El sueño de Miranda. Fernando Herrera
y trepó a uno de los postes que aún sostenía el alambrado; se sentó sobre este y observó la lejanía, el infinito terreno que se perdía bajo el cielo; inhalaba el aire ventoso que se incrustaba en su cara y exhalaba paz con el entrecierro de sus ojos. Por un momento, sentía elevarse en el aire como panaderos voladores, su cuerpo al balancearse le hacía sujetarse con más fuerza, y sus cabellos tomaban el impulso de colas de barrilete. Sin saberlo, o, por lo menos, sin tener conciencia de ello, se adentraba en un estado de meditación que la dejaba por algunos minutos en un eterno presente. Luego, desensilló. Le apresuró la sed para volver, pero no el miedo a la lejanía, ni a los extraños, ni a su madre por su ausencia. Volteó con sus dos ruedas y puso marcha a su regreso. El mismo camino, pero teñido de una tarde más gris y atemporal, donde llegó a divisar a lo lejos los tejados rojizos de la escuela, los mismos que habían sido donados por el corralón del pueblo que el intendente perseguía, y, dando más empeño a sus piernas para llegar hasta aquel, le hacían percibir que las vueltas eran inesperadamente más veloces que las idas.
Miranda y Clara crecieron en la soledad de la infancia. Junto a otras niñas dominaban las tardes que languidecían de repente entre el verano y el otoño en la plaza de Rafael Castillo, un pueblo donde la gente joven nace con rasgos de una madurez sufrida y los ancianos se resisten a morir en la puerta de sus casas. Allí, apetecían las mismas ganas de besar a los niños en una iglesia soberbia, un domingo de misa. Al terminar el sacramento que el padre Tommasi dirigía, corrían hasta la despensa complaciente, como parte de la liturgia religiosa, y, al entrar, de sus bolsillos sacaban a tientas lo único que tenían: algunos centavos de pesos, un botón y un par de hebillas. Don Manuel las miraba con sorna en los labios, mientras Miranda y Clara, ebrias de inocencia, extendían su palma por un alfajor y algunas gollerías. Como desatadas de una prisión, volvían corriendo a pedir permiso para jugar en la casa de Paula, que tenía en los fondos extensos yuyales y algunos claros de tierra, una hilera de plantas extrañas y muchas macetas con fresas que su madre mezquinaba. Paula, cuyas únicas amigas eran ellas, les contaba de su madre y les hablaba del tiempo, de un secreto o de alguna novela que había visto por la tarde. Algunos años después, una de esas tardes de siesta que olía la proximidad de una llovizna, fueron a buscar a Ana que vivía con su abuela, su tía y una mujer que las cuidaba. Algunas gotas ya caían y, si se largaba el chubasco, no tendrían lugar dónde jugar que no fuera dentro de la casa. Mientras volvían tuvieron una idea. Las cuatro tenían todo decidido: con la medianera, un níspero y un limonero, armaron un escondite, que consistía en un techo de hojas de parral, una lona de arpillera que cubría todos los costados, una puerta de madera apoyada entre unas ramas y unas latas de durazno, atadas entre ellas, que sonaban como alarma por si alguien espiaba. En esa cueva oportuna y soñadora planearon pasar a la clandestinidad, vigilar a los hampones y construir un mundo justo y hasta casi medieval; consultaban mapas y recorridos; leían las últimas noticias de tragedias y mentiras; hacían anotaciones sobre el clima, las caras de la luna y el ruido de cigarras; contaban los pasos hasta llegar a la casa, los vecinos que pasaban y las contraseñas que cambiaban. Juraron un protocolo de vida que no debían traicionar. La sangre, la nobleza en los valores, el socorro mutuo y la eterna fidelidad las unía.
Una noche extrañamente glacial de un septiembre mustio, enviaron a Miranda a la casa del señor Ortiz, el sastre y padre de José, el monaguillo de la Parroquia el Sagrado Corazón. Tenía contextura mediana y muy delgada, prominente calvicie y dedos tentaculares; destacaba un aire elegante en su ser y en su labor, que ejercía con amplia pericia. El saco de su madre ya estaba listo y la costura nueva, pero tuvo que esperar a que tomara detalles de terminación y en las medidas. Ahí sentada en una silla de paja y sobre un almohadón de folia remendada, sus piernas se balanceaban y colgaban con retorcido aburrimiento. Sus ojos revoleaban los objetos del cuarto, y sus manos hurgueteaban las cajitas de alfileres. Había retratos de todos sus parientes con marcos ajados y pilas de telas sobre tarimas tapizadas del color de las paredes.
El sastre la observaba por encima de sus lentes con la curiosidad de un encriptado misterio. Le preguntó de espaldas por su madre y por sus notas en la escuela, por su mascota “Ulises”, un hámster rechoncho, y, con una malicia intencionada so pena de castigo, cuánto era ocho por siete. Azorada de sorpresa y rápida de reflejos, le contestó con la velocidad de un refucilo la respuesta correcta. Miranda le preguntó cuánto era ocho por nueve, mientras observaba el segundero de un reloj plateado por encima de un espejo. El sastre tardó tanto como la sonrisa de Miranda, para terminar, preguntándole por sus buenos modales y sus números tan aplicados. Miranda solo guardó un firme silencio. Trató de persuadirla ofreciéndole galletas, mientras ella ojeaba revistas de moda. Le preguntó si asistía a misa los domingos por la mañana. Miranda respondió afirmativamente, y, agregó, que lo hacía para acompañar a su madre. En un momento de la charla, entró la esposa para ofrecerle un té, y ella aceptó frunciendo las cejas. El saco estaba listo cuando entró José, y se sorprendió al verlo sin el atuendo de monaguillo. Tenía unos jeans agujereados y una remera desteñida, un crucifijo en su pecho y unos gestos llamativos. Apenas se percató de que estaba, su madre lo obligó a que se presentara. Miranda apenas levantó los ojos mientras su pecho latía, y José la miró con inquisitiva extrañeza: observó sus piernas y, de reojo, la protuberancia de sus senos; intuyó la incomodidad en sus ojos y el rojizo de su cara. La esposa del sastre le acomodó el vestido, la puso de espaldas para estirarle los brazos, le preguntó por el pago que casi olvidaba y, con el inevitable sentido de culpa, rio nerviosa bajando la vista. Miranda no llevaba dinero en sus bolsillos y, cargada con el remiendo de la prenda, maldijo la infamia de la trampa y la jugarreta torpe y mal intencionada de su madre.
Las acostumbradas mañanas de los sábados eran grises y triviales, y el sol de ese verano parecía empecinado en dar sus frutos solo los días de semana. Miranda solía preparar el desayuno tan temprano que la claridad del día no quería despertar. Sus preferidos eran café suave sin azúcar y él te verde con rodajas de limón. El mate era para su madre, que le gustaba prolongar el tiempo sobre la mesa. La mudanza la había afectado tanto que durante tres domingos seguidos no paraba de llorar, para, luego, quedarse inmersa en tantas pequeñeces que le costaba comenzar con sus labores. Pensativa y sin ganas comenzaba la histeria de los sábados: se pulían los pisos, se acomodaba la cama, se lustraban los estantes, se lavaba la ropa, las ventanas y toda la cocina. Aquellos quehaceres incomodaban a Miranda hasta llegar a sentirse frustrada y furiosa en una misma proporción. El vigor de su enojo quebrantaba toda relación con el mundo, y con vehemencia observaba la desazón de su madre. Por todo esto, Miranda quedaba inerte de impotencia sin poder lograr la paz y el sosiego en ese momento del día y poder regocijarse con el sonido filoso de la nada. A mitad de la jornada y sin haber más remedio, sofocada entre la mugre de la ropa y los trapos de cocina, se ofreció para lustrar los muebles de cedro insípido y una pequeña biblioteca con libros de tejidos y de cocina que eran de su agrado. Así que mientras escupía el polvillo de las obras pasteleras y estornudaba entre los puntos de cocción, imaginaba a su madre fallecida por accidente o de suerte natural.
—¿Trajeron lo que necesitamos? —preguntó Clara.
Pusieron todo sobre el carretel usado de una bobina de cable: frascos, vendas, tijeras, alcohol, una radio, linterna, mapas y hasta una brújula de guerra del abuelo de Paula. Todo debía estar dispuesto y a mano por cualquier emergencia. Clara y Ana se ocupaban de la ropa que las identificaba, mientras Miranda sacaba su anotador para continuar con el diario del día. Todo debía ser previsto y asentado. Resolvieron por la tarde los códigos internos: nada de dibujos, ni chismes de amoríos, los temas del colegio estaban autorizados, pero no las faldas, ni pinturas en el rostro, alguna fragancia recatada sin ser llamativas y sí las rosas y los jazmines que pudieran animar y embalsamar el momento.
“…Era la cuarta vez que esperaba verlo pasar. Miranda pasaba las manos suavemente por el vestido mientras lo estiraba y secaba de sudor. Sus aros de perlas no solo hacían juego con este, sus zapatos al tono apenas tenían gastada la suela. Las tantas gotas de paciencia y los aires de cansancio ya la daban por vencida, su cabello sujeto por una cinta imperceptible le afinaba su perfil, y, de tantas miradas inconscientes al primer chico que pasaba, descansaba cerrando sus ojos por algunos segundos. El aroma dulce del perfume de su madre atraía la atención de las calandrias a vuelo rasante de su banco, mas no perdía las ganas de salir corriendo de allí y perderse en el vacío, y despertar, otra