Secretos a golpes. Susana R. Miguélez

Secretos a golpes - Susana R. Miguélez


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gastados de un linóleo verdoso. Siguió a Mina hasta traspasar la puerta del fondo, la única de color oscuro y la única con cerradura: era la que daba a su vivienda particular. El «negocio» del que vivía quedaba fuera, y el ambiente en el interior cambiaba de forma radical: aquella mujer había hecho tapizar de rosa las paredes hasta media altura y había hecho pintar de blanco el resto, de modo que su apartamento parecía una gran tienda de helados de nata y fresa. Las pantallas de las lámparas, con sus flecos de pasamanería, los jarrones, el tresillo y las cortinas, rosa y blanco, blanco y rosa hasta el hartazgo. Parecía empeñada en que algo en su vida fuera del color tradicionalmente asignado a la felicidad.

      Las cuatro puertas que daban a aquel salón estaban cerradas. Correspondían al aseo, la cocina y dos dormitorios. Mina le señaló una de ellas. «Está ahí con tu madre. Ayúdala, por favor. Es una antigua amiga. Arancha intentó hacerle unas curas pero está deshecha. No podemos acudir a un médico de verdad».

      Llamó con los nudillos. «Ábreme, mamá. Soy Esteban». Aurelia, con el espanto dibujado en los ojos, le besó nada más entrar. No era la primera vez que atendía allí, de forma absolutamente confidencial, a alguna de las prostitutas del barrio, evitando así que tuviesen que acudir a un médico colegiado o a un hospital, donde darían parte a la policía; esa era la manera más rápida de terminar detenidas por ejercer la prostitución. Y, por supuesto, ni pensar en denunciar al agresor: las que lo intentaban terminaban con una sábana blanca por encima más pronto que tarde. La ley y la sociedad daban la espalda a aquellas mujeres, nadie quería ayudarlas, igual que había pasado con ellos cuando su padre vivía. Aurelia intentó huir con él una noche, cuando aún estaba entero, y a pesar de las evidentes heridas, a pesar de las cicatrices y los hematomas, la policía les obligó a volver a casa con su verdugo. «Señora, su marido es su tutor legal, y además es el padre del niño. Usted se puede ir si quiere, pero la denunciará por adulterio y por abandono de hogar y terminará en prisión. Y, por supuesto, ni sueñe con llevarse al crío. Ande, váyase a casa y pórtese bien con él. No tendrá que corregirla tanto si no le da razones para ello». No tenían adónde ir ni nadie que les amparase, de modo que volvieron. Fue la peor noche de su vida. Si por entonces la Organización ya hubiese existido las cosas habrían sido diferentes. Les habrían protegido, les habrían ayudado. Pero quedaron a merced de la cólera alcohólica de la bestia, y aquella misma madrugada le dio la brutal paliza que definió el resto de su vida.

      Fueron tantas las patadas que no le daba tiempo a respirar entre una y otra. La última le reventó un testículo, y los dos días que pasó tirado en aquel sótano sirvieron para que todo el tejido circundante se inflamara de forma monstruosa para terminar necrosándose por la falta de atención médica del trauma. Cuando aquel maldito permitió que Aurelia, maltrecha también por los golpes, bajase a buscarle, lo había encontrado inconsciente, medio muerto. En el hospital solamente pudieron extirpar el saco escrotal con todo su contenido y tratar de vencer la infección con antibióticos. Le preguntaron al padre. «Se cayó por la escalera y no dijo nada». A ella no le preguntaron, a pesar de que su piel gritaba en colores la verdad.

      Sabía que no debía, pero había cosido ya unas cuantas caras rajadas por clientes, proxenetas y lumpen en general. En aquellas prostitutas reproducía las suturas que aprendía en el hospital. El instrumental, las sedas, desinfectantes y anestesias los traía Arancha, «el ángel del Raval», que también se encontraba en la habitación. En la cama, exhaustos por el viaje, dormían una mujer y dos niños. Miró sus rostros y le entraron ganas de vomitar, de modo que salió de la habitación, presa de las arcadas, buscando el cuarto de baño. Aurelia y Arancha salieron tras él para ayudarle a recuperar la compostura antes de despertar a los tres durmientes y comenzar a tratar sus lesiones.

      Es curioso cómo los sabores nos traen a veces recuerdos a la mente. Rememoró la conversación que tuvieron los cuatro en aquel sofá rosa, cuando él hubo vaciado el contenido de su estómago y tuvo entre las manos una taza de manzanilla con anís y miel preparada por Mina, igual que la que ahora saboreaba en su cómodo salón de Altea. Arancha, con la melena castaña recogida en una cola de caballo y vestida con los modernos pantalones de campana que le gustaba usar y un poncho de lana verde tejido por ella misma, hacía verdaderos esfuerzos por contener las lágrimas. En los cuatro años que llevaba ayudando de tapadillo a las prostitutas de la zona había visto muchas cosas, pero nada parecido a aquello. Se estaba metiendo en un buen lío y lo sabía, pero no podía mirar hacia otra parte. Había estudiado enfermería porque le gustaba ayudar a la gente, y desde que había comenzado a atender a aquellas mujeres se sentía doblemente útil, pero hasta entonces todo habían sido asuntos menores. Aún no tenían medios para afrontar aquello. Aurelia, sentada junto a ella, temblaba. De rabia, de miedo, de impotencia. Se colocaba y recolocaba la corta melena teñida de negro mientras murmuraba «pobre chica, pobres niños» una y otra vez. Fue Mina, la que más entera estaba, quien rompió el hielo.

      —Nadie sabe que están aquí. Yo misma le dije una vez que me buscase si tenía problemas, no voy a dejarla tirada. Le debo un favor muy gordo y soy mujer de pagar mis deudas.

      —Mina, debe de hacer días que desaparecieron. Los estará buscando. Si da con ellos tendremos muchos problemas —advirtió la enfermera—. La ley lo dice muy claro, hasta que eso cambie no hay letrado en el mundo que pueda defenderlos.

      Esteban miró a su madre, que seguía murmurando la misma salmodia: «Pobre chica, pobres niños, pobre, pobre chica». No necesitaba preguntar, con el primer vistazo a los tres cuerpos que dormían en la habitación ya había sabido que ella era una mujer casada y maltratada y que había huido de su marido junto con los niños. Él debía estar furioso, la Guardia Civil les andaría buscando. En cuanto la encontrasen y se la devolviesen, era mujer presa. O mujer muerta.

      —¿De dónde vienen? —preguntó el médico en ciernes bajando la voz. Mina negó con la cabeza.

      —De ninguna parte. No vienen de ninguna parte ni tienen nombre —había una firme determinación en su voz, un tono que no admitía ni réplicas ni dudas. Comenzó a dar órdenes, lo que hizo que todos se desbloqueasen—. Arancha, en mi bolso hay una agenda. Busca el nombre de Jacqueline Maréchal, llámala de mi parte y dile que tenemos una mujer con dos niños que necesitan ayuda. Ella sabrá qué hacer.

      Las órdenes llegaron desde el otro lado del auricular con precisión. Aquella mujer era única organizando. «Papeles. Yo llamaré a Sonia, la chica que trabaja en Gobernación, en Madrid, para que les consiga todo, partidas de nacimiento de los niños, cédula de identidad de ella y pasaportes. Hay que inventarles un pasado para que tengan un futuro. Aurelia, necesitaremos dinero. Yo pondré lo suficiente para conseguir la documentación. Adelanta tú lo necesario para las primeras necesidades que tengan: ropa, medicinas, comida, lo que sea. Esteban, te harán falta medicamentos, material de curas. Una parte te la conseguirá Arancha, pero habrá cosas que tendrás que distraer del hospital. Si vais a la farmacia a por todo lo que precisáis comenzarán a hacer preguntas y no podemos levantar la liebre; si hace falta recurre al mercado negro, tu sais. Y ahora, en marcha. Cada uno a lo suyo».

      Una vez Mina hubo salido del apartamento para atender su negocio, Arancha y Esteban fueron a despertar a la joven. Era preferible que los niños continuasen durmiendo, de modo que Aurelia se quedó con ellos mientras médico, enfermera y paciente pasaban al dormitorio contiguo, el de la dueña de la casa. La mujer se desnudó y se tumbó en la cama. Cerró los ojos para no ver el espanto en las pupilas de quienes la estaban mirando. No sentía vergüenza. Solo dolor.

      La sintonía del programa sacó a Esteban de sus recuerdos, trasladándole desde la habitación rosa y blanca de aquella tarde de otoño hasta su blanco sofá. Sonrió al ver a Lauro disfrazado de hombre de negocios y repeinado como un comulgante. Debía sentirse tremendamente incómodo en aquel papel.

      CAPÍTULO CUATRO

       JACQUELINE

      El día que supo de la muerte de Marisol Promesas, Jacqueline lloró. Llevaba sin hacerlo mucho tiempo. Aquel lejano día en que huyó de Francia jurando que jamás volvería a derramar una sola gota de sus ojos porque ya había llorado para tres o cuatro vidas era consciente de que no podría cumplir ese compromiso de forma rigurosa, pero lo había


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