Ciudad y Resilencia. Отсутствует
de un control de las posibles interacciones. Los supermercados y las grandes cadenas de producción chatarra o de consumo poco saludable, por ejemplo, funcionan hoy como un encadenamiento de instituciones totales que limitan cualquier posibilidad de decidir, de entender, de informarse o de compartir al margen de las mismas. Las aulas, las prisiones o los centros psiquiátricos representaban para sociólogos como Goffman o Foucault los espacios donde encerrar cuerpos y encauzar mentes hacia una supuesta «normalidad». Hoy cabría añadir los hogares como espacios que encarcelan, reforzados por los encierros virtuales derivados de las nuevas tecnologías, la construcción de lugares de reserva para personas mayores o los propios supermercados ligados a esa red poco nutricional que conforman las grandes empresas de producción de comida.
Las grandes cadenas de supermercados introducen, en primer lugar, una «normalización» de lo que se considera alimento: qué es comestible, qué tiene sellos de seguridad concedidos por Administraciones (confundiendo «inocuidad» con nutrición) o por terceras compañías (al estilo de las agencias financieras de rating), qué imágenes de un producto (una ciruela grande y redonda, igual al resto) son reconocidas como «de calidad» o «suculentas», cómo debe presentarse o elaborarse un plato, etc. Una «normalización» de utilidades que nos hace prestar más atención a lo que «nos distingue» del resto o de épocas de mayores penurias, acudiendo a la relación entre gustos y clases socioeconómicas que analizara Bourdieu. Desarrollamos «necesidades» e impulsos de compra frente a un mundo donde carecer de determinadas «cosas» no es accesorio, sino un descuadre existencial. Hemos visto la reacción nerviosa y compulsiva, al inicio de que el estado de alarma fuera decretado en este país, con respecto al acaparamiento de productos como conservas, precocinados, leche o papel higiénico: ¿en qué hábitos alimentarios andamos metidos?; ¿podemos hablar de una creciente inseguridad alimentaria en países que se supone «desarrollados»? La respuesta a esta pregunta es un rotundo sí, y lo justificaremos posteriormente.
En segundo lugar, son también fuente de un (disimulado) cercamiento. En un súper, el cliente actual tiene la sensación de estar ante miles de referencias alimentarias. Pareciera que el mundo de la escasez, que se considera propia de tiempos rurales o premodernos, se deja atrás. Llega la sensación de «infinitud». Lo que no cuenta la pantalla de normalización del supermercado (su publicidad, sus estantes, los envases, los «consejos» que da) es que, en la práctica, la oferta se compone de productos que reducen la biodiversidad cultivada –reflejada en la reducción de miles de variedades de patatas a dos tipos (freír y cocer)–, crean simulacros de carne de pavo o de cangrejo mediante harinas, provocan adicciones o acuden a reflejos de nuestras papilas gustativas mediante el abundante uso de saborizantes artificiales.
En tercer lugar, el cercamiento que construyen es también físico: el comercio minorista disminuye a marchas forzadas ante nuestra vista, lo que es expresión del ascenso de los metros cuadrados que la ciudad está concediendo a la instalación de grandes distribuidoras. Dicha instalación requiere también infraestructuras especiales, normalmente sufragadas por ayuntamientos, y facilita licencias para otros comercios o actividades de ocio que provocan la eliminación de canales de comercialización para la producción artesanal, de temporada, sostenible, etc.; canales estos que son espacios generadores de economía, pero no sólo monetaria, son espacios en los que generar lazos y relaciones de cuidado comunitario.
Así, bajo la pandemia del coronavirus, la pandemia neoliberal está aumentando el acorralamiento de circuitos que se oponen a este aumento de cercamientos de economías de proximidad, cercamientos de una insalubridad y dependencia garantizadas, y de pérdida de biodiversidad natural o cultivos que implantan las grandes cadenas de distribución y el negocio de la comida en manos de Unilever, Nestlé o Coca-Cola. El cercamiento que se ha venido produciendo es triple:
– territorial: a favor de la extensión física del negocio de la comida;
– simbólico: los supermercados y no los territorios nos dan la vida y las seguridades alimentarias;
– nutricional: el funcionamiento del negocio de la comida es lo que hay que defender, no la dieta equilibrada basada en productos frescos, locales y de temporada.
Bajo la actual crisis, el alimento y la vida se transforman en sucedáneos, algunos tóxicos y otros de cartón piedra, como ocurre con otras necesidades y con deseos impuestos. Vemos la rapidez con que las ligas de fútbol vuelven a la televisión con estadios repletos de figuras de cartón piedra, y, en el caso de algunos clubes (alemanes), son rostros de aficionados que han pagado 19 euros por «asistir». El coronavirus proviene del modelo que estamos describiendo y que conlleva la intensificación en la explotación de bienes naturales, macrogranjas, incremento de deforestación, vuelco climático… y a la par nos propone desintensificar nuestros lazos sociales. Amazon es el lugar donde adquirir infinitos deseos en tanto que el dinero virtual pueda fluir. Netflix o HBO son plataformas de ocio para una minoría que se considera afortunada (menos de un 20 por 100 de seguimiento), pero sí son referencia de conversaciones sociales. Son también un repaso a nuestra memoria histórica a través de biopics o recreaciones históricas, por lo general con algún sesgo neoliberal, anticomunista o tendente a situar en lo anecdótico de personajes encontrados la hondura de ciertos conflictos: la serie El mecanismo como remedo del caso de corrupción política de «Lava Jato» y también como ariete político contra Lula; la serie Chernóbil, que, si bien expresa una catástrofe propia de nuestra falta de conciencia de especie, la sitúa como un problema del «comunismo ruso», sin valorar, por ejemplo, el trabajo que las grandes potencias atómicas hicieron por enterrar las consecuencias del uso de estas energías; Juego de Tronos como afianzamiento de que la guerra es firme expresión de la política, siguiendo a Karl von Clausewitz, lo que justifica también que la política, o es autoritaria, o es un juego sin tronos.
¿Qué tiene que ver esto con la alimentación en tiempos de la covid? No todo, pero sí bastante. En los discursos de los gobernantes y en los grandes medios de comunicación se ha instaurado la idea de alimentación como hecho esencial, como economía «esencial». Pero las imágenes, las ayudas y las campañas han gravitado enteramente alrededor de las grandes cadenas de supermercados y poco (o nada) en torno a las pequeñas producciones más sostenibles o incluso en los derechos de las personas que trabajan en la industria agroalimentaria. En Estados Unidos, cuando estalló la pandemia en el corazón del país, el presidente no hizo mucho por garantizar el funcionamiento de la industria farmacéutica o la puesta en marcha de servicios sanitarios especiales en la sanidad privada. Sin embargo, a finales de abril Trump llegó a firmar una orden ejecutiva para que la gigantesca industria cárnica se mantuviera abierta por decreto, mientras se disparaban los contagios en las fábricas de despiece y envasado. En el Estado español, las cajeras han sido transformadas, a través de campañas en internet y spots publicitarios, en heroínas y firmes defensoras del #QuedatEnCasa, mientras Mercadona las uniformaba y sonreía con las puertas abiertas al fondo de las imágenes.
En paralelo, la agricultura de proximidad era descarrilada de sus canales de comercialización de proximidad: mercadillos y mercados de productoras suspendidos, a pesar de que podían asegurarse las medidas sanitarias, como evidenciaron en localidades de País Vasco o Galicia; distribuidoras que han recibido dinero público para incorporar de forma simbólica productos de hortalizas y lácteos de alguna pequeña productora; sanidad orientada a las medidas químico-sanitarias y a los mensajes de tranquilidad ante el temor de acudir a las nuevas catedrales del consumo de comida como único destino posible, haciendo invisible otra realidad que sí nos alimenta y nos nutre.
El cercamiento a favor del negocio de la comida ha avanzado. El grueso del negocio permanece fiel y alentador de monocultivos intensivos y proveedores que pasan a empotrarse bajo las reglas impuestas por las grandes multinacionales de alimentos. Frente a otras prácticas agrícolas y ganaderas que ayudaban a producir alimentos de forma más sosegada y más libre de productos químicos, nuestra dieta es hoy hipercalórica y poco rica en nutrientes. Incluso en verduras o frutas frescas, pues sus forzados y rápidos crecimientos hacen que los alimentos lleguen a nuestras mesas con menores dosis de vitaminas, antioxidantes o minerales como el cobre o el hierro, que son necesarios para evitar enfermedades y defendernos mejor de enemigos externos. Las medidas adoptadas frente al coronavirus, y dada la observada posición central y privilegiada de las grandes superficies, refuerzan la circulación