Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
a pagar, zorra de mierda…». Ella casi no le oía ya. Su salmodia era como un eco lejano que apenas le llegaba al cerebro. Se asfixiaba por efecto de las patadas, que le habían fracturado varias costillas. Los huesos clavados en el pulmón le llenaron las pleuras de líquido y sangre, tenía la nariz también rota y ensangrentada, no había forma humana ya de respirar. El dolor era monstruoso, pero intuyó que terminaría pronto. Él, mientras tanto, ciego, sordo, fuera de sí, continuaba pateándola con saña. El oxígeno ya no llegaba al cerebro, el corazón bombeaba a toda velocidad sangre envenenada por todo su cuerpo. Las neuronas morían por millares cada segundo. Pensó en su niño con los últimos hilos de lucidez que le quedaban. Intentó pronunciar el nombre de su hijo, de su amado trocito de vida, pero de su boca solamente salió un vómito de sangre seguido de un agónico gorgoteo.
Ignacio Besteide tardó un rato largo en darse cuenta de que ya no estaba golpeando a su esposa, sino a un cadáver. Solo cuando tuvo la certeza de que la había matado fue cediendo en la intensidad de sus patadas hasta detenerse. Después se sentó en el suelo junto al cuerpo, hiriéndose con un trozo del plato de su cena. Desorientado, enterró la cara entre las manos y se echó a llorar. «¿Ves lo que me has obligado a hacer, puta? ¡Todo esto es por tu culpa! ¡Por tu culpa!». Pasados los primeros minutos de desconcierto, el hombre se fue a dormir la borrachera al sofá, dejando el cuerpo de Laura tirado en la cocina en la misma postura en que había quedado después del último golpe, haciendo caso omiso del niño, que no dejaba de llorar agarrado a los barrotes de la cuna. Por la mañana, cuando se hubo despejado, se duchó, se afeitó y se vistió. Pensó en darle algo al crío, pero no sabía qué, de modo que cerró la puerta de la habitación y lo ignoró. Ya se haría cargo de él alguien más tarde. Él tenía que ir a ordeñar las vacas, como todos los días.
No le llevó más de dos horas la tarea, pero tuvo tiempo suficiente para decidir lo que haría a continuación. Sacó el cadáver de Laura hasta colocarlo en la puerta del cobertizo; era necesario quitarla de enmedio para poder arreglar aquel «inconveniente». Limpió concienzudamente la cocina, incluida la mancha de sangre de la pared. Tiró los trozos de loza y los cristales rotos al estercolero del patio de atrás, puso la mesa en su sitio y buscó las llaves del tractor. Cuidadosamente, sacó el monstruo agrícola marcha atrás hasta pasar por encima del cuerpo con las enormes ruedas, detuvo el motor y se bajó del vehículo. Por último dio varias vueltas al patio corriendo para provocarse una agitación respiratoria que resultase convincente, entró en la casa, descolgó el teléfono y llamó a la Guardia Civil pidiendo auxilio. «Ayúdenme, he atropellado accidentalmente a mi esposa».
CAPÍTULO SIETE
FANTASMAS
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