El sueño de Miranda. Fernando Herrera

El sueño de Miranda - Fernando Herrera


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ya se balanceaban en los brazos arrojados. El primero casi a salvo fue tomado por su cuello; el bombero hasta el casco había perdido en ese vaivén temerario. El segundo, con sus manos, parecía alcanzar al otro. Desde abajo los gritos demandantes y los ojos turbados por la noche, y el fuego. De pronto, intentaron acudir con una escalera de frente, la tercera en la pericia. La ventana estaba chamuscada y con sus vidrios rotos. Temieron que, al apoyarla, cediesen las paredes.

      El primer borrego llegó hasta brazos de su madre, y los aplausos espontáneos sellaron un encuentro sollozo que nadie pudo contener. Las viejas juntaban las manos de gracia mirando al cielo de tanto implorar, todos queriendo agolparse y ayudar de algún modo y, sin poder cumplir los deseos, se volvió a tornar oscuro por los gritos del segundo niño que el efectivo no llegaba a alcanzar.

      —¡No aguanto más! —fue el grito de Paula.

      —Yo también quiero salir de aquí —le dijo Clara a Miranda con un sentimiento de resignación y pesar.

      Se volvieron a calmar. Intentaban turnarse para respirar aire fresco por esa rendija redentora; maldecían ideales que atentaron contra ellas; se volvieron en contra las buenas intenciones. La decepción del infortunio, de los sueños venturosos, nada parecía tener sentido más que el calor de sus camas, un buen apetito y las corridas por el parque.

      Mientras tanto, ahí afuera, los bomberos con arneses trepaban por el edificio lindante. Unos metros enfrente, una grúa de grandes proporciones sostenía un gran reflector que iluminaba toda la escena y permitía que el socorro fuese más efectivo, pero no lograba sosegar la caterva que clamaba por esos niños indefensos de toda desdicha. En un momento, el bombero pudo aquietar los chillidos del borrego, lo había calmado tan solo con su presencia. La escalera que lo sostenía, impedida de acariciar esas paredes por un seguro derrumbe, no lograba pillar los bracitos huesudos del pequeño, y, aun así, se balanceaba con frialdad y peligro.

      —¡Atrás! —gritaron justo en momentos en que parte del chaperío del techo se venía abajo. Al mismo tiempo, un movimiento brusco de la grúa lanzó al bombero fuera de la zona de peligro, y los efectivos que sostenían alarmantes esa cama elástica, corrieron bajo el fuego y una lluvia de pedazos de mampostería para atajar al pequeño que venía en caída libre desde el cielo. Luego del primer rebote, alguien saltó para cubrirlo de los trozos fragmentados, y la zona se convirtió en una obra del peor espanto.

      —¡Nooo! —lanzó Miranda abriendo con impulso poderío la tapa del contenedor. El tercer borrego venia cayendo detrás de su hermano acompañado por los gritos de pavor. Paula salió detrás en forma simultánea, y ante la mirada turbada de esta, los efectivos confundidos avistaron el arrojo de esa valiente mocosa que se lanzaba boca arriba sobre el suelo y con sus brazos extendidos, mientras llegaba a amortiguar al pequeño en su caída. Miranda corrió hacia allí tomando al pequeño entre sus brazos. Detrás, los efectivos corrieron en su ayuda cuando el frente de ladrillos se terminó por desplomar; gritaban a Paula, a quien cubría una nube de polvo... Y se produjo el derrumbe definitivo de la noche más oscura.

      Primero, un silencio ensordecedor, luego, la bataola callejera, el sonido y las luces de sirenas entre el aire polvoriento. Después, las caras de cenizas y los ojos rojos, las manos deshechas y agrietadas de los bomberos, agachados y de rodillas, y el desconcierto del barullo después de semejante confusión. Dos efectivos se acercaron a la chica que sollozaba en cercanía del cruce con la calle Chavarría. Clara, aún tumbada en el suelo con un pañuelo en su boca, y la chusma que gritaba al ver a los borregos que salían a salvo en los brazos de los hombres del cuartel. El último foco de fuego se había extinguido; las ambulancias emergían entre el fuego hacia las calles despejadas y a marcha de urgencias, mientras la zona de conflicto en vez de airearse con un final salvador, se oscureció con desconsuelo. Clara, aún tomaba sus manos cuando los médicos la introducían en la camioneta de la policía. Miranda, se persignó al verla entrar con su cara tapada y juntando sus manos en posición de rezo, se dejó caer rendida.

      CAPÍTULO II

      Buenos Aires, noviembre de 1986.

      Miranda vivía con su madre en el último piso, el tercero. Maldecía ese departamento. Había un singular detalle que no se tuvo en cuenta en una época singular de las estaciones: la intemperie castigaba el techo del edificio y transmitía el calor del mediodía, y, adentrándose en el invierno, los sabañones solían despertar durante la siesta después de volver del mercado; el calor y el frío en esas cajoneras, como las llamaban las viejas copetudas de los chalets de tejas, reforzaban la idea de hacinamiento si no se contaba con esos nuevos sistemas de acondicionadores de aire tan incipientes y en boga por aquellos años.

      Miranda prefería soportar el ardor en la frente que volver a prender ese ventilador de tres palas más vetusto y chillón que los aviones de la gran guerra. Tampoco pretendían un gasto innecesario en uno de esos nuevos equipos cuyo consumo no podría mantener. Además, ese viejo ventilador, que perteneció a su abuela durante la Revolución Libertadora, se movía peligrosamente hacia los lados y se balanceaba con temeridad ante la inapetencia ruin y tórrida de su cuarto. No había mayor disyuntiva en esa tarde como tener que cerrar las ventanas impidiendo el sofocón o abrirlas hasta caer inconscientes del infierno. Así que, apenas con una camisola hasta las rodillas y su pelo recogido, optó por ventilarse por debajo del nivel de la cama, tendiéndose boca abajo sobre un piso de baldosas blancas y negras cual tablero de damas. La frescura y el alivio predominó unos minutos por sobre la baja presión, y el sueño caldeado de la misma hoguera que la tumbaba la rendía en ese piso de favor.

      Corrían las horas lentas de la siesta, y, con la misma lentitud, la sensación de fiebre en ese rincón oportuno. Miranda yacía apenas de costado, sus manos a centímetros de su cara y el camisón veraniego pegado a su cuerpo. Entrecerraba los ojos, creía salir del estado de vigilia, y su olfato le jugaba con trampa olores a jazmín; se acercaba cuando perdía la conciencia; miraba con los ojos cerrados las imágenes de los párpados; inventaba deseos que no podía transitar, y colocaba el brazo por encima del rostro simulando las horas de la noche. Ya fuera de sí, quedaba apenas con la boca abierta y a merced del sopor y de la fatiga.

      Su madre la habría de llamar varias veces. Además de la cena tenía, un recado para ella. Para cuando tuvo preparada la cena con el trabajo de una salsa puntillosa, ya se encontraba lista y sentada en esa dura banqueta que la obligaba a permanecer derecha y en la mejor de las posiciones: sus brazos estacionados y caídos a sus lados, así como los mechones de su cara, sus ojos entreabiertos aún por la molestia de las luces y esa dejadez evidente con signo depresivo. La mesa estaba servida y todo en su justo lugar: los cubiertos, los platos, una panera engalanada y un juego de cerámica blanca de sal y pimienta. Los vasos alargados que tanto costaba lavar y cuidando el detalle de buen gusto jugaron con la tonalidad de los platos y el color de las servilletas. Miranda observaba hacia la ventana, los calores dieron una tregua y las harían pasar una buena noche y hasta se darían el gusto de quedarse conversando por más tiempo acerca de las novedades del día. Para terminar, y en sobremesa, una botella con agua y tres rodajas de limón acompañaban la cena guarnecida con la virtud y el cuidado como obsesión.

      —Estás callada —le dijo su madre.

      Miranda ni siquiera levantó la vista del plato; con sumo cuidado dejó los cubiertos sobre la mesa y dirigió la mirada a su costado, hacia afuera. Le preguntó a su madre si podía apagar la luz al terminar de cenar. Volvió su mirada hacia ella y, con una ternura forzada, le contestó que estaba bien, solo que a veces no lograba acostumbrarse a la casa, que extrañaba su lugar, el barrio que habían tenido.

      Su madre, quien regularmente desatendía las cuestiones de afecto y las demostraciones de interés hacia su hija, le dejó un papel doblado debajo de la panera. Miranda lo había visto pero no quería mostrar signos de interés, tan solo buscaba relajarse y matar la curiosidad en la sobremesa. No hablaron de lo de siempre. La conversación tuvo que ver con los frecuentes sueños que ambas habían tenido. Ella y su madre maldecían las altas temperaturas y la baja presión buscando algún mecanismo onírico relacionado con el ambiente. Miranda hablaba de duendes, de que moría cuando desfallecía de sueño, de que viajaba a otros tiempos y de que siempre soñaba con la misma persona. Su madre soñaba con su abuela que se


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