Secretos a golpes. Susana R. Miguélez
se elegía por quienes dormían en las cunas del nido y se les otorgaba un destino u otro dependiendo del criterio y los intereses del poderoso don Dinero y de la Iglesia Católica, madre amorosa y salvadora algunas veces, madrastra otras.
Inés barrió el suelo con su escoba de juguete, tarea que le llevó casi toda la mañana. Después comenzó a quitar el polvo de los lugares que su corta estatura alcanzaba: el escritorio de caoba maciza, los tres primeros estantes de cada armario, los libros, las sillas. Por último, empleando un escabel, consiguió limpiar con su trapo de franela, procedente de un viejo camisón, dos alturas más de aquellos anaqueles. Las lámparas y la parte superior de los armarios los repasaría alguna de las monjas más jóvenes de la casa. Las hermanas de más de cincuenta años, las dos que ejercían de matronas y la hermana Clara, cuyos dominios comenzaban y acababan en las cocinas de las que era enteramente responsable, eran las únicas que estaban dispensadas de las labores de limpieza ordinarias; el resto de religiosas hacían aquel trabajo respetando rigurosos turnos que la propia Superiora elaboraba semanalmente.
La pequeña miraba todos aquellos estantes llenos de libros y deseaba saber lo que contenían, pero eso no estaba a su alcance: sabía hacer muchas cosas, como cambiar los pañales de un recién nacido, fajar a un bebé herniado, hacer una cama incluyendo los ingletes de las esquinas de la sábana y la colcha, limpiar e incluso coser botones y remendar ropita de niño, labores estas últimas en las que era instruida por la gruñona y obesa hermana Javiera, la que no quiso ni mirarla cuando la recogió del felpudo aquella lejana noche de invierno. Sabía hacer todo eso, además de calmar cólicos y llantos y de pelar patatas y cebollas bajo la atenta mirada de la hermana Clara, pero no sabía leer ni escribir. Eso, para una niña como ella, expósita, hija de nadie, recogida por caridad, no era prioritario. Por esa razón le permitieron entrar en el despacho de la Superiora: no había peligro de que pudiese curiosear nada en toda aquella documentación. Si hubiera sabido leer no habría tenido problemas en localizar su propio expediente en el que, además de la fecha de su abandono, su nombre y sexo y la constancia de su bautismo apresurado, habría visto, escrita en rojo con la pulcra letra de la hermana Mercedes, una anotación: «No adoptable por deficiencia mental manifiesta». Ese era el truco que permitía a las monjas quedársela hasta la mayoría de edad. Una falsedad que nadie cuestionaría ni investigaría nunca.
Al terminar con la tarea que le habían encomendado, Inés se dirigió a las cocinas. Allí trasteaba la hermana Clara entre los grandes pucheros de su reino culinario, removiendo caldos, aspirando vapores y dando órdenes a las religiosas que tenían el turno de comedor esa semana, siempre dos, para que se encargaran de llenar las soperas, partir y distribuir el pan, poner las servilletas y los cubiertos, servir las mesas y después recoger, fregar, barrer las migas y dejar el refectorio en orden. Allí solamente comían las monjas; los niños acogidos usaban otra sala y lo hacían ayudados por Inés y por Ángela. Esta última ya había pasado de novicia a hermana, pero había rehusado adoptar la toca negra del resto de la congregación porque le parecía lúgubre. Vestía, con la dispensa de la Superiora, su bata blanca de siempre. Solamente se ponía el hábito oscuro para las fiestas de guardar.
La pequeña Inés preparó el carro con las raciones de los niños, los baberos de tela y los cestillos de pan. En la bandeja inferior del carrito de madera vio un frutero lleno de peras; aquella semana, con motivo de la visita del señor Obispo, había fruta para el postre de las principales comidas. No era frecuente semejante lujo, de modo que la niña, contenta, comenzó a salivar pensando en el dulce jugo de la pera que se comería en cuanto terminase su trabajo con los pequeños.
Ya salía hacia el comedor de los expósitos cuando la detuvo la voz de la hermana Mercedes, que hablaba con la hermana Carmen en el pasillo. Oyó su nombre en la conversación e instintivamente, y aun sabiendo que no era correcto y que después debería contárselo en confesión al padre Amancio, se detuvo y se ocultó para escuchar.
—…Del problema de Inés ya hablaremos más adelante, no es ahora el momento con la visita del señor Obispo tan cerca.
—Precisamente, Mercedes. ¿Qué vas a hacer? ¿Esconderla para que non la vea? Es evidente que non tene tara mental alguna, es lista como un coello2, no hay más que verla.
—Lo sé, Carmen. Y tú sabes igual que yo que no deberíamos tenerla aún aquí con su edad, y si está es porque nos resulta útil. Si el señor Obispo se da cuenta de su «don de la calma», despídete de ella.
La hermana Carmen quería demasiado a la pequeña como para dejarla en manos de ningún extraño; era prioritario evitar que el señor Obispo la viese, pero también lo era ir pensando en su futuro. Inés crecía y no podrían retenerla eternamente. A menos que solicitara ingresar en la Orden y tomar los hábitos, como ya había hecho Ángela en su día.
—Independientemente de que la escondamos ahora, temos de ir preparándoa para os cambios que veñen —repuso Carmen—. Pronto comenzará a facer preguntas, y si no se las respondemos buscará quien se las conteste. Por aquí pasan mulleres de todas clases, tú lo sabes. Non querrás que sean ellas las que le digan cómo es o mundo fuera, ¿verdad?
—Muy bien. —La Superiora abrió las manos en señal de rendición—. ¿Qué propones que haga? ¿Se la enviamos a las Ursulinas para que quede interna en el colegio con el resto de hospicianas y dejamos que se malogre su don?
—¿Con las Ursulinas? ¡Desde luego que non! Inés non saldrá de aquí mientras yo pueda evitarlo —negó la matrona—. Hablemos con o padre Amancio. Quizá pueda enviar un diácono a la casa para que o ensine a ler, escribir y las cuatro reglas. Al convento o como muller casada, esa criatura tendrá que irse cuando llegue a cierta edad. Por lo menos que lo haga un poco preparada, non como una de esas campesinas analfabetas a las que tan fácilmente engañan os mozos da contornada.
—De acuerdo, así lo haremos —sentenció la hermana Mercedes—. Pero auguro problemas. Si decide irse y no profesar no podrá hacerlo así, por las buenas. Las mujeres necesitamos un tutor legal, un varón de la familia, y ella no tiene padre ni hermano ni nada. Tendrá que marchar como sirvienta a alguna casa donde se hagan responsables de ella, o irse ya casada, y ya me dirás cómo le vamos a encontrar un novio. Si se marcha sola las dos sabemos cómo acabará: en brazos de algún gañán que le dé techo y comida a cambio de que le caliente la cama.
—Tenemos en casa una criatura extraordinaria, Mercedes. Si la educamos bén non será difícil encontrarle marido si se da el caso, pero creo que será más fácil inculcarle la fe para que decida tomar os hábitos. Mais complicado es encontrar padres para algunos nenos y lo conseguimos, ¿non? Faremos della una muller sensata, buena e con cultura, y verás que al final ingresará en la Orden y todo irá bien.
—Eso espero. Ojalá no tengamos que arrepentirnos de no haberla dado en adopción cuando se pudo. Mientras tanto, durante los días que el señor Obispo esté aquí y para evitar problemas, podemos enviar a Inés a casa del farmacéutico, si te parece bien. Su mujer está a punto de dar a luz otro niño, ya no sé si es el quinto o el sexto. Le vendrá de perlas una ayuda.
—Muy bien. Esta noite preparamos el hato de la chica. Ángela le dirá adónde va y para qué, e mañana la llevamos a primera hora, antes de que llegue don Benedicto. Si la ve aquí preguntará, e non conviene.
Finalizada la conversación, las dos religiosas se marcharon para continuar con sus tareas. Inés, con las manos todavía asiendo el carrito de la comida, temblaba en la penumbra del pasillo. Su corazón galopaba descontrolado, tuvo que hacer un serio esfuerzo para encerrarse en sí misma, arrullarse para calmarse y poder pensar con claridad. Casi deseaba no haber escuchado aquello, pero ya no tenía remedio. No lo había entendido todo pero sí algunas cosas, suficientes para responder algunas de las preguntas que siempre se había hecho y que nadie había querido contestarle. Por su bien o por conveniencia, las monjas la estaban engañando. No habían llegado unos padres que la adoptasen, como había pasado con muchos de los otros, porque ellas no habían querido entregarla, no porque fuera distinta de los demás niños, que era