El sueño de Miranda. Fernando Herrera

El sueño de Miranda - Fernando Herrera


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veces, mientas caminaba a través del cuarto de estar, mis ojos percibían manchas oscuras que se movían y desaparecían, las lámparas comenzaron a quemarse, la tensión subía y bajaba, también era frecuente estar sentada a la mesa y presentir que había alguien detrás de mí. Y, por supuesto, mis padres también experimentaban estas cosas.

      “Una noche, en la que me encontraba sentada en la vereda, vino a casa una persona, alguien que mi padre conocía. Recuerdo que no habíamos cenado aún. Su nombre no lo recuerdo, pero se apellidaba De los Santos. Era un hombre que trabajaba junto a él en el laboratorio de fertilidad. Creo que se estimaban mutuamente, era frecuente que mi padre lo nombrara varias veces en casa. Ellos se habían dispuesto a sentarse para hablar de manera muy entusiasta en el cuarto de estar, y recuerdo que yo estaba muy cerca y, al parecer, a ellos no les importaba demasiado, así que pude oír algo de la conversación. No olvido lo pálido que se encontraban ambos leyendo unos papeles. Por un momento, solo permanecieron inmersos en la lectura de algo que parecían ser informes, luego hablaron de números y porcentajes así que supuse que serían informes estadísticos. Decían que los porcentajes habían bajado, pero que venían haciéndolo de manera sistemática y en la misma proporción desde el año anterior, solo que este último reflejaba que la cifra había descendido de manera muy abrupta. Mi madre les servía café mientras yo pude permanecer en la misma situación, oyendo sin que a ellos les importara. El señor De los Santos parecía no entender esos resultados y mi padre se encontraba muy nervioso. Los escuche decir que llevarían esos informes al Ministerio, que hablarían urgente con los directores del centro, que intentarían enviarlos también a las embajadas de los distintos países. Pero hubo algo que me inquieto aún más. Escuché decir a mi padre que el acceso a esos informes debería estar prohibido a la población. Luego, al cabo de unos minutos, el señor De los Santos se percató de mi presencia, giró hacia mí y me miró con un atisbo de conmoción. Fue en ese momento que me levanté del sofá y, caminando hacia la cocina, llegué a observar a mi padre que colocaba los documentos dentro de su maletín.

      —¿Y qué supones que son esos documentos? —inquirió Miranda con singular dureza.

      La despertó el sonido corto y repetido de un mensaje en el contestador. Al parecer era bien temprano pues la alarma de las siete aún no había sonado. Sin embargo, la claridad del día penetraba las microscópicas hendijas de la cortina y sus ojos las percibían por entresueños. Se levantó y sintió el placer del frío en la planta de los pies. Simplemente se dirigió hacia la ventana, donde pudo observar parte de la gente del vecindario que comenzaba sus quehaceres. A lo lejos divisó a Lucrecia, la única mujer de la ciudad que repartía los diarios con mezcla de glamour y bohemia, un personaje atípico que desentonaba gratamente entre los vecinos de esas cajoneras. De inmediato abrió las hojas de las ventanas y casi con medio cuerpo fuera extendió sus brazos y lanzó gritos para llamarla. La escuchó. Así que bajó de su bicicleta para hacerle ademanes con la natural gracia de una estrella de cine. Le pudo hacer muecas para indicarle que bajaba hacia el vestíbulo del edificio y que necesitaba un ejemplar del diario. En ese momento escuchó de repente y otra vez el sonido corto y repetitivo de un mensaje, pero solo corrió hacia la puerta. Lucrecia era delgada, rubia y con rizos hasta los hombros. Llevaba siempre una chaqueta de cuero negro y unos pantalones de trabajo ajustados a los tobillos. Tendría unos cincuenta años, pero se mantenía en buena forma: el permanente pedaleo de todos los días le traía sus beneficios. Lucrecia no sabía de noticias, simplemente repartía diarios que nunca leía, pero destacaba su atención. Los días de lluvia envolvía los diarios en bolsas transparentes sujetos con una cinta de raso azul. A veces repartía caramelos a los niños que mandaban sus padres y otras veces, dentro de los diarios, venían recetas de cocina que ella misma colocaba. Cuando llegó a la puerta, ahí se encontraba con su estirpe solemne y elegante, sonriente y apoyada en sus dos ruedas con el diario en una mano y unos olivos por las Pascuas.

      Miranda entró dispuesta a preparar el desayuno cuando nuevamente oyó el sonido de su contestador. Se dirigió a la habitación para recostarse entre esos almohadones tapizados con jean, con gabardina, con plush, con satén, con lino, con crepe y con todas las demás clases de telas que su abuela guardaba en el ropero que usaba de almacén.

      —¿Has leído las páginas del diario? —la voz de Ana que salía del aparato no la sorprendió.

      —¿Por qué tanta insistencia?

      Colocó sobre el respaldo un almohadón detrás de su espalda. Hojeó el cuerpo principal y dejó los deportes y espectáculos para después, junto con la revista semanal. Leyó todos los encabezamientos de noticias, los títulos principales: los de política, los de economía, los de sociales y de tecnología, por último, algunos policiales y hasta los avisos clasificados. Volvió a comenzar, pero esta vez con avisos publicitarios, búsqueda de trabajo y la sección de cultura. Nada parecía relacionar algo que las interesara y les haya sucedido, no había notas que tuviesen que ver con embarazos ni métodos de fertilidad, algo que recuerde sobre los dichos de Ana. Desmenuzó el dorso del cuerpo principal entre pronósticos meteorológicos y el destino de los astros, algunas efemérides y la continuación de las historietas. Nada... Así que colocó sobre su falda el suplemento deportivo, los espectáculos y la revista semanal. Leyó hoja por hoja, noticia por noticia. Era bastante la insatisfacción que le causaba lo patético del deporte, la grandilocuencia de la programación televisiva y las recetas novelescas de nuevos chefs que su madre nombraba “incocineros”. Comenzaba a bostezar, ya perdida de noticias. ¿Qué podría relacionarse con el mensaje de Ana? No halló nada particular ni extraño en esas páginas amarillas. No había noticias destacadas ni episodios fuera de lo común. Solo algún que otro suceso que, a la sazón, ocurría fuera del país: la inmigración en Europa, las elecciones en Estados Unidos, las revueltas en algunos países africanos, los temporales en el Sudeste Asiático, la complicada política rusa, los embates del narcotráfico en América y algunos pormenores sobre hechos curiosos en otros lugares del planeta: el hombre sin cabeza en Surinam, el ganador de la lotería en Taiwán, la corrida de toros en Pamplona, el tren más largo del mundo en China o la acústica en las casitas de hielo en Alaska. Pero nada sustancial, nada acerca de terremotos, nada de actos terroristas ni volcanes en erupción, ningún avión con emergencia, ninguna central nuclear fuera de control y nada de plagas, pandemias ni virus gripales que azotaran al mundo. Nada de eso.

      Su madre volvió cerca del mediodía, cargada con bolsos de arpillera y con manijas, esos que ya no se usan más que para dramatizar su condición de adulta. Abrió la puerta. Traía algo más que mercadería: sostenía, además, macetas de plástico con flores y plantas; las hojas eran grandes, las quería para hablar; se sentía menos demente que si las hubiese elegido con hojas pequeñas. Al entrar a su cuarto la vio sorprendida y con la actitud de haberla pillado en algo estrafalario, esotérico, aunque el periódico desperdigado sobre ella también le dio el motivo para satisfacerse del chisme.

      —¿Te enteraste del fallecimiento de Merceditas? —le preguntó.

      —No —contestó Miranda.

      —¿Y de que también falleció el viejo Isidoro?

      —Tampoco —volvió a contestar sin levantar la vista.

      —Al verte con el periódico encima de ti, pensé que ya lo sabrías.

      —¿Y por qué debería saberlo?

      —Porque fue publicado en los obituarios con esas palabras que se usan para los muertos —le contestó su madre.

      Miranda se dispuso a buscar en la maraña de secciones que tenía desparramadas. La encontró. Ambas carillas le tapaban el rostro. Buscó por columnas de derecha a izquierda, esa maldita costumbre que tenía. Buscó por sus nombres que eran comunes en el siglo pasado, pues no sabía los apellidos, y allí, cerca del final de la segunda columna los encontró a ambos.

      “Mercedes Pérez Troncoso e Isidoro Cuevas. (q.e.p.d.) fallecieron ambos el 12 de diciembre de 1986. La Sociedad de Fomento del pueblo de Rafael Castillo y la parroquia Sagrado Corazón participan con gran dolor y aflicción su fallecimiento. Acompañan en este triste momento sus hijos ya fallecidos, Eleonora, Lucia y Robertino”.

      En ese momento, en que la vista pierde el sentido


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