga». Por eso cuando asomaron su mentón prominente y sus ojos vidriosos por la puerta de El Cisne, su local favorito, la madame trató de endilgarle un par de whiskies más antes de que subiese para montar torpemente a la chica que estuviese libre: cuanto más ebrio y confuso, menos daño a la mercancía.

      Al ser domingo, a pesar de lo temprano de la hora, el local estaba lleno. Todas las lámparas rojas, con sus flecos igualmente carmesíes, esparcían luz mortecina sobre las mesas lacadas en negro y ocupadas por los clientes. Camareras semidesnudas pululaban entre las butacas con las bandejas llenas de copas de coñac de garrafón y falso bourbon con mucho hielo. Los parroquianos no se relacionaban entre ellos aunque se conocieran. De hecho la mayoría se conocían. Apenas se saludaban con un ligero gesto de la cabeza al pasar unos junto a otros en el salón. Allí se iba a lo que se iba, para hablar estaban el bar y las partidas de mus, no la casa de putas. Y lo que pasaba allí dentro no se contaba fuera, era una norma no escrita que todos aquellos «caballeros» respetaban. Muchos de los presentes aquella tarde eran también ganaderos que venían del recinto ferial con los bolsillos llenos de billetes frescos, ávidos


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