El sueño de Miranda. Fernando Herrera

El sueño de Miranda - Fernando Herrera


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que tenía unos ocho años y, sentada sobre la falda de su tío, pelaban mandarinas recién cortadas de un árbol asombroso, sentados ambos bajo el sol de la siesta en esos bancos adornados con venecitas de todos colores. Su madre colocaba las cáscaras en las manos de su tío; cuando sus manos estaban llenas, este se acercaba a la tierra a depositar las cáscaras y le ordenaba que cerrara sus ojos sin tener que espiar. Al volver a abrirlos veía crecer un nuevo árbol sobre el jardín con hojas de cáscara y troncos de semillas mientras gritaba con espanto que su tío se había convertido en un viejo mandarino y que la había abandonado.

      —¿Y tú que sueñas? —le preguntó.

      —Me persiguen, mamá... sueño que hay cosas y personas que me persiguen, que me buscan y no logro saber quiénes son o qué son, pero no estoy segura de que fuesen personas como nosotros. La noche del jueves, el día que tuvimos que llamar a don Braulio para que nos ponga los mosquiteros en las ventanas, soñé algo que no dejo de recordar, sobre todo cuando las cosas no van bien.

      “…iba yo caminando una noche de mucho frío por la cuadra del banco, de la casa de viajes y de las prendas para viejos, ese mismo donde venden los pijamas con escote en ve y el extremo de las mangas elastizadas que tanto me pedís que use, eran pasadas las ocho, pero había bastante concurrencia de gente. Aún recuerdo que llevaba mi sobretodo de pana negro con el cuello levantado, mis manos en los bolsillos y mi pelo suelto, pero más corto. Pero mi sensación cambió al dar vuelta en la esquina, allí donde la concurrencia de gente es mayor y los comercios abundan hasta en el medio de sus calles. A partir de allí tuve la certeza de que estaba muerta, de que, si bien era yo misma la que estaba en ese lugar y caminando por esas veredas, no estaba con vida. Era como si fuese otra vida. Levanté la vista, algo me había llamado la atención: el cielo era de un negro intenso y espeso, denso como el aceite que se vuelve azulado con incesantes destellos, como si fuesen relámpagos. No era normal ese cielo, era como si algo hubiese sucedido y del que todos ya estábamos habituados. Caminé hacia el café más próximo, la gente me miraba y recuerdo uno en especial: un señor de unos cincuenta años con bigotes finos, pelo enrulado y cara afilada. Recuerdo que me miró a los ojos de manera muy particular, como si intentara decirme algo; yo me paré frente a él y este me extendió su brazo alcanzándome el periódico. Me lo coloqué debajo de mi axila y continúe caminando hacia el café. Al entrar, intenté ir hacia el mostrador cuando sentí el sonido de la cortina metálica al bajar muy despacio mientras gran cantidad de personas se agolpaban agitadas dentro de este. En ese momento, desperté tal como me sentía en ese sueño: la paz y el sosiego me había invadido el alma, cada segundo, cada minuto, cada momento por el que pasé me había provocado algo nunca experimentado, una paz indescriptible...

      “...Pero no fue el único sueño, mamá... hubo otros...”.

      Ambas se quedaron en silencio. Una suave brisa agitaba las cortinas del cuarto de estar, y ese olor a húmedo que anticipaba el aguacero las colmó de alivio y frescor. La noche se cerró, abrieron aún más las cortinas mientras apagaban las luces de esas tulipas que colgaban elegantes del cielo raso. Miranda se dirigió a su habitación con aspecto cansino, mientras su madre, tan reacia a la atención del hogar, ordenaba la cocina. La brisa dejaba de ser brisa y el viento arremolinado comenzaba a invadir los ambientes. La madre se encargó de cerrar las persianas. La lluvia ya se precipitaba en ángulo y apenas se iba introduciendo suave y atrevida. Sobre la mesa, en el austero mantel de puntillas celestes, yacía el papel doblado debajo del canto de un vaso: parecía menos importante que el agua que caía del cielo. Las ganas eran otras; la voluntad, la respiración, todo llegaba en ese momento de la fresca, del agua, del cielo.

      Miranda quedó dormida a merced de la tormenta, inhalaba el aire con olor a tierra mojada que ingresaba tibia por las ventanas desde el parque árido, estéril, que rodeaba al edificio y de los primeros nubarrones que asemejaban a grandes pinceladas de óleo salpicados en el cielo. Ya no dormía sobre el suelo, las sábanas la cubrían hasta sus hombros, y su cabeza quedaba mullida sobre la almohada; la ventana de su cuarto comenzaba con un chillido agudo en ese vaivén tortuoso. Su madre maldijo las bisagras que fastidiaban tanto como esos días en que jugaban a escondidas esos grillos parranderos, así que dejó correr el agua de la pileta unos segundos y fue a arreglar el asunto. Mientras dejaba inconclusa las repeticiones de las cosas, anudaba los extremos de las cortinas para que el aire no se embolsara y molestara su sueño. La observó de costado, rodeó la cama y, por un momento, pensó en recostarse a su lado, como cuando se quedaban dormidas después de los cuentos de aventuras. Ya no recordaba cómo se iluminaban los ojos de Miranda ni las exclamaciones onomatopéyicas que tanta ternura le provocaba.

       “… Está oscuro, negro, no alcanzo a ver claridad alguna, ni siquiera estrellas ni luna. Diviso desde el cielo pequeños seres al norte, corriendo con escafandras o algo parecido sobre sus ojos y cabezas, tienen vestimenta de soldados, pero oscura. Desde mi postura omnisciente los observo tranquila, están allá, en lo que queda de la tierra, son pocos sitios de suelo, el resto está todo cubierto de agua. Ellos corren en busca de algo, una especie de máquina o aparato. El agua los circunda, los acorrala en la oscuridad, parecen solo ellos. Los llego a divisar desde lo alto. No hay más gentes. Todo sucede en el norte, oriente y occidente. Parecen desesperados corriendo en la búsqueda entre los pocos sitios, cada uno es como una lucecita, los puedo seguir por ello con mi vista. No paran de correr, se dirigen hacia el este, parecen atrapados, el agua los rodea. En un momento algo encuentran, creo que es lo que buscan, es ese aparato con ojos. Alguien de ellos, tal vez el líder, se los coloca. Yo veo, puedo ver con mis ojos lo que ellos ven. Veo tierra bien firme, mucha tierra. Algo pasó, algo muy grave: la tierra que ven está al sur, pero algo sucedió, tal vez un cataclismo. No estoy asustada, pero me inquieta que hayan encontrado esta tierra. Siento que nos descubren. La tierra que encuentran es aquí. Veo preparativos, sucumben en el hallazgo, vitorean, están pronto para venir. Ahora comienzo a temer. Veo aparatos voladores que comienzan el viaje. Todo está bajo agua, pero aquí es todo tierra. Del territorio de los Incas hasta aquí es todo tierra…”.

      Se sintió la caída fulminante del rayo, y Miranda, jadeante del susto, despertó con la boca abierta y los brazos extendidos creyendo caer desde lo más alto del infierno. Observó hacia la ventana. El cielo espeso de la negrura tormentosa le helaba la sangre. Se tranquilizó, se tomó el pecho y comenzó a respirar con profundidad. Se inclinó hacia un costado y pudo encender la luz de su velador de custodia. Con los ojos entrecerrados vio el papel doblado y se acordó del recado de su madre.

      “Miranda, necesito hablar contigo. Ya no vivo en la casa de mis abuelos. Con mis padres nos hemos mudado por un tiempo fuera de la ciudad. Esta semana por la tarde pasaré por tu casa. Espero que te encuentres bien” Ana.

      A Miranda, aún traumada por el sueño, le extrañaron los rasgos arcanos de la nota. Hacía mucho tiempo que había dejado de tener un contacto frecuente con Ana y Clara, sobre todo, después de lo sucedido en aquel incendio hace ya varios años. Las últimas palabras entre ellas habían sido una tarde tan calurosa como virulenta: los canales de noticias continuaban pasando imágenes de la vuelta a la democracia, el país nuevo se resistía, y ellas comenzaban un impasse de varios años. Aun así, los últimos contactos habían sido telefónicos, esporádicos y sin tanta importancia e, incluso, solo entre sus propias madres. Esa madrugada la nota le generó inquietud, un raro presentimiento del que no se pudo desprender para dejarla en vela toda la noche. Quizá Ana intencionalmente quería generar un halo de misterio, o tal vez buscaba atención por sentirse alejada después de tanto tiempo, pero luego tomó conciencia de que el alejamiento había sido la decisión tácita propuesta por las tres. También dedujo que en ese caso la hubiese llamado por teléfono o habría venido una tarde a visitarla. Clara no había quedado bien después de la muerte de Paula. Y Miranda tampoco.

      Despertar esa mañana fue más placentero. Ya no sentía el pegote de calor ni las ganas de salir corriendo para darse una ducha. Amaneció cubierta por una sábana que la protegía de una suave brisa. Deseaba quedarse todo el día sumergida en entresueño y abandonarse al paso eximio de las horas. Mientras pensaba en eso, sintió por fin el elixir del aroma de café, el sonido gotero y burbujeante de la máquina junto al reposar de las tazas y una vieja radio a casette que brindaba una discreta compañía. “Debo levantarme”, pensó luego de estirarse cubriendo


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