Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
hubiese puesto una de sus camisas informales estaría más cómodo y se vería auténtico, pero cuando se trataba de negocios había que olvidarse de uno mismo y caracterizarse para posar en el escaparate. Aunque esta vez ya podía decirlo todo. Ya no necesitaba callarse. Si Marisol estuviera, contaría lo de siempre, se ceñiría al guion. Pero ya no estaba. Ahora solo quedaban las cicatrices en carne propia y las cenizas de ella. Y las otras vidas. Y los recuerdos. Los recuerdos.
El encargado de plató terminó de aleccionar al público: «aplaudan con entusiasmo, no interrumpan al entrevistado, no traten de salir en el plano haciendo aspavientos para llamar la atención, sean naturales, escondan los botellines de agua detrás de ustedes, se les indicarán las pausas para ir al lavabo…». Aquel hombrecillo delgado y amarillento parecía un muñeco de esos que llevan oculto un disco en las tripas, uno de esos que cada vez que se les aprieta la nariz dicen la misma frase. Las viejas muñecas de Cory lloriqueaban «Mamá», o «Hazme mimitos». El saltimbanqui que manejaba al público debía recitar el mismo salmo continuamente: «aplaudan con entusiasmo, no interrumpan…» Un rosario de recomendaciones que seguramente repetía a diario varias veces y en el mismo orden, una letanía que salía de su fingida sonrisa como si fuera un disco rayado, ofendiendo al oído igual que su camisa de ridículas piezas de ajedrez azul eléctrico ofendía a la vista y al buen gusto. Miró el pelo escaso de aquel hombre, mal teñido con un tinte oxidante que en él tenía el efecto de hacer refulgir sus canas en lugar de camuflarlas. «Cuánto bien te habría hecho Marisol si la hubieras conocido», pensó Lauro.
Se dejó conducir al sillón en el que había de sentarse. El presentador, un periodista del corazón sobradamente conocido, tenía todas las preguntas en la mano y algunas en la manga. Quería saber más de lo que hasta ahora se había sabido acerca de Marisol Promesas, destripar el mito y, a ser posible, encontrar algunas miserias desconocidas de tan misterioso personaje. Lauro estaba preparado para eso y para mucho más. Nada de lo que aquel patán con aires de periodista serio pudiese preguntar le iba a sorprender. La exclusiva, esta vez, no estaba en la chistera del entrevistador. «Se te van a caer los calzoncillos al suelo, majete», pensó Lauro mientras le colocaban el micrófono en la solapa y la petaca en el cinturón, oculta por el faldón de la chaqueta.
El corazón le latía a galope tendido; le ponían nervioso las cámaras. Solamente hacía cuatro meses desde que la contagiosa serenidad de Marisol se había apagado, ciento veinte días desde que no podía refugiarse en su pecho para beneficiarse de ese don que ella tenía y que había salvado la vida de tantas personas. Todas esas vidas fueron su lucha y su preocupación hasta el último momento, comenzando por él mismo y terminando por la última de sus aprendizas. Pero para entonces el mito de la empresaria Marisol Promesas había tomado unas dimensiones monstruosas que ella no deseaba y que solamente sirvieron para complicar las cosas. La televisión fue la que puso en peligro a Marisol y a la misión que la vida le había encomendado. En un acto de justicia poética la televisión iba a ser, sin quererlo, el medio que iba a restablecer el orden de las cosas. Los periodistas del circo, la carne y la mentira, los buitres del papel couché pusieron sus ojos y sus garras sobre ella y casi lo echan todo a perder. Casi. Quizá si Esteban Urreta no atendiese a tantas famosas de verdad y famosillas de medio pelo nadie se habría fijado en las peluquerías Marisol y no habría sido necesario tanto teatro, pero muchas veces las cosas ocurren sin que tengamos poder para detenerlas. La clínica de Esteban estaba permanentemente vigilada por una legión de becarios de las revistas, chavales recién salidos de la facultad con una ambición desmedida y sin escrúpulos a la hora de acechar día y noche para tratar de cazar alguna jugosa noticia que les llevase directos a un puesto en las redacciones de la prensa rosa. Ese fue el hilo del que comenzaron a tirar. ¿Por qué un prestigioso cirujano plástico visitaba tan a menudo una peluquería de tercera, modesta y discreta, en lugar de los salones lujosos de belleza a los que acudían sus clientas? ¿Quién era y qué relación unía a la tal Marisol con Esteban Urreta? El desmedido gusto de la gente por el morbo, de un día para otro, la puso en el punto de mira e hizo peligrar todo lo que con tanto esfuerzo habían conseguido. Ella solo buscaba seguir pasando desapercibida, continuar protegiendo sus pequeñas peluquerías para amas de casa de clase media-baja sin levantar polvareda alguna, pero cuando ya quedó claro que las alimañas de la víscera y el escándalo no iban a soltar tan fácilmente su presa, fue necesario darles un buen cebo que morder para que la verdad no saliera a la luz. Por ellos hubo que mentir más, por su culpa hubo que crear un monstruo imaginario que ocultase la realidad. Artificio, ilusión, una figura terrible que daba miedo pero que era pura fachada, sombra chinesca, teatro. Comedia para ocultar la tragedia de verdad, la que nadie podía saber.
El entrevistador fue retocado por una maquilladora gordita de inacabable melena. Era un hombre muy popular en los círculos televisivos, conocido por su afán morboso de hurgar hasta en la basura de los personajes populares con tal de extraer algún chismorreo. Augusto Ríos, guapo y despreciable, alto de talla pero bajo de moral, con la nariz operada, los pómulos operados, los labios inyectados, el bótox puesto, tostado de rayos UVA, artificial hasta la médula, conducía aquel engendro televisivo en el que los escándalos se sucedían semana a semana. El público le adoraba, de modo que su programa solía reventar los índices de audiencia. Ya anduvo otras veces detrás de Lauro, de Cory y de la propia Marisol, pero hablar entonces habría sido fatal. Ahora ya no. Ya las sesenta y cuatro habían tomado sus propios caminos y la amada madre había muerto sin sufrir, en la cama, casi sin darse cuenta.
Augusto ordenó sus fichas con parsimonia, desplegó su sonrisa de clínica dental ante la cámara y, a una señal del saltimbanqui de la camisa-ajedrez azul horrible, el público comenzó a aplaudir.
—Buenas noches a todos y bienvenidos una semana más a su programa favorito de cada sábado. «Mitos de hoy» les trae, por primera vez y en exclusiva, a Lauro Promesas, hijo de la empresaria Marisol Promesas, recientemente fallecida, como todos ustedes saben. Les puedo decir que he estado cinco años tratando de que Marisol Promesas me concediese una entrevista, pero jamás consintió hablar con la prensa. Se le otorgaron premios por su iniciativa empresarial, por su éxito, pero nunca fue a recoger ninguno; en su nombre iba siempre su hijo Lauro, aquí presente, al que aprovecho para saludar en este momento. Buenas noches, Lauro.
—Buenas noches, Augusto. Un placer estar aquí —Lauro sonrió imitando la mueca artificial del presentador. A ella siempre le pareció un mamarracho con traje caro, y visto de cerca realmente lo era.
—Han pasado cuatro meses desde que Marisol Promesas falleció en su casa de Calpe víctima de un derrame cerebral. Cuatro meses desde que fue incinerada. No podemos ofrecerles ninguna imagen de su funeral, celebrado en la más estricta intimidad. Ni siquiera hay imágenes de ella cuando estaba viva, solamente algunas instantáneas de mala calidad hechas con teleobjetivo en las escasas ocasiones en que salía sola a la calle. ¿Por qué este secretismo? ¿Qué escondía Marisol? Hoy lo vamos a saber, pero antes de comenzar con la entrevista me gustaría mostrarles a todos ustedes un vídeo que hemos elaborado sobre la trayectoria de esta mujer, la fundadora de la cadena Peluquerías Marisol.
Una voz de origen desconocido indicó: «¡Dentro vídeo! Estamos fuera de cámara». Todo el mundo se relajó y un murmullo se fue extendiendo por el público, que charlaba y comentaba aprovechando el descanso. Lauro, sin embargo, no despegó los ojos del monitor. Observó, divertido, cómo aquel reportaje desgranaba y alimentaba, una a una, cuantas patrañas habían tejido en torno a la figura de su madre. Todo eran invenciones, la mayoría tramadas por ella misma junto con sus hijos, ayudados en ocasiones por el Doctor Urreta, el gran amigo, el aliado, el cómplice cirujano de cabecera de Marisol. Él, que trataba con frecuencia a famosas «podridas de dinero y con escasa actividad neuronal», como solía decir, era un maestro en el arte de la discreción y el disimulo. Podía reparar casi cualquier cosa en el exterior del cuerpo, embellecía cuanto tocaba. Sus manos empezaron siendo un milagro para Marisol y terminaron siéndolo para las otras sesenta y cuatro y para los niños, pero sobre todo fue lo más parecido a un enamorado que jamás tuvo. Un enamorado sin pasión ni sexo, pero sí con un inmenso cariño, una gran ternura, una confianza mutua absoluta. «Marisol, por Dios, es que me traes cada cosa… ¿Cómo arreglo yo esto? ¡Jamás vi nada parecido!» Y ella, resuelta, frenética por la tensión y la adrenalina tras una noche terrible o un viaje infernal y agotador, siempre