El sueño de Miranda. Fernando Herrera
Herrera, Fernando
El sueño de Miranda / Fernando Herrera. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0601-6
1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A la casa de mi infancia
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Qué hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidado le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
De estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
PEDRO CALDERÓN
DE LA BARCA
(1600 – 1681)
PRÓLOGO
Son las cuatro a. m. del seis de junio del año 2027. Mi nombre es Víctor Actis. Me encuentro en mi departamento de veintiséis metros cuadrados en medio de la ciudad. Aquí dentro, casi en la justa penumbra en la que crecí de niño, en esa casa setentona que mis padres habían construido antes de casarse, el insomnio se me hizo costumbre, más por miedo que por viejo. El ambiente párvulo y casi vacío de la habitación es mágicamente cercano a esa memoria sepia que ha quedado de mi infancia. Las alfombras persas cubren tres cuartas partes del suelo y es la primera impresión al entrar; el sillón de dos cuerpos color ladrillo está de espaldas a la ventana, y una luz tenue me deja observar inquieto la oscura puerta de ingreso. Todo recrea insólito un tiempo tan lejano como ilusorio. Ya han pasado algunas horas luego del último apagón, y las ventanas que llegan hasta el suelo aún conservan el frío vapor del baño mientras, sobre la calle, un manto blanco cubre buena parte de la acera. En la Tierra, los inviernos ya son severos, con las máximas de humedad, y, en los veranos, los porcentajes de muertes ascienden año tras año; el comercio se torna a viejos métodos coloniales; en algunas regiones escasea el algodón, el gas, el petróleo; los círculos periféricos se propagan en todo el mundo; se desarrolla incesante el contrabando hasta de lo más inverosímil, y la marginalidad y la pobreza se enmascaran en un zorro hambriento que deambula por todas las naciones; el ocio es una mercancía más que se compra después de haber estado días enteros conectados, y las máquinas deciden a quién más y a quién menos.
Luego de dar vueltas doblegando la posibilidad de adormecerme siquiera unos minutos, pude sentarme a un costado de la cama, no sin dificultad, y debo consentir que las pesadillas han vuelto después de tantos años, porfiadas e inagotables. He envejecido muy pronto y, también, he comenzado a tener problemas del corazón a una edad muy temprana, aunque hoy las únicas pastillas que tomo son solo para atenuar el miedo a dormir. Los traumas infantiles, lo que oía en mi periodo de lactancia, las voces de mis tías, mi abuela y mi madre, han hecho mella en mi personalidad huraña, arisca y poco humanitaria. Hace un tiempo he vuelto a ensimismarme, a tomar conciencia y a recordar insistentemente que solo he vivido retirado en mis sueños, y mientras las personas que me rodearon en el transcurso de mi existencia han tenido una vida real, yo he prescindido de tal sin que pudiese haber elegido. Los años de internación han quedado atrás. El doctor Montalbán falleció hace algunos años, y, si bien ahora estoy fuera, me sigo preguntando si todo esto existe, o si lo que existe, es solo una ilusión. Ahora, ya sentado en el sofá y con tan solo la luz cálida de la lámpara, mi vista se posa en la puerta sintiendo el mismo temor que me atormentaba cuando era un niño: me quedaba en esa penumbra casi total presintiendo que algún ser extraño abriría la puerta mientras mis padres dormían en el cuarto contiguo. En mi memoria han quedado muchas cosas de las que hubiese preferido carecer o liberar, pero, tal vez, poder compartirlas sea una manera de poder sacármelas de la mente y que en mis últimos días me encuentren en paz, soltar lo poco que tengo y dirigirme descansado por esas ondulaciones verdes que alguna vez transité sin saber aún si estaba vivo o muerto. Los detalles me atormentan cuando cierro los ojos, y la realidad y la fantasía parecieran juntarse de tal manera que, luego, no logro distinguir lo real de lo ficticio, si es que existe alguna realidad. Así que pecaré de extensivo para olvidar lo menos posible el relato que el doctor Montalbán me confió hace algunos años y que satisfizo, en parte, el sentido a mi vida. Todo comenzó hace algunas décadas, donde, mucho antes de haberme jubilado, mi vida transcurría en completa soledad, al menos eso es lo que yo creía. Una mañana, cerca del mediodía, cuando me dirigía al centro de la ciudad, al subir a un tren que me trasladaba en escasos minutos por un túnel debajo de la tierra, oí las conversaciones altisonantes de un grupo de adolescentes que se dirigían a festejar su día. Si bien, en esa época ya me encontraba en plena adultez, no pude dejar de contagiarme de esa energía que me acompañó casi todo el trayecto y que he tenido la experiencia de vivir tan solo un puñado de veces. Los observaba riendo y cantando, mientras el resto de los pasajeros les prestaba poca atención, y, en un momento, debo confesar que hubo algo en esa situación que comenzó a atraerme de manera muy especial. Lo recuerdo por el mismo sentimiento que me ocasionaba el observar los ojos vacíos de quien oye sin escuchar, mientras uno se pregunta si vale la pena juzgar esa situación. El grupo de estudiantes era mixto, más varones que mujeres, unos siete en total, si la memoria no me desvaría. Tenían rostros de un blanco marfil, virtuosos, perfilados como los bustos romanos; sus cabellos, lacios, serpenteantes e inquietos; sus cuerpos armoniosos apenas presentaban algún rastro de adultez, como las manos ya rústicas de los varones, sin embargo, las mujeres gozaban de unas extremidades tan finas como las pinturas de Vladimir Volegov. También parecían provenir de algún colegio católico, supongo que por las cruces rojas en un escudo que llevaban impresos en las camisas blancas. Al llegar a la estación de mi destino, observé que también ellos se disponían a bajar, así que, ya en la plataforma, los iba siguiendo casi sin querer, mientras ellos no paraban de reír. Inconscientemente, apuré tanto mis pasos que en un momento llegué a ver el perfil de uno de los adolescentes que durante el viaje solo divisaba de espaldas. Fue algo que solemos hacer casi de manera automática cuando algo nos llama la atención. En ese mismo segundo, su rostro giró hacia mí como si presintiera ser observado, y pude ver cómo sus ojos me miraban