Ciudad y Resilencia. Отсутствует
se deja a un lado la opinión de la pequeña producción, que, posiblemente, pagará la factura de una transición hacia la reducción de insumos tóxicos escasamente acompañada. De igual manera, el Fondo de Transición Justa, que podría llegar a los 100.000 millones de euros, pudiera ser un revulsivo para la pequeña producción alimentaria y no sólo para la industria pesada en un intento de «reverdecerla». Dejar de apoyar a la gran distribución y adoptar medidas restrictivas ante empresas que promueven una mala salud de los habitantes y del planeta. Fomentar el comercio de proximidad a través de ayudas, agendas municipales, exenciones fiscales, apoyo de infraestructuras. Quizá bastaría, para avanzar hacia procesos agroecológicos, con atascar un poco las puertas giratorias de los grandes grupos de presión e impedir que sigan girando a su favor las medidas de gracia y apoyo (investigación, subvenciones, infraestructuras).
Para decidir cómo aplicar los principios agroecológicos, precisaríamos impulsar consejos alimentarios que, desde una mirada integral y nuevas formas de gobernanza, velen por nuestros derechos y por unos precios dignos para quienes viven sosteniendo nuestra esencial alimentación; consejos que regularían el funcionamiento de infraestructuras, producciones y consumos agroecológicos, que serían declarados no sólo derechos sino también equipamientos y dinámicas esenciales a proteger y potenciar en planes urbanísticos, conexiones territoriales, terrenos (peri)urbanos reservados a tal fin, entornos rurales y marítimos de exclusivo aprovechamiento sustentable, mini-industrias de transformación y redes para la comercialización directa; consejos sometidos al protagonismo de personas productoras, redes vecinales, técnicos/as en acompañamiento agroecológico, economías sociales y solidarias, educadoras ambientales, pequeño comercio e industria artesanal. Fiscalización progresiva de acuerdo al carácter esencial de estas economías (como el mantenimiento de la producción y comercialización tradicional, la fertilidad de la tierra, la biodiversidad cultivada o la integración agrícola-ganadera), rentas que permuten trabajos (comunitarios) por servicios ecosistémicos y ayudas directas para garantizar servicios en el medio rural así como el derecho a la alimentación de toda la población. Espacios donde problematizar quién decide, quién hace y quién puede acceder a una producción y alimentación saludables, cuando los números muestran la desigual participación de mujeres, rentas más bajas y una mayor carga en los hogares para ellas.
Dichas políticas no podrán ser efectivas si no tienen una visión territorial y desde abajo, que biorregiones y municipios podrían impulsar mediante agendas propias, su razón de ser. Entender qué es no ya «ecológico», sino sencillamente viable, requiere de apoyos no inspirados en certificaciones externas (más pendientes de satisfacer los criterios de mercados globales) sino en manejos propios del lugar. Incentivar políticas basadas en la cogestión, en los nuevos comunes, de manera que cerremos necesidades de insumos, tecnologías e incluso energía en el propio territorio. Habilitar espacios, herramientas, plantas y mini-industrias cogestionadas (cooperación público-comunitaria) para lograr lo anterior. Impulsar desde aquí una compra pública (comedores, hospitales, servicios administrativos, escuelas, etc.) y una compra local (tiendas, restaurantes, grupos de consumo) que acompañen transiciones productivas. Poder generar operadores locales en temas que ahora requieren una conformación industrial: acceso a mataderos (ecológicos, móviles); fortalecimiento de sistemas de custodia del territorio o sistemas participativos de garantía (para una verificación o certificación ecológica desde prácticas viables y democratizadoras) junto al intercambio de conocimiento entre productores/as del lugar; impulso de redes comunitarias para la transición energética; venta directa y desarrollo de la producción artesanal, que no debe ser acotada y nuevamente cercada con el desarrollo de disposiciones específicas de cada región, antes al contrario. (Re)construir mediante esa cogestión público-comunitaria los puentes rural-urbano para garantizar un cierre de ciclos conjunto y no una depredación de campos y bosques. Ruralizar y repoblar pueblos desde fórmulas de acompañamiento propias de una extensión agroecológica que permitan avanzar en la denominada escala horizontal[10]. Ruralizar, agroecologizar y ecofeminizar también nuestra cultura crítica desde estos territorios y no desde laboratorios urbanos: las culturas de base territorial –aldeanas, indígenas o comunitarias– son más complejas y contextualizadas que las dinámicas que registran las urbes globales[11].
En segundo lugar, es necesario trabajar en una transición desde un enfoque de derechos. En línea con la relocalización anterior, es esencial garantizar el derecho real a la producción agroecológica y a la alimentación saludable. Leyes, agendas y prácticas de cogestión de políticas públicas, junto con prácticas que nos doten de autonomía y de justicia social frente a los cercamientos neoliberales, deberían garantizar: el acceso equitativo a la tierra para la producción en modelos agroecológicos, la preservación de la biodiversidad, el acceso al agua y el beneficiar la actividad a pequeña escala y artesanal, la producción de alimentos de calidad sanos y nutritivos, la comercialización preferente a través de canales cortos. Fertilizar cerrando ciclos, impulsando programas de compostaje (a cargo de partidas económicas para una «economía circular»), promover la producción de piensos e insumos a nivel regional para crear autoabastecimiento o circuitos cortos, y recordar que el derecho a la alimentación será sólo un registro legislativo o un manifiesto inútil si la soberanía alimentaria no empieza por articularse, por tener su empuje social, desde la relocalización de los sistemas agroalimentarios. Para ello es necesario otorgar protagonismo, ayudas y rentas mínimas a quienes apuesten por diversificar, integrar agricultura y ganadería, adaptar sus necesidades de insumos y energía al territorio y no a prácticas que no generan emancipación.
En tercer lugar, estas transiciones en los sistemas alimentarios, en la medida en que dialogan con el territorio, no pueden darse de manera aislada, será necesario entenderse con otras. Más allá de lo que sembremos en la tierra o nos llegue al plato, estos cambios suponen un replanteamiento de paradigmas económicos y sociales, una conquista o reconquista de territorios materiales e inmateriales, que necesariamente han de construirse de forma interseccional y en alianza con otros movimientos. Queremos recordar, por ejemplo, los inicios del Plan Nacional de Alimentación en la Escuela (allá por 2010 en Brasil), que permitía a las comunidades escolares comprar directamente producción local, favoreciendo el tejido productivo y, por ende, formas de vida campesina que pudiesen sostener procesos de soberanía alimentaria. Albergamos la esperanza de que la apuesta por salud, territorio y agroecología pueda unir a personas de diferente perfil para construir un biosindicalismo alimentario. Se necesitan alianzas que superen la compartimentación y que reflejen la complejidad de los sistemas que se pretenden transformar. Vemos ejemplos, aunque todavía mínimos, en iniciativas municipalistas o en espacios de economía social y solidaria[12]. Estas alianzas conllevan entender la cooperación y la inclusividad, es decir, ampliar la diversidad en nuestras articulaciones, salir de las «estufitas calientes» y entenderse con otras, ya que la horquilla de diversidad determinará el grado de impacto y transformación que se pueda alcanzar; escalar hacia arriba y hacia los lados, incorporando una mirada interseccional[13], poniendo el énfasis en prácticas de cerrar ciclos (materiales, energéticos, mercantiles y políticos) tratando de obviar etiquetas, procedencias e ideologías entendidas como escudos cerrados frente a otros y otras.
Los mercados (globales) o la gobernanza supeditada a los intereses privados y de un Estado que mira hacia la alimentación como un negocio que mantener no son revulsivos ni pueden ser timones para una transición agroecológica. Como recordara Polanyi, los mercados no se autorregulan, ni el precio puede ser indicador de algo viable para la especie humana. Ambos son dogmas neoliberales que permean espacios de la llamada responsabilidad social corporativa o incluso de estrategias que apelan al «bien común» mediante la construcción mercantilista. El territorio como espacio que cuidar y alimentar, el entendimiento entre diversas economías con énfasis en los cuidados y la dinamización de nuevos sistemas agroalimentarios desde lo público-comunitario son la clave, una palanca insustituible, para el empuje social agroecológico.
¿Escogeremos la salida neoliberal o la salida agroecológica? La primera sólo puede mantenerse incrementando