El sueño de Miranda. Fernando Herrera

El sueño de Miranda - Fernando Herrera


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estemos muy cerca de hallarla. Ante todo, le propongo narrarle el único caso que presenta los mismos síntomas que usted tiene. Tal vez, le ayude a comprender mejor su situación y las rarezas que lo aquejan. Hace muchos años, una mujer nos relató con sumo detalle lo que había sucedido en su vida, en la época de su infancia, adolescencia y parte de su juventud. Llegó a nosotros pidiendo la ayuda que en ningún otro sitio había podido obtener.

      Mientras el doctor hablaba, abrió un cajón a su costado; con extremo cuidado extrajo un voluminoso expediente que colocó frente a sí mientras no me sacaba la vista de encima.

      —Señor Actis, le contaré el único caso que nos ha desvelado por años, un caso que nos puede dejar al borde de la locura y adentrarnos en caminos inexplorados: el caso de la señorita Miranda, Miranda Reyes. Seré sumamente cuidadoso, y con detalles transitaré por el relato que ella misma nos contó. También seré fiel a sus dichos sin exagerar ni apartarme un ápice de su historia. Señor Actis, espero que le pueda servir para saber que ya no es el único y que no está solo.

      CAPÍTULO I

      Año 2023

      A pesar de la furia de los truenos y del largo aguacero de la mañana, esos primeros días de otoño presentaban resabios de un verano tan húmedo y caluroso como las últimas vacaciones en Corrientes, donde el sol abrasador del mediodía, que parecía empeñarse solo en ese lugar de la tierra, ya resquebrajaba las primeras hojas al pie de los ceibos y lapachos. Esa mañana, Miranda intuía que ellos se acercaban; observó por la ventana que las calles atoradas de gente podrían socorrerla, tomó las llaves y salió perturbada rumbo a la estación de tren. Con pasos apresurados sobre los baldosines de la calle San Martín, se encontró con ella misma en uno de los asientos de fundición que poblaban el andén, recibió su recado como todas las semanas y, sin mediar palabra alguna, volvió por otro camino del que tenía por costumbre. Su mente se convertía en una catarata de pensamientos tremendistas. Mientras cruzaba la calle, pensaba que en pocos días se mudaría a un lugar más seguro, allí muchos la conocían. A lo lejos, pudo divisar el paso ligero de las mismas viejas de siempre saliendo del casino, todas convertidas en viudas, separadas o casadas paranoicas; la ruleta y las tragamonedas atendían las veinticuatro horas, sin embargo, allí dentro el tiempo se detenía dominado por el juego endiablado del azar. Mientras las aborrecía recordando a su abuela que cargaba las bolsas del mercado, solo atinaba a la compasión luego de un segundo de conciencia. Sus pasos por esa cuadra después de haber llovido un desquicio, le carcomían los recuerdos mientras sorteaba a esas viejas apolilladas inmersas en la humareda del tabaco. Estas salían del casino con sus ojos desorbitados y sus bocas agrietadas a causa de los cigarros; algunas se cruzaban a la casa de empeño con nombres arabescos, tiritando de frío en invierno y de nervios en verano; otras zarandeaban la puerta vaivén maldiciendo esos números ladinos que les traumaban la conciencia. La vergüenza y el vacío de una adicción las forzaba a recuperar las apuestas mal venidas, y la pretensión de ganarle al destino las hacia volver apresuradas. A media cuadra de allí, durante las últimas horas de la tarde, la parroquia cobijaba a las hermanas luego de la semana de pascuas. Las miradas circunspectas de las monjas al pasar por la esquina se preguntaban a qué santo extorsionaban con volver a la costura. Algunas salían del casino con la cabeza tan baja que se llevaban por delante los postes de paradas, a las gentes que pasaban y a los cuidacoches que, mal juntados, se peleaban por dos mangos.

      En ese trayecto de pocos metros, Miranda apenas alzó la vista, y el resplandor se convirtió en oscuridad propia de los malentendidos. Siguió caminando con su recado entre las manos y los pies aceleraban tanto que se aproximaba el momento de girar, a diez metros de su esquina. Un hombre, desde enfrente, la observó de manera inquieta. Luego la vista se volvió más oscura y ya no había resplandor. La negrura cerrada le impidió siquiera chapucear en el local de objetos impúdicos que su madre frecuentaba. “Podrá ser un nubarrón pasajero”, pensó, al quedar un aura desierta que la inquietaba hasta los huesos. Con dificultad, divisó el umbral del edificio, a solo un paso de la entrada y la frialdad a sus espaldas. Todo se volvió un malentendido. La puerta metálica y de barrotes estaba violentada con los mismos cañones pendencieros del siglo XVIII. A través de vidrios esparcidos, del olor químico del sueño y de un fatídico silencio, entró a tientas mientras veía el resto de las puertas tiradas por los pasillos, arrancadas de los marcos. Las piernas le contorneaban con sus pasos, el olor se transformaba en recuerdos de familia, como si lo reconociera desde siempre, y, tanteando las paredes, casi llegaba con sus manos temblorosas y su aliento entrecortado. En los últimos escalones no se atrevía a alzar la vista; estaba tan oscuro como el día en que se escondió debajo de los trastos de su cama, creyéndose a salvo de su madre pese a que esta lo sabía. Recorrió con el interior de sus manos las paredes porosas y sintió la suavidad de la madera de su puerta protectora. Allí estaba, sana y salva, y no podía con sus manos, sus nervios y el sudor de su alma.

      Al entrar, se dirigió hacia el ropero de perillas con piedras engarzadas; juntó lo que pudo en el bolso escocés que guardaba de su infancia: coraje, miedo, valentía y desapego; llegó a meter algo de odio y trastornos de mentiras, un poco de tristeza y mucho de aventura. Tiritó de frío blanco, sin tanto sudor ni olor a vino del fino. Acomodó su bolso sobre sus espaldas y recorrió el aposento con soltura temiendo olvidar algo. Y en una fracción de tiempo terrestre, todo comenzó a dar vueltas: la explosión la transportó al inconsciente más hondo y se dejó caer de cuclillas. El humo, el polvo y los olores de la maquinaria determinaban que aún no había muerto. Despertó de los sucesos con el frío de un cilindro apoyado detrás de su cuello. Notó que las botas de los sujetos, bien lustradas, no coincidían con el potrero revuelto de tantas armas. Alzó las manos. El de las botas, sin pudor, se inclinó ante ella; se acercó mientras desenfundaba sus protectores oculares. Con una mano, la tomó del cuello y acercó su boca al oído de Miranda, quien sintió más intenso el frío del cilindro y el dolor de otras manos que le retorcían su cabello, y la necesidad, imperiosa y urgente, de morir en ese instante.

      Buenos Aires, marzo de 1981

      Parecía una especie de viaje solo si permanecían con la mirada perdida, disoluta en el espacio celeste. Allí, tumbadas en el suelo sobre una vereda con mosaicos turquesa y bordes húmedos de rocío moribundo, en una mañana con densas nubes y claros de un azul intenso, Miranda y Clara observaban creyendo que el cielo giraba sobre ellas, esa ilusión que provoca nuestra mente, sobre todo, en los años de nuestra infancia. En esas nubes veían insectos, anillos gigantescos, cascadas de agua, remolinos de algodón y muchas caras extrañas, pero había que imaginárselas rápido, pues esas nubes iban a gran velocidad. Ahí tiradas boca arriba, en ese otoño que mostraba días más frescos y donde las tardes eran más plomizas ayudadas por el recuerdo, solo les importaba esa sensación de dar vueltas y vueltas mientras permanecían en un mismo lugar.

      Era en ese barrio tan sombrío, supongo que por sus casas de paredes despintadas y las calles aún de tierra, por los postes de madera envejecida y el tendido de cables que cruzaban las esquinas y las manzanas, donde se aguardaban las mañanas de feria para conseguir las verduras y las especias a precios rebajados, y donde las mujeres mayores traían verdurita de regalo en los bolsos de arpillera; donde algunas tardes zopencas con la madre en su labor, solía acercarse una joven de los fondos para tener a las niñas bajo el cuidado de la siesta ociosa; pocos confiaban en esas mocosas panchas que no sabían de conductas ni temores. Una de esas tardes soleadas en la que quedaron a merced del pobre lazarillo, se le ocurrió a Miranda treparse a su bicicleta que tenía prohibida, pero la tentación era tan grande y mezquina, que ni bien terminó la ligustrina que rodeaba al colegio de palomas enanas, enfiló sin detenerse por esas cuadras y bloques de manzana todavía extrañas en su vida. Recorrió veredas intransitables, descubrió plazas inhóspitas y levitaba entre los aromas de jazmín y de las rudas; cabalgó a mayor velocidad para sacarse de encima esa perruna sarnosa que tanto dolor le causaba y pudo ver gentes nuevas, otros rostros, otras casas con puertas de tronco tallado y jardines como los de su abuela, vio cielos de otro color y se embriagaba con tanto olor a tierra. Cuando se detuvo, la vista se le inundó de campo, ya quedaban pocas casas; veía alambrados a lo lejos, gigantes tanques de leche, una junta de vacas y la pérdida en la noción del tiempo. Llegó a lo que parecía ser una tranquera solitaria: los hongos cubrían buena parte de la madera, y los herrajes carcomidos


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