La religión en la esfera pública. Javier Orlando Aguirre

La religión en la esfera pública - Javier Orlando Aguirre


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tiene que ser entendido como una tarea cooperativa en la que toman también parte los ciudadanos no religiosos para que los conciudadanos religiosos que son capaces y están dispuestos a participar no tengan que soportar una carga de una manera asimétrica. Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje solo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles [Habermas, 2006, p. 139].

      De forma similar, como explícitamente lo afirma Habermas:

      Dentro de este marco, lo que nos interesa es la cuestión aún no resuelta de si la concepción revisada de la ciudadanía que yo he propuesto no sigue imponiendo después de todo una carga asimétrica a las tradiciones religiosas y a las comunidades religiosas [Habermas, 2006, p. 146].

      Sin embargo, por razones similares, los ciudadanos seculares tampoco se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada al adoptar una actitud secularista, es decir, aquella que le niega todo valor a la religión y la considera, si acaso, una “reliquia del pasado”.

      Esta distinción entre una actitud secular y una secularista es una distinción conceptual fundamental en la perspectiva de Habermas. En sus propias palabras:

      Desde una perspectiva terminológica, distingo entre los términos ‘secular’ y ‘secularista’. Al contrario de la posición indiferente de una persona ‘secular’ o no creyente que, frente a las reivindicaciones del valor de la religión, se comporta de una forma agnóstica, los ‘secularistas’ adoptan una postura polémica respecto a las doctrinas religiosas que, pese a que sus derechos no son científicamente justificables, gozan aún de relevancia en el ámbito público. Hoy día, el secularismo se apoya con frecuencia en una línea dura de naturalismo, es decir, un naturalismo científicamente fundamentado [Habermas, 2009, p. 77].

      Por lo tanto, si el Estado democrático protege la experiencia religiosa de sus ciudadanos y los declara así, ciudadanos “completos”, esto es, miembros libres e iguales de la comunidad política que se conciben a sí mismos (y exigen que los demás que los conciban así) como autores y no como simples sujetos de las leyes, los ciudadanos religiosos no deben temer participar, como ciudadanos religiosos, en las discusiones políticas de la esfera pública informal. De lo anterior se espera y presupone la previa aceptación del principio de neutralidad que, en el ámbito institucional de la administración, es decir, de la esfera pública formal, únicamente cuentan los argumentos y el lenguaje seculares. De acuerdo con Habermas:

      Aun cuando el lenguaje religioso sea el único que ellos hablan y las opiniones fundadas religiosamente sean las únicas que pueden o quieren aportar a las controversias políticas, esos ciudadanos se entienden a sí mismos como miembros de una civitas terrena que los autoriza a ser autores de las leyes a las que se someten en cuanto destinatarios. Dado que solo pueden expresarse en un lenguaje religioso a condición de que reconozcan la estipulación de la traducción institucional, esos ciudadanos pueden entenderse a sí mismos como participantes en el proceso legislativo, aunque para ello solo cuenten razones seculares, confiando en los esfuerzos de traducción cooperativos de sus conciudadanos [Habermas, 2006, p. 138].

      Ahora bien, en este marco, un ciudadano secularista que no desee cooperar en esta tarea por considerar simplemente que la religión como tal es “el opio del pueblo”, se estaría poniendo a sí mismo en una posición privilegiada e ilegítima, una que también reduce a sus conciudadanos religiosos a una posición de inferioridad. Habermas lo expresa de la siguiente manera:

      En la medida en que los ciudadanos seculares estén convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de las sociedades premodernas que continúa perviviendo en el momento presente, solo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en vías de extinción, puesto que, desde su punto de vista, la religión ya no tiene ninguna justificación interna. Y el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado ya solo puede tener para ellos el significado laicista de un indiferentismo indulgente. Según la versión secularista, podemos prever que a la larga las concepciones religiosas se disolverán a la luz de la crítica científica, y que las comunidades religiosas no serán capaces de resistir a la presión de una progresiva modernización social y cultural. A los ciudadanos que adopten tal actitud epistémica hacia la religión no se les puede pedir, como es obvio, que se tomen en serio las contribuciones religiosas a las cuestiones políticas controvertidas ni que examinen en una búsqueda cooperativa de la verdad un contenido que posiblemente sea susceptible de ser expresado en un lenguaje secular y de ser justificado en un habla justificativa [Habermas, 2006, pp. 146-147].

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