Secretos a golpes. Susana R. Miguélez

Secretos a golpes - Susana R. Miguélez


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reportaje continuaba. Una sonrisa burlona se fue dibujando en los labios de Lauro mientras escuchaba: «Una mujer huraña, obsesionada con el aspecto físico y con la privacidad, adicta a la cirugía plástica. Extremadamente quisquillosa y perfeccionista, sus trabajadoras debían estar siempre impecables, bien teñidas, maquilladas, con la manicura hecha. Las obligaba incluso a operarse la nariz, aumentarse los pechos, corregirse el mentón o eliminarse lunares significativos y marcas de nacimiento, todo para mejorar la imagen de su negocio. No admitía a ninguna peluquera que no fuera elegida por ella personalmente, se formaban durante meses a su lado en su propia casa. En ninguno de los salones se atendía a caballeros ni a niños, sino únicamente a señoras. Así, lo que comenzó como una modesta peluquería de pueblo en Calpe, en la provincia de Alicante, llegó a convertirse en la cadena Peluquerías Marisol, con veintinueve establecimientos en la península, dos en Mallorca y dos más en Caracas, Venezuela. Un auténtico emporio creado desde la nada por Marisol Promesas, dirigido por ella con mano de hierro y con una imagen de marca característica que no varió nunca, desde la fundación del primer salón en los años sesenta: la cabeza de maniquí roja con peluca negra “a lo garçon”, enormes gafas de sol “retro” y un girasol en la boca.

      »No hay imágenes, como ya hemos dicho, de Marisol Promesas. Para obtener algunas, una de nuestras reporteras fue a su salón en Calpe con una cámara oculta en el bolso, simulando ser una clienta. Solamente pudo captar su voz, y de su conversación se pueden deducir pocas cosas. A pesar de que la periodista intenta una y otra vez sonsacarle detalles de su vida, no consigue averiguar más de lo que ya se sabía: que buscando un futuro mejor para sus dos hijos pequeños había venido de Venezuela en el año 1965 después de enviudar, que había estudiado peluquería en una academia de Barcelona, que había abierto su propio negocio en Calpe y que desde ahí se había ido extendiendo. Que había tenido suerte, en España siempre la habían tratado muy bien y ya se sentía casi más española que venezolana, pero que de todos modos había abierto dos salones allá, en su Caracas natal, para no perder del todo su vínculo con aquel país. Nada nuevo, todos esos datos son los mismos que su hijo mayor, Lauro, ya había dado en las escasas entrevistas que se ha dignado conceder. Por lo demás, según relató la reportera infiltrada, era una señora amable, con un gran estilo a la hora de cortar el cabello y peinar, un rostro afable y sonriente, una piel aterciopelada, el pelo teñido de rubio miel, un esmerado e impecable maquillaje y unas llamativas uñas postizas con girasoles pintados en los pulgares. Nuestra compañera nos la describió como una mujer inteligente, divertida, incansable y muy pendiente de tener a sus clientas contentas, una mujer que irradiaba serenidad y optimismo a su alrededor, y que no parecía la empresaria reservada y maniática del control que era en realidad. Poco más se sabe de su vida fuera de su reino de laca y secadores.

      »Tratando de encontrar sus orígenes nos desplazamos a Caracas, en Venezuela, su tierra natal. No logramos contactar con su familia ni tampoco encontramos a nadie que pudiese afirmar que la hubiera conocido. Pero es que en la zona del barrio Petare, donde estaba el humilde rancho que ocupaba junto a su marido y donde nacieron sus hijos, es imposible encontrar el rastro de nadie. Allí la delincuencia, las ratas, los niños desnudos y los indocumentados son habitantes habituales. En ese dédalo de callejuelas, en esa pléyade de chabolas, en ese hacinamiento de miseria y esperanzas rotas, nadie les recuerda porque nadie debe quedar de aquellos años en que ella consiguió un pasaje para venir a España. Según el propio Lauro contó a una revista hace algún tiempo, Marisol nació en aquel cerro de la capital venezolana y Raimundo Promesas, su marido, vino del campo para trabajar en la industria petrolera. Murió en un accidente en la explotación petrolífera en la que estaba empleado, su viuda cogió el dinero que la empresa le dio para cerrarle la boca y evitar la denuncia, cargó una maleta y los niños en un taxi y se marchó del país para empezar de nuevo. Viendo la miseria que se respira allí, francamente, no es extraño. Cualquier lugar parece mejor para vivir que ese».

      La voz del regidor resonó en el plató sacando a Lauro de su concentración. Las imágenes de los ranchos en el cerro, las escaleras entre las empinadas callejuelas, la precariedad, la suciedad de la zona deprimida de Caracas que ilustraban el reportaje, le habían revuelto las tripas. No soportaba lo sucio. Veía a aquellos niños con el pelo mugriento, llenos de piojos y mocos, comiendo con las manos cubiertas de porquería, imaginaba el hedor de la falta de desagües y los desperdicios generados por el hacinamiento humano y sentía ganas de vomitar. Pero era el mejor sitio para que nadie encontrase respuesta a ciertas preguntas. Partir de allí en lugar de poner la casilla de salida en cualquier otro sitio había sido un acierto. Les había cubierto la espalda sin demasiados problemas hasta la fecha.

      «Prevenidos. Tres minutos para salir al aire». Lauro tomó aliento antes de empezar a quitarle la carpa al circo. Augusto Ríos, el presentador, recién retocado de nuevo, sonreía como una auténtica piraña a punto de atacar. De nuevo, el hombre de las piezas de ajedrez azules gesticulaba ante el público: «no se levanten, no griten, aplaudan a mi señal». La voz sin cuerpo se dejó oír: «tres, dos, uno».

      —El reportaje que acaban de ver fue realizado unos meses antes de la muerte de Marisol. Nos muestra a una mujer obsesionada por la limpieza, el control y la perfección, férrea con sus trabajadoras pero hábil en el trato con sus clientas hasta el punto de parecer amable y ocurrente. Es más, como último detalle podemos asegurar que incluso tenía organizados su funeral y su propia cremación: qué flores debía haber, la música que quería que sonara durante la incineración y hasta quién asistiría, elaborando una restringidísima lista de invitados que se respetó escrupulosamente, vetando el acceso a cualquiera que no figurase en ella. Llama poderosamente la atención que, hasta el último momento, quisiera mantenerse fuera del objetivo de las cámaras. ¿Desde cuándo sabía que se moría?

      Lauro tomó un sorbo de agua del vaso que habían dispuesto para él junto al sillón.

      —Mi madre pensaba que la vida es un bien que se puede perder en cualquier momento. Llevaba años preparada para morir. Obviamente, desde que el neurólogo le diagnosticó el aneurisma en su cerebro hace dos años, este convencimiento que ella tenía se hizo mucho más tangible, como si se materializase por fin. Sabía que era inoperable, que cuando reventase el vaso sanguíneo afectado se le apagaría la luz en pocos instantes, pero no tenía miedo. Sintió un dolor de cabeza, un pequeño mareo, se tumbó en su cama y cerró los ojos. Sin más.

      A Lauro se le empañó la mirada por un instante al recordar su sonrisa. Acostada sobre sus sábanas favoritas, con Cory abrazada a ella y él mismo acariciándole el pelo color miel. Suerte que estaban en casa, suerte que tuvo el privilegio de no morir sola y de hacerlo recibiendo caricias. Suerte que murió dulcemente, sin gritos, sin violencias. Suerte que lo hizo habiendo cumplido las promesas que aquella noche, cogidos los tres de las manos formando un círculo, pronunciaron mientras trataban de sobrevivir venciendo al miedo, al frío, a la lluvia. Venciendo al monstruo del terror, que en aquel momento les atenazaba la garganta, pero que en el instante de morir ni estaba ni se le esperaba.

      Augusto Ríos, que en otra vida debió ser una hiena, volvió a la carga sin respetar la emoción de Lauro, tratando de sacarle partido, mientras pensaba que, si conseguía hacer llorar a «ese maricón» en directo, la audiencia subiría como la espuma.

      —Cuesta imaginar a una mujer que lo calculaba y lo controlaba todo de esa manera en el papel de madre. ¿Cómo era Marisol Promesas en esa faceta? ¿Era igual de exigente y controladora contigo y con Corazón, tu hermana menor?

      A Lauro le sentó mal que aquel hombre le tutease de una manera tan familiar, como si se conociesen de antes. Y no era así, ni mucho menos. Jamás habría compartido círculos ni amistad ni nada de nada con alguien como él, con tantos dobleces y tan mala idea, capaz de rentabilizar las desgracias ajenas en beneficio propio. Las confianzas excesivas siempre le habían producido cierta prevención; desde bien pequeño sabía que la confianza es un bien caro que hay que ganarse, y quien se la toma así, sin permiso, es como mínimo una persona poco prudente. Y poco educada también. A pesar de ello decidió no interrumpir la entrevista porque tenía mucho que contar y quizá poco tiempo para revelarlo todo. Hacer justicia a toda una vida como la de ella era un asunto que costaría mucho resumir. Carraspeó un poco antes de responder.

      —¿Como madre? No


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