Secretos a golpes. Susana R. Miguélez

Secretos a golpes - Susana R. Miguélez


Скачать книгу
revestían la pared. Había hecho cubrir los anaqueles y estanterías en las que almacenaba sus películas, discos y libros con discretas persianas para resguardarlos del polvo y de la vista. La casa entera parecía un quirófano, pero así es como Esteban se sentía cómodo. No había recuerdos de viajes ni figurillas de porcelana ni animales ni flores. Lo único que tenía vida en toda la casa era él.

      Encendió el televisor para ver el programa. Le había dado permiso a Lauro para hablar con libertad; él ya no tenía nada que perder porque con Marisol había muerto la única persona que lo sabía todo, la única junto a la cual las pesadillas y los terrores no lograban tocarle. Lo más parecido a una pareja que había tenido nunca. Se sentía viudo sin ella, pero le había prometido que se mantendría entero y que seguiría con su trabajo mientras tuviese pulso y vista, y no pensaba faltar a su palabra. Dijera lo que dijera Lauro, aunque le nombrase, no significaría ningún cambio en su vida: las clientas más fieles seguirían buscando su buen hacer y su discreción, y tenía dinero ahorrado como para vivir holgadamente el tiempo que le quedase hasta reunirse con ella al otro lado de la laguna Estigia.

      Se miró las manos, limpias y con las uñas limadas y pulcras. Unas manos que la tocaron mil veces, por dentro y por fuera, para repararla, para reconstruirla, para borrar las huellas y facilitarle un cuerpo sin aquel pasado. Ella fue su mejor trabajo. Todas las demás, las que aparecían de pronto, en mitad de la noche, escondidas bajo su ala protectora, fueron consecuencias de ese amor que Marisol y él llegaron a tenerse. Las sesenta y cuatro tuvieron que pasar por sus manos, algunas varias veces, algunos de sus niños también. Con ellas y de ellas aprendió que hay muchos infiernos y que la clave para salir de ellos es la fe en uno mismo. Marisol les enseñó a todas, igual que hizo con él, a mirarse a los ojos y a encontrar en ellos el valor para afrontar un futuro.

      Se dispuso a sentarse en el sofá, frente al aparato de televisión, cuando se vio una mancha en el pantalón; la salsa del pescado de la cena había salpicado una de las perneras. Dejó instantáneamente de sentirse cómodo, de modo que fue al dormitorio, sacó un pantalón de pijama limpio y se cambió. Después depositó en el cesto de ropa sucia la prenda manchada, apagó la luz y volvió al salón. Se daba cuenta de que estaba lleno de manías y rituales: el orden, la limpieza, la luz, el aire, los colores… Todas eran una respuesta refleja, el modo que su mente tenía de combatir los recuerdos de una vida que primero creyó perder, luego temió perder y por último deseó perder hasta que el monstruo, afortunadamente, desapareció. Fueron tantos los golpes, las noches sucio, envuelto en su propia sangre sin una triste camiseta vieja para cambiarse, encerrado en aquel sótano oscuro, maloliente e infecto, arrumbado entre los trastos mohosos como si fuese uno de ellos, que ahora se veía impulsado a eliminar de inmediato todo lo que le recordase aquello. Esa fue otra de las enseñanzas de Marisol. «Ahora mandas tú, eres el dueño de tu vida. Cambia lo que odias, eso hará que puedas estar tranquilo. El pasado se irá diluyendo si el presente es hermoso, de modo que embellece lo que te rodea y disfruta de ello». No sabía si a ella la había embellecido porque no la había conocido antes de su calvario. Quizá de muchacha había sido una mujer espectacular, eso nunca lo sabría; cuando llegó a él por medio de Mina era un fantasma deshecho con dos bultos temblorosos bajo su gabardina. Después de pasar por sus manos, desde luego, sí había conseguido ser hermosa por fuera. Lo único que no había cambiado en su rostro eran los ojos, aquellas amadas pupilas negras que guardaban un universo entero. «Mírate a los ojos, verás que eres alguien valioso. Mírate a los ojos y encuentra en ellos la fuerza para seguir». Se miró mucho en aquellos ojos y ella se miró mucho en los de él. «Me gusta el gris de tus pupilas, son como nubes que esconden el sol, pero sé que el sol está ahí y saldrá para alumbrar a los demás». Y sí, el sol salía cada vez que ella le hacía sonreír. No era siempre, pero era a menudo. Ahora, tras su muerte, le costaba mucho más hacer salir el sol.

      Volvió a sentarse. Comenzaba una de esas interminables tandas de anuncios que preceden a los programas en prime time. Le daba tiempo de cerrar un poco los ojos y pensar en ella, de modo que se preparó una infusión de manzanilla con anís y miel, se arrellanó en la blanca blandura del sofá y recordó. Se volvió a ver en el piso de la Avenida Diagonal, estudiando los apuntes de la residencia de su carrera de Medicina. En cuanto la terminase marcharía a Rio de Janeiro para especializarse en cirugía estética y reparadora junto al doctor Pitanguy. Elegir esta especialidad no había sido algo casual sino una decisión consciente. Aún se sentía culpable cuando miraba el rostro de su madre: todas las veces que intentó protegerlo de niño, cuando su padre llegaba ebrio de vino y violencia, fue ella quien recibió los golpes. Golpes que hubiera preferido sentir en su propia carne antes que verla con los ojos morados, con cortes en las mejillas, con los dientes rotos, aunque lo cierto era que aquel animal tenía brutalidad de sobra para que a ninguno de los dos le faltara su ración diaria de lesiones. Tenía que reparar todo aquel daño y lo haría en cuanto volviese de Brasil y obtuviese la licencia para ejercer. Entonces ya conocería las técnicas idóneas para ir borrando, poco a poco, las huellas de su padre en ella. Ya le quedaban pocos meses para el viaje cuando aquella tarde, mientras repasaba sus notas en casa, sonó el teléfono. La voz de su madre le apremió desde el otro lado de la línea.

      —Esteban, soy mamá. Ha venido a verme Arancha, necesitan tu ayuda.

      —¿Qué ha pasado? ¿Han vuelto a rajar a alguna de las chicas? Mamá, estoy estudiando, me queda poco tiempo para el último examen. ¿Es muy grande la herida?

      —No, hijo, no es eso —le apremió ella—. No es una de las prostitutas a las que atiende. Es… es mejor que lo veas, hijo. No podemos dejarla así.

      —¿Dónde estás? —El tono suplicante de la madre le había encendido todas las alarmas. Ese deje en su voz solo aparecía cuando su padre andaba cerca. Llevaba mucho tiempo sin oír el quejido, la angustia asfixiante, el miedo agazapado en el fondo de sus palabras, pero no podía ser: a él, diez años atrás, le habían dado lo suyo con una navaja de Albacete durante una riña de borrachos, gracias a eso madre e hijo habían sobrevivido. Aquel «sirlero» les había hecho un favor inmenso; solamente era cuestión de tiempo que cualquier noche acabase con ellos de una forma u otra, pero el destino torció las cosas y la esquela prevista y temida cambió de nombre. Después de enterrarlo descubrieron que el difunto tenía en propiedad dos edificios de apartamentos en Cambrils de los que nada sabía su familia, que los alquilaba y obtenía por ellos jugosos ingresos, que era famoso en toda Barcelona por su afición al juego y que quizá el navajazo no había sido tan casual como pensaban. De pronto no solamente se habían visto libres de sus palizas, sino también con el futuro prácticamente resuelto.

      —En la pensión del Raval. Anda, hijo, date prisa. Y procura que no te vea nadie.

      Recordó el traqueteo del autobús y la furia de la lluvia en los cristales. Barcelona era una ciudad mimética: se vestía del color del cielo. Aquel principio de otoño casi todos los días se había puesto traje gris. Entró en el Raval a pie, con paso apresurado y los cuellos de la chaqueta de entretiempo levantados, como si fuera un joven cliente de alguno de los prostíbulos del barrio. No se detuvo hasta llegar al portal de la pensión. La propia Mina le abrió la puerta.

      —Pasa, Esteban. Están dentro —le susurró—. No hagas ruido, hay tres habitaciones ocupadas, no quiero que nadie sospeche.

      Para ser la regente de una pensión de «encuentros amorosos clandestinos», Mina se vestía de un modo muy discreto. Un sobrio vestido de color oscuro hasta media pierna, chaqueta, un moño sencillo recogiendo su cabello teñido de cobre sobre la nuca, poco maquillaje… No parecía una madame, aunque tampoco lo era. Ella no arreglaba las citas; alquilaba por horas habitaciones limpias con sábanas limpias y baño propio para que las prostitutas ejerciesen su profesión en ellas con unas mínimas garantías de higiene. A Mina le daba igual quién fuera la chica y quién fuera el cliente. Solamente tenía una norma: no admitía en su casa mujeres con chulo. Si no eran independientes no les abría la puerta. «Yo ya fui puta antes que posadera —solía decir—. Si veo entrar a uno solo de esos cabrones en mi fonda le lleno el culo de postas de sal con la recortada». La norma estaba clara y todo el barrio la conocía, de modo que la famosa escopeta nunca tuvo que salir del taquillón de roble de la entrada.

      El pasillo estaba lleno


Скачать книгу