Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
Maldijo con las peores palabras que se le ocurrieron a los inconscientes cuyos delirios de grandeza habían provocado tan monstruosa represalia, maldijo a las guerras, a los guerrilleros, a los comerciantes de armas y a cuantos se le ocurrió que pudieran tener algo que ver con semejante monstruosidad. Maldijo y maldijo sin descanso y durante horas, como una demente sin freno. Sintió tanta rabia, tanta ira que le subía en oleadas atenazándole la garganta, que quiso gritar y el grito no salió, quedándosele atragantado durante semanas. Seis días tardaron en identificar sus restos, y fueron necesarios una infinidad de trámites para que le permitiesen a ella incinerar el cuerpo y llevarse la urna a casa, pero cuando por fin cerró la puerta tras su espalda enjuta, Jacque había gritado su dolor como nunca antes lo había hecho por nadie, ni por Bertrand ni por sus dedos ni por ella misma. Sonia no tenía familia de sangre, solo las tuvo a ellas, las componentes activas de la Organización, y las quiso tanto o más que si hubiesen sido sus hermanas. La misma Marisol, Arancha, Mina y las demás habían sido, de algún modo, hermanas. Hermanas en la lucha, unidas por un vínculo más fuerte que la propia genética. Todas perdieron aquel once de marzo un pedazo de sí mismas, por eso renovaba sin falta su pequeño altar de flores frescas cada semana. Era como mantener a Sonia viva en la memoria y lo necesitaba. Aurelia, que había muerto ya muchos años atrás, tenía a su hijo para que visitase su tumba. Mina también tenía al suyo, aunque él no lo supiera aún. Marisol tenía a Lauro y a Cory, pero Sonia solo las tenía a ellas. «Nadie que haya sido tan bueno merece que le olviden después de muerto. Y tú menos que nadie, Chispita», murmuró mientras terminaba de anotar el recordatorio de sus rosas en la lista. Continuó escribiendo: «sacar la basura», «cerrar la llave de paso del agua y el gas», «echar el candado al garaje», «comprobar las ventanas», «avisar al lechero». Eso era todo. Al día siguiente, antes de salir, repasaría metódicamente cada concepto para asegurarse de que todo estaba en orden. La vejez la obligaba a elaborar aquellas listas para no dejarse nada por hacer; ya no se fiaba de sí misma, en alguna ocasión había olvidado la sartén al fuego y se había ido a comprar el pan, poniendo en peligro su casa. Le preocupaban aquellos olvidos, no quería tener que ir a parar a una residencia con el cerebro lleno de túneles y los ojos vacíos de imágenes vividas. Prefería, si conseguía detectar a tiempo una demencia senil o la aparición del temido Alzheimer, tomarse el veneno para caracoles que usaba en el huerto y morir en casa con dignidad y rapidez, si es que el suicidio es digno, aunque sea rápido. Era una mujer de fuerte carácter e ideas claras. Desde lo de Bertrand, desde que tuvo que recuperar las riendas de su vida por la fuerza, no había dejado que nadie decidiese por ella en ninguna circunstancia. Y esta no iba a ser una excepción.
Compuso su frugal cena en pocos minutos; un puré de verduras que tenía ya preparado desde la mañana, algo de queso, una pera de agua y tres nueces. Aquellos tres frutos secos sabrosos y arrugados que comía cada noche también formaban parte de uno de sus rituales. No los tomaba porque fueran sus favoritos ni para fortalecer el corazón o la memoria o los huesos: los tomaba porque Bertrand los odiaba. No podía soportar el ruido que se hacía al quebrar la cáscara. Ella las empleaba para desafiarle cuando el amor entre ambos aún era un tira y afloja en el que Jacque podía replicar a su amante. Eso fue justo antes de la época en que quedó reducida a nada, a una cosa sin ilusión a merced de sus manos, sus cambios de ánimo, su opinión y su larguísima lista de prohibiciones. Al final ya ni siquiera se atrevía a comprar nueces temiendo su estallido de cólera. Al final todo la hacía temblar como un cachorro asustado que no sabía de qué lado le iba a venir el primer golpe. Al final, justo antes de matarlo, Jacqueline Duvalier ni siquiera se reconocía a sí misma, no tenía voluntad, no tenía carácter, no tenía futuro. Solamente tenía culpa. Y cicatrices. Esas tres nueces reafirmaban su identidad cada noche y no renunciaría a ellas. Nunca.
Dejó todo limpio y ordenado en la cocina antes de subir al dormitorio. De ese modo, al día siguiente solamente tendría que fregar el tazón del desayuno, repasar la lista y llamar a un taxi. Cerró las alegres cortinas de la ventana que, situada sobre el fregadero de mármol, miraba al jardín. Le gustaba tenerlas abiertas cuando estaba en casa porque amaba la luz, pero prefería echarlas mientras estaba fuera para evitar que el sol se comiese el color de los cojines marrones que había colocado en las sillas. Echaría de menos a los petirrojos que venían cada mañana a saludarla atraídos por las miguitas que sembraba para ellos en el alféizar. Echaría de menos también su tazón de loza y su almohada en la cama. Y encontrar la botella de leche fresca que le dejaba el repartidor cada dos días. Y también los colores anaranjados de su salón, el sofá y la lectura acompañada de un buen disco de música clásica. «Merde de vejez, cada vez me cuesta más hacerme a la idea de salir de casa», murmuró. Después, con paso lento, subió la escalera de madera sujetándose al pasamanos, y pensó que pronto tendría que trasladar el dormitorio a una de las habitaciones de abajo para evitar que, en la guerra entre años y peldaños, ganasen los segundos y le procurasen alguna dolorosa fractura.
1 Puta huesuda
CAPÍTULO CINCO
CUANDO LA CUNA LO ES TODO
La vida en la casa cuna distó mucho de ser la infancia feliz y despreocupada de cualquier otro niño de su edad. Inés veía pasar el tiempo detrás de aquellos muros, pero en su día a día no había horas que no estuviesen ocupadas. La severa hermana Mercedes, con su pelo blanco recogido bajo la toca negra y sus antiparras sobre la nariz, tomó el mando en cuanto a sus ocupaciones, y pocos eran los ratos que dejaba para que la chiquilla jugase con los más pequeños o para que, simplemente, se aburriera. «El ocio es la madre de todos los vicios», decía. Y, por supuesto, su empeño era alejar a su pupila del pecado de la holgazanería.
Hasta que cumplió los cinco años su función se limitaba a calmar los llantos de los bebés acunándolos de día o compartiendo su camita con ellos de noche, ayudar a la hermana Clara en la cocina y a Ángela en el orden y limpieza del nido, el dispensario y los dormitorios. Así, «Albaricoque» supo hacer una cama correctamente antes de ser siquiera capaz de anudarse los cordones de las zapatillas. Incluso le compraron una escoba y una fregona de juguete, con su cubo y todo, para que fuera aprendiendo con elementos de su tamaño. A partir del sexto cumpleaños comenzó también a asistir a parte de los oficios religiosos del día por expreso mandato de Mercedes, la Superiora de la comunidad y tutora legal de la niña. Se aburría soberanamente durante aquellos tediosos ratos de «recogimiento espiritual y oración», pero si se la veía bostezar, jugar o no mantener los debidos respeto y compostura era severamente reprendida, de modo que aprendió a abstraerse de lo que la rodeaba mientras estaba en la oscura capilla, sentada en uno de los duros bancos de madera barnizada. Aprovechaba el ambiente cargado de incienso, los bondadosos rostros de las imágenes policromadas y los colores de la única vidriera del templo para, concentrándose en ellos, huir de su realidad y soñar con la vida fuera de la casa cuna.
No fue hasta los nueve años, la edad en que hizo su Primera Comunión en el mismo lugar reducido y familiar de los rezos y las misas diarios, cuando comenzaron a valorar seriamente su futuro. Aquel verano en que el calor sofocante y el canto de las chicharras lo llenaban todo, las hermanas recibieron la llamada del señor Obispo anunciando su visita, de modo que la comunidad entera se movilizó. Había que limpiar, baldear los suelos, tener en perfecto orden de revista los paritorios, las cunas, las zonas comunes y las dependencias administrativas. Inés no se libró de la vorágine limpiadora; esa fue la primera vez que entró al despacho privado de la Superiora. Allí se registraban los nacimientos ocurridos en la casa, se inscribía a los expósitos y se adjuntaban los expedientes de bautismo, ceremonia que, por rutinaria, había dejado de ser festiva para convertirse en un puro trámite llevado a cabo por el padre Amancio, el sacerdote de rostro serio e incipiente calvicie que atendía las necesidades espirituales de las religiosas. Cada primer domingo de mes se incorporaban nuevos cristianillos a las filas de Jesucristo, siempre con la misma concha venera y en la misma pila portátil de cobre que asentaban sobre un trípode junto al altar mayor. Solamente los que nacían enfermos o defectuosos eran bautizados con urgencia por la hermana Carmen o la hermana Amalia en cuanto nacían; para eso era la jofaina de loza blanca que se guardaba en el dispensario sobre uno de los armarios que contenían el material médico. En aquel despacho tan serio, con sus estantes atiborrados de libros, sus cuadros de la Madre Fundadora, del papa Pío XII y de san Antonio de Padua, el protector