Sentado en la cuneta - Una carta. Claudio Bertoni
empezó a limpiar los vidrios de nuevo
empezó a virutillar y a limpiar los vidrios de nuevo.
Y un día la María Q –también de nuevo– le habló, le dirigió
la palabra y lo miró.
No me acuerdo cuánto duró esto.
Ni cu ándo partió el uno ni cuándo
partió el otro. Pero de que los dos partieron de eso sí
me acuerdo.
De Juanito supe que lo habían atropellado. Que había
quedado cojo y que había venido un día con su mamá. Que
ahora trabajaba estacionando autos frente al Congreso y que
había entrado una vez más –y salido– del manicomio y del
delirium tremens.
A veces uno veía al Juanito con la vista ja como un guijarro delante suyo.
Daba miedo verlo. ¡Quién sabe qué es lo que estaba pensando!
Quién sabe qué es lo que pensaba. Qué es lo que podía pensar
el Juanito. ¡El vericueto del pensamiento del Juanito!
Y su cara no era de rapto ni de dulzura. Su expresión era dura
fija
detenida.
Era la del que se encontraba
frente a su inexorable erro. Ahí tenía su guerra
–él y su erro–
La guerra con su erro.
Juanito y su fierro.
Y otras veces muy ebrio también
se quedaba así
mirando jo delante de sí. Entonces su expresión era de pena.
De una pena que arrastraba y que conocía y que nos decía
que nadie conocía como él y que no le importaba o viceversa
ni concebía el tipo de penas que uno decía pensar
que conocía. Esta pena suya era de erro también.
Lamentablemente para él, que la habría deseado sin duda y
probablemente blanda como el lóbulo de una oreja –¿el de
una oreja de la María Q tal vez?–.
En estos casos y en estas meditaciones el Juanito al final se
deshacía, perdía la cabeza, quedaba acéfalo, llegaba hasta el
cuello no más. Y así descansaba el Juanito: lloraba y se aliviaba
al n un poco y eran unas pocas lágrimas que le caían como
piedras. Duras como el erro y porosas y ariscas y unidas
por el agua dulce al ojo.
Y verlo llorar lo aliviaba un poco a uno también.
y de la María Q
¡Qué será!
(tuvo una guagüita incluso más bonita –si eso es posible–
que la misma María Q: ¡la Llanquirai!)
y del Alfonsito
y sus tapitas de gaseosa con el asiento de bicicleta Spur
clave para ganar una, dos, tres y más bicicletas y que
canjeaba por cajas de zapatos llenas de otras tapitas
y por dinero
y de la mamá del Alfonsito –vieja catete no más– tocando la radio a todo chancho
y con la ventana abierta el papá del Juanito diciéndole:
“¿Por qué no apaga su huevadita, señora?”
¡Qué será!
y del papá del Jaimito
(Jaimito que murió a los doce años de edad de leucemia
–y nos da miedo y eriza los pelos
el solo verla morder a un niño–
y que me prestaba su bicicleta roja de gruesas negras ruedas
y que fue el primer muerto que yo vi
el primer amigo muerto que yo vi)
¡Qué será!
(años después
lo vi un día dando la vuelta
desde Irarrázaval por Román Díaz
con un cambuchito de café en la mano
como el doctor Chapatín)
y de la Mirenchu
que cuando creció se transformó según Marcelo en “asesina”
¡Qué será!
y de la Rucia del primer piso del bloque dos pisos debajo del
Nano, de la Marilyn Monroe, de la Zsa Zsa Gabor, de la Jayne
Mansfield de los edi cios que andaba con el C. R. cuando era
entrenador del Iberia (o del Palestino) y después o
simultáneamente con el moreno de anteojos de la camioneta
roja pick-up Ford 56 y casado y casada ella también y con gafas
sobre un ojo morado y que nos tenía a todos locos con sus
faldas ceñidas. ¡Sin ropa interior fue un día a la verdulería
en su falda ceñida blanca! ¡¿Qué quería esa mujer?!
Piiicooo
responde suave como la brisa el coro.
Y de su nariz puntiaguda de cirugía
¡Qué será!
y de la costurera de los G
esa vieja colorina con huecos de cráneo al descubierto y patuleca
como esa muñeca de trapo, la Patila
¡Qué será!
y del mismo dueño de la casa y don P
¡Qué será!
y de sus estampillas
cuando le preguntaban si era filatélico
decía que sí
–que era “sifilítico”–
y se reía
A mí me convirtió a la filatelia
y al Rucio Fernández
¡y a cuántos más!
Incluso llegué al extremo de comprar pinzas
unas con la punta tableadita y plana
especiales para tomar estampillas que hay.
Me compré un álbum de sellos chilenos
y abandoné la frivolidad de coleccionar sellos extranjeros por lo “bonito”
y por los pajaritos y ores multicolores que traían
y me dediqué a coleccionar parcos y fomes –aunque sin duda
profundos y al hueso–
sellos nacionales.
Me compré los dos catálogos de (la) SOCOPO
y aprendí a ver la filigrana
ese timbre de agua