Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
hijos propios; en la mayoría de esas adopciones los pequeños crecerían ignorantes de su verdadero origen, queridos y bien cuidados. Algunos, incluso, si los padres tenían buena posición social y económica, llegarían a tener estudios superiores y serían personas importantes. En esos casos las parejas solían pagar bien para que sus requisitos fueran observados: varón, sano y «no de burdel». Las niñas solamente podían ser futuras esposas y madres, y los nacidos de las prostitutas podían venir con alguna tara oculta por culpa de las enfermedades propias del oficio: gonorreas, sífilis y otras infecciones de transmisión sexual podían mermar la inteligencia de los niños, de modo que eran etiquetados y rechazados por muchos adoptantes. Los críos que ya nacían tullidos o deformes eran derivados a los orfanatos locales en cuanto alcanzaban la edad escolar. Y las niñas, las que tenían suerte, eran adoptadas como hijas por familias con varios varones o por parejas que querían asegurarse alguien que les cuidase en la vejez. Las más desafortunadas eran recogidas para hacer de sirvientas de familias ricas. Pero, en cualquiera de todos estos supuestos, las monjas temían encariñarse con aquellas criaturas para perderlas después. Inés, sin embargo, no tuvo ninguno de esos destinos.
Esa facultad que tenía la diminuta bebé de arrullarse a sí misma, de calmarse sola, era contagiosa. Lo descubrió la hermana Amalia de manera accidental gracias a otro timbrazo de madrugada. El niño venía en una vieja caja de madera que había contenido carretes de hilo, envuelto en una toquilla raída y sucia. Después de lavarlo y alimentarlo buscó una cuna para acomodarlo, pero no encontró ninguna libre. El niño no dejaba de llorar y ella no estaba dispuesta a tenerlo en brazos toda la noche, de modo que lo acostó en la cunita de Inés, que de tan menudita que era aún no ocupaba ni la mitad del espacio. La niña oyó a su compañero y abrió los ojos para mirarlo; el otro, desorientado y aún con el trauma del abandono atravesado en su garganta, lloraba con un desconsuelo conmovedor, pero la monja, impaciente y deseosa de acostarse a descansar, ya tenía callo en los oídos para ese tipo de llantos. No albergaba ninguna intención de malcriarlo acunándolo. Inés tampoco quería ser molestada, de modo que pasó su bracito por encima del pecho de su accidental mellizo, le acercó su cara y comenzó a arrullarle con aquel sonido que solo ella sabía emitir. El niño, poco a poco, fue disminuyendo la intensidad de sus bramidos y su hipo hasta quedar los dos dormidos, tranquilos y abrazados.
La hermana Amalia, cuyos ojos pequeños de comadreja no habían visto cosa igual en todos sus años de servicio como enfermera y matrona, comentó la anécdota con la hermana Carmen y las dos observaron a la niña detenidamente durante varios días. La misma Ángela se lo confirmó como un hecho cierto que ella misma había experimentado cuando la llevaba a cuestas, unas semanas que siempre recordó como las más felices, placenteras y tranquilas de su vida, pero para asegurarse lo comprobaron varias veces, con otros bebés y con ellas mismas: cualquiera que estuviese en contacto con Inés recibía a través de su piel un bálsamo invisible que aplacaba llantos, anulaba nervios, suavizaba dolores, volatilizaba histerias, pánicos y ansiedades. Incluso la hermana Servanda, que vivía retirada allí al cuidado de sus compañeras religiosas y que por sus muchos años y su tremenda sordera no podía ver ni oír a la criatura, percibía sin embargo aquella invisible onda de paz que Inés emitía en cuanto se la ponían en el regazo y, por fuerte que fuera la crisis nerviosa que su demencia senil le estuviese provocando en ese momento, se veía aplacada en pocos minutos sin necesidad de recurrir a los fármacos habituales. Esa benéfica influencia hacía que uno tuviese la certeza de que todo iba a ir bien. Por eso, cuando alguna otra criatura lloraba con insistencia o lo hacía durante la noche, hora en que solamente había ganas de dormir para reponer las fuerzas gastadas en la jornada de trabajo, la metían en la cuna de Inés y ya ella, con su balbuceo arrullador y su bracito diminuto, se encargaba de irradiar consuelo. En aquella camita de barrotes, desde que las religiosas advirtieron su don, ya casi nunca estaba sola. Y por eso «el pequeño albaricoque» llegó a ser un ser tan útil y tan valioso en aquella casa desde tan temprano. Tanto que no se la quisieron dar a nadie.
CAPÍTULO TRES
SI NO LA HUBIERA CONOCIDO
Esteban miró por el amplio ventanal que daba al mar. Su casa era como su fortín, aunque estuviese hecha, en gran medida, de cristales. ¿Cómo si no se podía aprovechar aquella luz? ¿Cómo si no se podía admirar los azules de aquel trozo de Mediterráneo tan bello y tan inspirador? Para un artista de su talla la luz era imprescindible, por eso se había hecho construir aquella casa de aquella manera.
Recogió la copa, ya vacía de vino, los cubiertos y el plato de porcelana pintada a mano que había usado en su cena. Le gustaba tomar la última comida del día en la terraza que dominaba el mar, a sabiendas de que, desde algunos chalets y apartamentos de las urbanizaciones de enfrente, le observaban. A veces lo hacían incluso con prismáticos, sin asomo alguno de prudencia, con la curiosidad insana de averiguar quién vivía en aquella gran pecera enclavada en una roca, entre pinos retorcidos y escandalosas cigarras veraniegas. El arquitecto ya se lo advirtió cuando le explicó dónde y de qué manera quería construir su casa. «No se puede vivir en un chalet singular, hecho de cristal casi todo, en una de las colinas costeras de la turística Altea. Te mirarán mientras ves la tele, te mirarán mientras comes, mientras lees, a no ser que lo llenes todo de estores, persianas y cortinas. Y ya me dirás para qué quieres tanto ventanal si luego vas a cubrirlos…». Pero Esteban Urreta, el gran cirujano plástico, el Velázquez del bisturí y el bótox, el gurú de los retoques de las «famosas que juran no haber pasado jamás por quirófano», tenía muy claras las ideas respecto a eso. Quería luz, quería mar, quería transparencia, y solamente mientras se vestía y mientras dormía opacaba los cristales de su casa.
Pasó de la terraza a la gran cocina sin hacer ruido. Los mocasines de gamuza que siempre usaba eran silenciosos y envolventes, como una segunda piel, y le gustaba la sensación de llevarlos en los pies sin calcetines. Depositó su servicio en el fregadero de acero inoxidable y lo lavó de inmediato, dejándolo cuidadosamente colocado en el escurridor. Después pasó la bayeta por la encimera de granito rosado, revisó que todo estuviese en orden y apagó la luz para dirigirse al cuarto de baño. Allí se cepilló despacio la cuidada dentadura, refrescó su rostro de septuagenario bien conservado, peinó sus ya escasos cabellos color arena y se miró a los ojos. Era un ejercicio que ella le había enseñado cuando su cuerpo aún era un campo de batalla; antes de que se tendiera en la mesa de operaciones para que él le tocase todo lo físico, Marisol ya había paseado por los rincones más profundos de la mente torturada del cirujano. «Tus ojos son los más hermosos que existen. No dejes de mirarlos a menudo. Míralos bien, porque ellos serán los que te abran al mundo y te lo enseñen. Fíate solo de lo que ellos te digan y niégaselos a quien no los merezca. Míralos y verás en ellos la mirada de una persona valiente, de un hombre con mucho que aportar. Te dijeron que no eras nadie, que no valías nada. Que no merecías el aire que respirabas ni el agua que bebías. Te convencieron de que eras estúpido, un estorbo, un ser sin más utilidad que servir de desahogo a los puños, como los sacos de arena que usan en los gimnasios. Mira tus ojos, comprueba que en ellos no hay nada de todo eso. Te llamaron basura, desecho, te encerraron en un sótano oscuro y húmedo desde el que solamente podías oír el llanto de tu madre y los latigazos del cinturón de tu padre en su espalda cuando la tuya ya estaba tan llena de surcos y marcas que no parecía siquiera una espalda. Te hicieron creer que todo era culpa tuya, que labrabas tu desgracia cada vez que abrías la boca, que te merecías los golpes, los insultos, las humillaciones, las quemaduras. Pero sobreviviste. Mírate a los ojos y comprueba que son los de alguien que ha vencido a la vida y que va a disfrutar de ella a fondo porque merece todo lo mejor. Mírate a los ojos y vuelve a convencerte, como cada día, de que existes porque sin ti muchas vidas no podrán seguir adelante. La bestia infernal que casi acaba contigo ya no está, y son tus ojos y no otros los que se abrirán cada día para derrotar a otras bestias infernales igual de crueles, incluso peores. Mírate a los ojos y piensa en todo lo que has hecho y en todo lo que harás». La echaba de menos. ¡Dios, de qué manera!
El suelo de brillante cerámica gris perla estaba impoluto. Todo en la casa daba esa misma sensación de espejo limpio: los muebles minimalistas, los sofás tapizados en blanco roto, las lámparas de acero y metacrilato, lisas y sin adornos… En el dormitorio se repetía el esquema de líneas sencillas, colores claros y ausencias: no más cojines