Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
esa.
Un murmullo se extendió entre el público. El saltimbanqui ajedrezado en azul esquivaba las cámaras para pulular por el plató haciendo callar a los asistentes. Augusto se sintió descolocado: aquello no estaba en el guion. Levantó una ceja mirando sus tarjetas. ¿No era su hijo?
—¿Marisol no era tu madre? Entonces… ¿te adoptó? Explícanos eso, por favor.
—Mi madre biológica murió a los pocos meses de tenerme. Ella llegó a mi vida cuando yo contaba solamente tres años, y hasta que cumplí los cinco no supe siquiera su nombre verdadero. Sí, no pongas esa cara —Augusto Ríos no había podido disimular su estupefacción, y la cámara se lo comía en un primer plano escrutador e indiscreto—. Durante esos dos años, cada vez que la necesité la llamé Puta.
CAPÍTULO DOS
INÉS, INÉS, INESITA, INÉS
El timbre de la casa cuna rugió de madrugada. La hermana Javiera, veterana ya en la atención de la portería, sabía de sobra que el sonido de la campanilla a tan intempestiva hora solamente podía anunciar dos cosas: dolores de parto o una criatura muerta de frío abandonada en el suelo. Se levantó, malhumorada, buscando sus gafas de miope sin las que le era imposible desenvolverse; una vez las tuvo ajustadas sobre la ancha nariz picada de viruelas tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz y cubrió su viejo camisón de franela con una gruesa toquilla de lana para ir a abrir. Ni siquiera se molestó en quitarse la redecilla con que protegía durante la noche los caracoles rebeldes de su cabello casi blanco. Los huesos añosos ya no estaban para tanto trote. No, al menos, en los duros inviernos palentinos. Otra cosa sería si la hubiesen destinado a su tierra, San Sebastián, donde la cercanía del mar siempre suavizaba un poco las temperaturas. Pero habían tenido que enviarla a trabajar allí, donde el viento helado de la meseta ponía dolores en todos los rincones de su anatomía y pitidos, resuellos y fatigas entre sus gastadas costillas.
Se calzó y caminó hasta la puerta desde su celda, la única aneja a la portería. Era una habitación muy similar a las del resto de las hermanas: un espacio cuadrado con las paredes desnudas y pintadas de blanco, con una sencilla cama de madera, una mesilla, un flexo de aluminio para las últimas lecturas antes de dormir y las primeras del alba, un armario pequeño, una cruz de madera colgando de una alcayata sobre la cabecera del lecho y una solitaria y desnuda bombilla en el techo para ahuyentar un poco la oscuridad de la noche. Una monja no debía, en teoría, necesitar mucho más. El pasillo, oscuro, desangelado y lúgubre, estaba helado en comparación con la blanda tibieza del lecho que acababa de abandonar. La escasa distancia hasta la entrada constituía casi una travesía por terreno polar. Todo estaba en silencio, no se oía más ruido que el silbido del viento colándose por las rendijas; el ala de la casa donde tenían lugar los partos, el nido y las habitaciones de los críos estaban separadas del área en que residían las hermanas, y varias puertas cerradas aislaban ambas zonas. Además, a aquellas horas casi todos los habitantes de la casa cuna, excepto la religiosa de turno de la enfermería, estaban durmiendo.
Refunfuñando algo sobre los renglones torcidos y derechos del Señor, la hermana Javiera supuso que traían un recién nacido: el timbre solamente había sonado una vez. Una parturienta llama con desesperación, sin prudencia alguna, dejando el dedo pegado al pulsador, hasta que alguien la socorre y la recoge en un momento tan vulnerable. Sin embargo, quien deja un niño inconveniente suele dar un timbrazo y salir corriendo para no ser visto cometiendo un acto tan vergonzoso.
Con la torpeza inevitable de su larga edad, la religiosa descorrió los cerrojos de la gruesa puerta de madera oscura. Un cierzo mortal le acuchilló la cara al abrir; calculó que habría, al menos, cuatro o cinco grados bajo cero en la calle desierta. En el suelo, sobre el felpudo, lo esperado: un fardo con algún crío ilegítimo, un hijo del pecado llorón y latoso al que criar y al que buscar una familia. La hermana Javiera deseó, una vez más, haberse hecho clarisa, como dos de sus ocho hermanas. Así habría podido vivir en clausura, haciendo pasteles y yemas de ángel, y no quitando mocos y cambiando pañales, y mucho menos atendiendo parturientas solteras, prostitutas, amantes ilícitas y demás. No era lo suyo, desde luego, pero era lo que Dios le había encomendado como trabajo y no le quedaba más remedio que aceptarlo.
Se agachó, venciendo la resistencia del lumbago y la obesidad, y recogió del suelo el bulto inmóvil. Quizá la criatura estuviese ya muerta, el frío no conocía la clemencia y no sería la primera vez que, en lugar de una pequeña vida, encontrase en el umbral un diminuto carámbano helado. Sin querer mirar el contenido de aquel fardo caminó hasta la enfermería, donde la hermana Carmen estaba de guardia.
—A la paz de Dios, Carmen —saludó, desganada, la vasca.
—Que con nosotras sea, hermana —le contestó la otra con su dulce acento gallego—. ¿Qué me traes? Espero que no sea otro parto, con el de esta tarde ya tuve suficiente, la neniña quedó desgarrada de abajo arriba, costóme horrores coserla —se lamentó.
Carmen, con su bata y su cofia blancas de matrona, era una de las monjas más expertas en aquellas lides pese a su juventud. Había perdido la cuenta de las mujeres a las que había atendido y de los niños a los que había ayudado a nacer; sin embargo, tantas vidas que pasaron por sus manos no fueron capaces de agotar su sentido de la piedad, que era enorme. Compadecía a cada madre sola, a cada chiquilla aterrorizada que se tendía en la camilla empujando a una nueva vida a la que no vería crecer, a cada bebé que se le moría, a cada criatura que se entregaba en adopción. Sentía compasión y ternura por todos ellos. Era la única de las monjas en aquella casa cuna a la que los niños podían ver como a una madre. Su trabajo consistía en asistir a las parturientas, atender a los recién nacidos allí y a los que les traían de fuera y no hacer preguntas. Los años habían enseñado a aquella lucense pequeñita y morena que, en asuntos como los que ellas atendían, cuanto más se sabe, peor. No le interesaba, por tanto, si la muchacha que gritaba en el potro era soltera o casada, si quien la tumbó en el colchón nueve meses atrás era su novio, su primo o un cliente. Para ella no era más que una mujer que se había equivocado y que en el pecado iba a llevar la penitencia: dar a luz un bebé que quedaría en la inclusa hasta que alguien lo quisiera adoptar y del que nunca más sabría nada. No imaginaba sufrimiento mayor para nadie que toda una vida de dudas.
—Es una criatura, pero no he mirado. Me da miedo. Hace un frío del demonio, no entiendo cómo se atreven a dejar los niños así, en plena noche. Tanta prisa en deshacerse de ellos, pues. Lástima que la gente no rezara más y fornicara menos.
La hermana Carmen, con gesto experto, le cogió el bulto de las manos para valorar el estado de la criatura, sin perder por ello la ocasión de reconvenir a la hermana portera, con la que no se llevaba demasiado bien.
—Déjeme con el rapaz y vuélvase a la cama, Javiera. Y rece usted por ellos, que para eso se hizo religiosa. Non es nuestro traballo juzgar, sino ayudar. Esta pobriña criatura non tene culpa de lo que sus padres hicieran o dejaran de facer. Ande, yo me ocupo.
Una vez la hermana Javiera hubo desaparecido por el oscuro pasillo con su paso torpe y vacilante y su murmullo de eterna protesta, Carmen comenzó a desatar la manta que protegía al pequeño. La carita amoratada hizo a la monja temer lo peor; encendió la estufa, despojó al bebé de los trapos en que estaba envuelto y comenzó a masajear su pecho mientras le hablaba con dulzura. Tenía el cordón todavía colgando, atado con un cordel basto. No debía hacer ni dos horas que la parieron. Era una hembra.
«¡Asístame Nuestra Señora de los Ojos Grandes! Vamos, rapaciña, venga, reacciona —la animaba mientras frotaba con sus manos, menudas y hábiles, los miembros de la niña—. Venga, pequeña, venga, que yo te cuido, pero tenes que xorar, meniña». La criatura permanecía yerta, aterida, apenas respiraba. Continuó dándole calor mientras voceaba para despertar a su ayudante, una novicia de inteligencia algo limitada a la que, veinte años antes, ella misma ayudó a nacer en el paritorio contiguo.
—Ángela, despierta y prepara un biberón para recién nacido. Tenemos una inquilina nueva, pero no sé si saldrá adelante. Muertiña de frío nos la han dejado a la puerta, con la helada