Ciudad y Resilencia. Отсутствует
sancionar, además de reducir lo económico al intercambio monetario. Sería Naomi Klein la que, ya en 2007, nos advirtiera de algunos errores del marxismo vulgar: cuanto peor no es mejor; es más, La doctrina del shock le ha ido bien al neoliberalismo para aterrizar férreamente sus dogmas interesados, privatizadores y provocadores de grandes desigualdades. Hace apenas siete años, Philip Mirowski escribía el libro Nunca dejes que una crisis te gane la partida. ¿Cómo ha conseguido el neoliberalismo, responsable de la crisis, salir indemne de la misma? para comprobar, como volvía a hacer recientemente en una entrevista concedida a la revista Jacobin, que la crisis del coronavirus servía de trampolín para la bestia neoliberal y las elites que la cabalgan.
Reducir el tablero de juego, sancionar e invisibilizar la existencia de alternativas o terminar por dibujarnos un único presente es la tarea a la que constantemente se dedica el gran poder, el que controla las grandes estructuras y discursos, así como la circulación de cotidianidades. El poder entendido como imposición y cercamiento desarrolla, a partir de alianzas políticas, económicas y militares de las elites, ciertos monocultivos en la representación del tiempo (cómo nos podemos organizar), espacio (dónde habitamos, con quiénes cooperar) y de la economía (cómo sostenernos). Acotamientos que, sin embargo, se nos ofrecen como futuros infinitos, posibilidades ampliadas en un mundo en el que la (bio)diversidad del juego social se reduce a marchas forzadas.
No es un truco de magia. Se trata de una «revolución silenciosa» que no necesita de un mando único, pero sí de una coordinación en diversos frentes. En el caso de la maquinaria neoliberal, se trata de gobernar mediaciones (comunicación de masas, educación, simbología en nuestros balcones), reducir la política a las vísceras, siguiendo ahora al gurú Bannon, y aprovechar el clima de creciente crispación para seguir añadiendo leña al fuego. Las personas de abajo, que se ven excluidas del gran pastel, encuentran en ese mirar de frente al fuego la posibilidad de luz: son ellos y ellas las personas maltratadas o ninguneadas, son los otros (comunistas, feminazis, ecologistas de la subvención, aprovechados de cada sillón de la Administración, buscadores de ayudas) quienes constituyen «el problema», la no construcción de un designio histórico que juega con milenarismos (patria perdida, pueblo oprimido, esencias desplazadas) a la vez que con unas ideas de libertad muy excluyentes: hay democracia cuando el pueblo es gobernado por nuestra tribu en clave de mercados al poder.
Para Boaventura de Sousa Santos, esta razón indolente (cargada de razón neoliberal) actúa contrayendo el presente y ofreciéndonos un futuro ilimitado. Es una suerte de paraíso falseado que, en algunos casos, se puede comprar a plazos. Añadiríamos que es un «paraíso» que refuerza la polarización del mundo: explotan las brechas de desigualdad, se hacen más visibles las costuras del poder en torno a prácticas colonialistas, patriarcales, racistas.
La adicción física y forzosa (el endeudamiento como motor de ajustes neoliberales, privatizaciones y aliento de mercados especulativos, cambios constitucionales, restricciones presupuestarias) se complementa con la adicción social (la creación de relatos, la pasividad como clase consumidora, el control de las mediaciones sociales). El imperio de deudocracia se gesta en los años noventa a través de organizaciones como las patronales de la UNICE y la ERT en la Unión Europea, o de las reuniones anuales de Davos[1]. Ya en 2010 las transacciones de divisas representaban 15 veces más que los movimientos de servicios y productos en el mundo: especulación futurista que impone una presión exponencial sobre los bienes naturales. Y para la segunda de las adicciones contamos, por ejemplo, con Facebook, donde tienes tus «recuerdos» y «amistades» más importantes; con grandes supermercados como Mercadona, donde adquirir un número grandísimo de productos «siempre a precios bajos», y gracias a Netflix o a tu nuevo iPhone puedes revisitar la historia o sumergirte en «renovadas experiencias».
Añadimos a la reducción y desperdicio de «otras experiencias» (que incluiría también la experiencia de sentir nuestro propio cuerpo o construir nuestras relaciones sociales) otro tipo de contracciones: la del propio territorio. Un territorio que desde el año 2009 podemos considerar oficialmente urbanizado a escala global, con la ciudad como centro territorial que genera todo un surtido de periferias a su alrededor. Una ciudad construida bajo el modelo desarrollado en el siglo XX en el que el protagonista es el vehículo, obviando las relaciones y necesidades de las personas y reforzando las posibilidades de control social. Este modelo, además de generar una ruptura en lo relacional entre las personas, también lo hace en la relación con el resto del territorio, con las periferias. El protagonismo del asfalto genera una falsa sensación de autosuficiencia, obviando la alta dependencia de la ciudad de su entorno así como la depredación que produce en él. Imaginarios que se sostienen a través de un hardware (estructuras) de megaurbes conectadas globalmente, apropiándose de flujos materiales y energéticos, imponiendo a la par un software (imaginarios) propicio a su visión de «desarrollo»[2].
Esto se relaciona con otra contracción importante: la de la propia subsistencia, donde el alimento es sustituido por simulacros a base de glutamato y aditivos. Y podemos incluir aquí también la progresiva sustitución de formas comerciales tradicionales o de cercanía por un estilo de consumo inspirado en la distinción y el pretendido ocio que nos ofrecen los grandes centros comerciales, las grandes marcas y, hoy, los centros de las ciudades como decorado o escaparate más que como lugares a habitar. Por eso, cabe hacer un recordatorio de que seguimos teniendo derechos como personas, derechos que comienzan cuando nacemos, no cuando somos dueñas de un ticket de compra. Los derechos de las personas apenas aparecen hoy en las narrativas políticas, mientras que los derechos de las consumidoras y el derecho a esquilmar los territorios son abanderados por el gran capital para su expansión[3].
Todo esto sucede ignorando las señales que nos llegan desde más allá de los números y de los mercados, más allá de las polaridades entre personas demasiado ricas y personas más que pobres. Llegan señales de un planeta que no da más de sí. Ya en los años sesenta Rachel Carson nos advertía sobre «el impetuoso y descuidado paso del hombre», haciendo referencia al modelo de producción que ignoraba todo ecosistema. Un sistema incompatible con ritmos y tiempos marcados por la naturaleza. Una estructuración de tiempo, espacio y economías en clave neoliberal donde se potencian desigualdades a través de múltiples factores: exclusión de matrices socioeconómicas, racismo, patriarcado, polarizaciones entre lo rural y lo urbano, centros económicos que refuerzan dinámicas colonialistas, estereotipos culturales y reproducción de instituciones autoritarias[4].
A pesar de todo esto, el mundo no es tan orwelliano como parece a primera vista en este primer repaso de la gramática mercantil y consumista dominante, por varias razones. Necesitamos constantemente responder (o encontrar una salida satisfactoria) a las preguntas de cómo sostener nuestros cuerpos, qué lazos servirán para apoyarnos en nuestro bienestar material y afectivo, y en qué casa (hogar, territorio, planeta) vamos a poder vivir[5]. Desplegamos alternativas frente a los cercamientos de las elites. Nos informamos, las mujeres se rebelan frente al patriarcado, planteamos una crítica al consumo, vemos con malos ojos la implicación de propuestas políticas autoritarias o que nos repercuten vía parón económico, y algunas personas se organizan de otra forma para contestar de otra manera a esta costumbre humana de cuidar cuerpos, tejer lazos y buscarse una casa habitable. Cultivamos sociedades frente la contracción del mundo neoliberal.
LA CONTRACCIÓN ALIMENTARIA
Estamos cargados de razones (neoliberales) y de irracionalidades (en tanto que somos especie). Sube el presupuesto armamentístico, se insufla aire a nuevas guerras, se digitalizan las vidas y se deterioran ecosistemas y sociedades. Todo ello hace ascender el Producto Interior Bruto, pero no el bienestar ni la felicidad ni la sustentabilidad (principio de sostenibilidad fuerte) de la vida de las personas. Las pandemias amenazan. Las amenazas desesperan. El hambre afecta a más de 800 millones de personas en el planeta. La desesperación no lleva, al contrario de lo que podría pensarse desde una lógica utilitarista, a tomar la mejor