El sueño de Miranda. Fernando Herrera
de lo permitido. Allí, apoyada con la espalda sobre la pared y la cabeza baja, la presión rebosante del agua sobre la nuca la energizaban. Volvía a nacer, revitalizaba sus entrañas, su alma, sentía como desde sus pies hasta su cabeza, la recargaba, la sanaba, le producía una desintoxicación física y mental que la colocaba en su centro, la tornaba en equilibrio. Cerrando sus ojos, percibía todo su cuerpo, sus dedos, sus piernas, sus brazos, el pecho, su rostro... Al abrirlos observó sus manos, las palmas, las yemas de los dedos arrugados, y fue ahí que decidió voltear y cerrar la canilla. Luego de asearse se vistió con una prenda blanca que la cubría hasta las rodillas, sin mangas, de un algodón gastado que ella disfrutaba al recordarse de niña y cumplía con la austeridad clásica y personal que siempre la caracterizaba.
Al pasar hacia la cocina le sobresaltó el timbre de la puerta principal. El sonido era tan grave que asemejaba por un instante a una alarma de incendios. “Ecos traumáticos”, pensó, pero tal dominio de sí la personificaba que continuó en la cocina, abrió la puerta de la heladera y luego sacó unas tostadas de la alacena. Esperaba el segundo timbrazo. Se sentó intranquila. Seguía esperando con toda su intuición... Revolvió su café con solo una cucharada de azúcar. Seguía revolviendo... “Se equivocaron”, pensó aún expectante. Tomó la taza con temor y bebió el primer sorbo. Y en ese momento volvió a sonar. “Mierda”, dijo.
—Yo atiendo —dijo su madre—. Es para vos. Es Ana.
“¿Ana?”, pensó.
—Dile que suba, mamá.
—Me dice que no puede. Quiere que bajes.
Miranda simplemente asintió.
Bajó los tres pisos por escalera con el café en la mano. Por cada entre piso consumía apenas un sorbo y, al llegar, abrió la puerta vidriada mientras observaba con asombro esa pálida delgadez: parecía más alta, el cabello corto, hasta sus palabras parecían livianas, esmirriadas.
—¿No me vas a saludar? —le dijo.
Sin soltar la taza, se fundieron en un abrazo corto, nervioso.
—Tu nota decía que pasarías esta semana por la tarde —la inquirió con extrañeza.
—He estado trabajando en algo, Miranda. De a poco te lo contaré. Pero antes de que me preguntes, si me ves de esta manera, es por el trabajo, los nervios, las cosas que últimamente me han pasado.
—Bueno, me tendrás que explicar entonces. Pero aquí no. Vayamos a lo de Padilla.
—¿Y quién es Padilla?
Bajaron casi con torpeza por esas escaleras rancias. Se guiaron con la luz del exterior hasta toparse con una puerta desvencijada: los contornos ya casi sin pintura dejaban ver la raíz de la madera y las bisagras todas corroídas; parecían quebrarse al menor movimiento. Con extremo cuidado, Miranda introdujo las llaves mientras Ana le preguntaba qué demonios era esto. Ella la observó sin expresión alguna. La puerta lentamente comenzó a abrirse: con su parte inferior producía un sonido al raspar el piso de cemento. Tanteó a su costado derecho con la mano hasta hallar los interruptores mientras maldecía al viejo Padilla por el olor añejo de los vinos. Se encendieron las luces y ambas entraron con duda: Miranda evitaba llevarse nada por delante, mientras que Ana tenía miedo de toparse con algún despistado roedor. La bodega estaba repleta: barriles con vino estacionado en las esquinas y pilas de botellas de un verde oscuro apoyadas sobre las paredes; en el medio, cinco hileras de estantes tan altas que casi rozaban el techo, y, detrás, la luz parecía no llegar. Miranda le tomó de la mano guiándola hasta el final del pasillo. Al doblar hacia la izquierda tuvieron que encender otra luz. Ana casi pierde el equilibrio al ver el escondite sibilino y profundo que se abría ante sus ojos.
Había mapas sobre una pared descascarada, una computadora encendida, anotadores, recortes de diarios, un monitor que mostraba imágenes de la entrada a la bodega, un grabador sobre la mesa y una cámara de fotos, libros sobre tratados de sueños, su interpretación y profecías, algo acerca de vidas pasadas y “La máquina del tiempo” de Wells. El resto parecía estar bastante ordenado: dos sillas rodeaban la mesa, una lámpara de escritorio y unos lápices en forma vertical dentro de un ordenador de madera.
—¿Qué es todo esto, Miranda?
—Como verás, es un viejo depósito. Aquí vengo algunas veces por la tarde. Por supuesto que mi madre no lo sabe. El dueño de todo esto me deja pasar y quedarme, y yo solo le leo historias de los clásicos al sereno Padilla. Él es ciego, es el cuidador de esta bodega cuyo dueño solo viene alguna vez al año; la confianza estima más que su ceguera, y, hasta ahora, su única compañía era la de Aurelia, una cotorra más chusma que Maruja y un gato que se cuela por las mañanas sabiendo que lo espera un tazón lleno de leche. Estoy trabajando en algo que me tiene desvelada. Aunque parezca un engaño de palabras, se trata de mis sueños. Aquí, en este lugar, trato de recordarlos, de anotarlos, de encontrar algún sentido a episodios que se asemejan a la realidad, la frecuencia con que suceden, los protagonistas, los lugares, todo lo concerniente a ellos. Hay algo que no logro descifrar y estoy segura de que tiene que ver con mis antepasados. Mi madre me ha contado que sus padres y los padres de sus padres han estado en la guerra, han pasado penurias en otros países y ella muchas veces me ha confiado sus sentimientos de culpa por llevar una vida mucho más confortable. Mientras que yo, hace ya bastante tiempo, he comenzado a tener sueños extraños. Estos son tan vívidos que al despertar pareciera como si aún me mantuviera conectada a ellos. Y estos sueños se han vuelto tan insoportables de soñar, que tengo sensaciones de temor por mi vida. Al caer cada noche en uno de ellos, mi ser se introduce en situaciones de peligro extremo, y, muchas veces, es la guerra la protagonista.
—Entiendo. ¿Y piensas que tiene que ver con tus abuelos y tatarabuelos?
—No exactamente. Creo que todo se refiere a mí, pero que no soy yo.
—Me recuerdas a mi abuelo judío hablando de la eternidad de los tiempos. Luego de la cena en las primeras noches de octubre, en las vísperas de su cumpleaños, mi abuela, bautizada pero atea hasta los huesos, lo miraba de reojo, y luego quedaba con su mirada vacía preguntándose con quién diablos se había casado. Lo observaba como si tuviese en la casa a un ser irreal, fantasmagórico. Creo que ella pensaba que los nazis lo habrían fusilado, pero al reencontrarse con él, en realidad, le habrían devuelto un espíritu, un ente forastero que a veces la cuidaba. Él había sobrevivido al exterminio en un pueblo de Polonia, sobre un valle fértil rodeado de montañas con picos helados y arroyos del deshielo. Ya no le quedaba nada por temer, estaba seguro de la eternidad de las almas, y solo esperaba su momento —le contestó Ana.
Pero yo necesito hablarte de algo, Miranda. Para eso he venido. Hay algo que nos ha sucedido y creo que es necesario que lo sepas.
—Pues bien, sentémonos y comienza.
—Mi padre trabaja en un laboratorio de inseminación artificial, aquí en la ciudad. Es jefe de un equipo de trabajo que se encarga de preparar a los pacientes antes del tratamiento. Así mismo, trabaja en un estudio de investigación acerca de los resultados en el tiempo de las estadísticas que se llevan a cabo en las parejas que no pueden concebir un hijo: la cantidad de casos de infertilidad, los casos de infecundidad y cuáles son los porcentajes de embarazo con los tratamientos de reproducción asistida. Para todo esto hay variables que lo determinan: los plazos de embarazo, las edades de la pareja, sobre todo la edad de la madre, el riesgo de un aborto de manera natural, etcétera. Mi padre recibe los informes en términos bimestrales y para ver la incidencia en el total de la población también le llegan informes de la cantidad de embarazos de manera natural, o sea, aquellas parejas que no tienen o no presentan inconveniente alguno en la concepción de un niño. Pues bien, estos informes se detallan en términos porcentuales y son los comúnmente llamados porcentajes o tasa de natalidad. Hace meses, quizá desde la primavera que nos tomó de sorpresa durante los primeros días de agosto, observaba a mi padre sumamente inquieto. Aún lo recuerdo con los informes en sus manos una atípica mañana calurosa de invierno bajo el toldo ennegrecido que cubre una pequeña porción del patio. Meses han pasado y más preocupado se encontraba: durante largas noches visitaban mi casa gentes importantes, hacían reuniones mientras mi madre y yo nos