El sueño de Miranda. Fernando Herrera
por su corta edad, tan cándido e idealista, era yo. Y muchos más transcurrieron desde que comencé a dormir y a adentrarme en situaciones donde siempre corría peligro, o, simplemente, era testigo de mis propias experiencias. Todo empeoró con el correr del tiempo: desde picos de estrés hasta ataques de pánico, claustrofobia y llantos imparables. Cada noche comenzó a ser única, cada sueño, una batalla. Por las noches recorría lugares jamás transitados, presenciaba matanzas escalofriantes a lo largo de extensas regiones, y atestiguaba mi presencia en guerras nunca conocidas más que por aquellos que han sido protagonistas. Muchas veces era parte de todos esos males, siendo víctima y también victimario; algunas veces me escapaba de alguna trifulca en un país de nombre desconocido; algunas otras, me perseguían a través de los mares en barcos hechos de cañas, y, en ocasiones, mantenía esa postura omnisciente donde nada me afectaba, era simplemente un testigo contemplativo de hechos históricos. Al cerrar los ojos, siempre había violencia, huidas y lugares donde debía esconderme. Cada sueño era la presencia de un mundo en conflicto, como si ese fuese el único presente y el único fin en toda la historia de la humanidad. En pocos meses perdí mi trabajo en la oficina de correos y me aislé del entorno social que mantenía durante aquellos años. Esos ojos adolescentes que habían quedado impresos en mi mente parecían haberme hechizado con algún conjuro espaciotemporal que me afectaba al cerrar los ojos en la noche. Ese rostro taciturno era, además, el mío; esa manera de caminar, el vaivén de sus brazos y la energía que emanaba, todo era reconocible en mí. Llegué a pedir una licencia de trabajo antes de que me despidieran. Pasé por varios psicólogos tratando de explicar el miedo que comencé a tener cada vez que caía preso de otro sueño inconsciente. Una noche de otoño, luego de haber caminado hasta casa bajo una llovizna constante y molesta, sentí haber despertado en la madrugada con una lanza clavada en mi pecho; el dolor y la oscuridad de mi cuarto me provocaron un ahogo que jamás había experimentado, y pensé que moría. Tal fue el susto que, ni bien me recuperé, llamé a mi psicólogo por la mañana buscando la ayuda que nunca encontraba. Y esta vez no fue la excepción; solo recibí su preocupación en la gravedad de su rostro, y, además, el consejo de ver urgente a un psiquiatra que él conocía y se encontraba a una hora de distancia, fuera de la ciudad. Tomé su consejo muy en serio. Esa misma semana me presenté en una clínica donde atendía solo en el horario de la tarde. Al llegar, luego de una hora de viaje, me sorprendió la penuria del edificio. No había ni siquiera una recepción en planta baja dónde anunciarse. En el segundo, por la escalera, se ingresaba directamente a una sala de espera donde predominaba un blanco impoluto; había una secretaria que solo miraba la pantalla de su computadora y las persianas americanas que dejaban traspasar esos reflejos que forman figuras extrañas en la pared opuesta. Mientras ella hablaba manteniendo el teléfono pegado a su oreja, me adentré en la sala. La percibí desértica, fría y poco acogedora. En el transcurso de unos minutos, en el que me encontré solo, sin otros pacientes a quien mirar de reojo, me pregunté si estaría presentable, si mis parpados reflejarían el hábito de dormir tan solo dos horas por día y de pasar el tiempo en el encierro de esa habitación a oscuras y sin luces. El silencio de la sala me incomodó un poco, y, al inclinarme sobre una pequeña mesa para tomar unas revistas pretéritas de toda actualidad, la puerta del único consultorio se abrió apenas, haciendo llegar una voz grave que anunciaba mi apellido. Sin pensarlo, respiré hondo y, mientras iba exhalando el aire, crucé sereno la puerta con un arco vidriado. Me bastaron un par de segundos para sorprenderme, con suficiente encanto, de un mobiliario original estilo marino. Todo allí era blanco y azul, con cuadros de barcos que navegaban bajo una tormenta imponente, y el catálogo de distintos tipos de nudos hechos con soga que colgaban de las paredes; un timón de madera finamente tallado dominaba el centro de la sala, y unos catalejos antiquísimos descansaban sobre el vidrio de un escritorio. Después de que el médico se acercó para estrecharme la mano, no sin dejar de estimar que me encontraba ante un viejo capitán de barco, me sentí más sereno.
—Soy el doctor Montalbán —me dijo.
La paranoia en la que me advertía me hizo preguntar una vez más si esa situación existía. El doctor me indicó que me sentara en un sofá que daba de frente a un gran ventanal con cortinas blancas, mientras que él, parado frente a mí, como estudiando mis rasgos y apariencias bajo unos lentes color gris, que le hacían levantar la cabeza y mirar con sus ojos hacia abajo, se sentó a no más de un metro y me preguntó el motivo de mi visita.
—Necesito pastillas. Pastillas para no dormir —le dije—. Tengo pesadillas de las cuales me cuesta volver a despertar.
Al parecer, mis palabras sonaron justas, sin mucho preámbulo y directas para conseguir el remedio a lo que tanto me aquejaba. En ese momento el doctor tomó una silla y la puso justo delante de mí; acercó su cara, me miró de cerca a los ojos y preguntó:
—¿Y por qué crees que no puedes despertar?
Mucho más sereno, contesté que me pasaban cosas cuando sueño, algunas veces me lo impiden y otras simplemente no puedo, es como si yo no me lo permitiera. Sin ningún tipo de pudor me termine confesando abiertamente. En ese momento supe que no habría motivo para no hacerlo, sobre todo, porque para eso había ido.
—No puedo evitar soñar situaciones violentas y acontecimientos históricos en los cuales muchas veces me encuentro conmigo mismo, con mis padres o personas que he conocido.
El doctor Montalbán dejó de mirarme y se dirigió de inmediato a correr las cortinas, encendió un pequeño velador y apagó la luz principal, sacó del cajón de su escritorio un instrumento con luz que me colocó en los ojos, y vi cómo cambiaba de color su rostro.
—¿Has tenido ya contacto contigo mismo en esta realidad?
—Sí —le contesté dubitativo—. Pero me preocupan los sueños, que dejaron de ser normales hace mucho tiempo. Se han convertido en algo más que pesadillas, se han convertido en tormentos que mi alma padece y no logro poder explicar. Necesito que me dé alguna medicación para mantenerme despierto. Hace mucho tiempo que dejé de tener una vida normal y temo no volver a despertarme.
—Lo siento, no tengo buenas noticias para usted: no hay cura para esto y mucho menos una medicación que sin querer no lo lleve al sueño el resto de su vida. Eso, indudablemente, empeoraría las cosas, aunque, en realidad, ni siquiera se sabe de qué se trata esta patología, la ignoramos totalmente, y, hasta el momento, ha habido solo un caso que hemos podido registrar: el de una mujer, hace ya muchos años. Yo personalmente he investigado el caso con un grupo de profesionales, y para descartar cualquier otra hipótesis, en la tarea hemos incluido a teólogos, sacerdotes y científicos, pero nunca supimos de qué se trataba fehacientemente. Realmente estoy sorprendido señor Actis, pensé que nunca más iba a tener frente a mí a alguien con esos mismos síntomas.
—Por favor, deme algo para no dormir —le insistí.
—Otra vez, lo siento, no hay nada que pueda hacer por usted. Pero sí le puedo recomendar algo: si es católico, rece, por favor; y, si no lo es, rece de todas maneras.
—Soy católico —le dije—, pero hace muchos años he dejado ese hábito, no me ha funcionado más que para engañarme a mí mismo. De todas maneras, gracias por su tiempo.
—Lo siento, señor Actis. Si su situación empeora, espero que me vuelva a ver, y con su caso, podría retomar las investigaciones.
Antes de retirarme, vi unos ojos compasivos que me acompañaron al levantarme del sofá. Salí de la habitación con desgano mientras veía que la secretaria continuaba impávida con los ojos en su computadora. Sentí nuevamente el frío, la desolación del lugar, el mismo vacío interior al levantarme todas las mañanas.
—¡Señor Actis! —escuché la voz trémula y urgente a mis espaldas. El doctor Montalbán, parado bajo el arco de la puerta, miró primero a su secretaria y luego a mí—. Se olvida algo, señor Actis, entre por favor.
En silencio volví a entrar mientras la puerta se cerraba dócilmente.
—Siéntese.
Sin decir nada, solo observe actitudes absurdas, su nerviosismo, la manera en que movía su lapicera entre sus dedos. Pero, esta vez, quedó a lo lejos y sentado como en una silla monárquica detrás