Los dos demonios (recargados). Daniel Feierstein
la desaparición de personas en un sistema concentracionario, la violación, la apropiación de menores, la tortura, el lanzamiento de cuerpos al océano desde aviones militares. Todo pasa a ser capturado por el significante “la violencia” y es esta una de las equiparaciones más perversas y perdurables de la teoría de los dos demonios.
Pese a ello, esta versión original de la teoría de los dos demonios intentaba “rescatar” a muchas de las víctimas de la violencia represiva, aunque al precio de su vaciamiento identitario y su angelización. Dice el prólogo: “En el delirio semántico encabezado por calificaciones como ‘marxismo-leninismo’, ‘apátridas’, ‘materialistas y ateos’, ‘enemigos de los valores occidentales y cristianos’, todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de sus amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría, inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque estos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores”.10
La operatoria es brillante y muy efectiva, fracturando al universo de víctimas entre una minoría terrorista, delirante, demoníaca, mesiánica, que constituía un extremismo violento, y una mayoría de “personas” sin vínculos con los violentos y caracterizada con adjetivos mucho más benévolos y empáticos: “adolescentes sensibles”, personas que “luchaban por una simple mejora de salarios”, “muchachos del centro estudiantil”, “profesiones sospechosas”.11
Las fuerzas represivas, por lo tanto, se habrían equivocado de dos modos articulados: primero, al no haber perseguido a los “terroristas” dentro de la ley y haber implementado métodos ilegales. Segundo, al no haber distinguido entre esos extremistas y las víctimas “en su mayoría inocentes de terrorismo”.
Esta construcción que divide a culpables de inocentes se refuerza con otro argumento falso: mientras los detenidos desaparecidos eran secuestrados en situación de indefensión, los guerrilleros “presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse”.
Pues no. Ninguno de los cuadros de análisis publicados por el propio informe de la conadep ni las investigaciones posteriores ratifican esta afirmación. La enorme mayoría de las víctimas que pertenecían a organizaciones armadas de izquierda fueron secuestradas sin haber tenido posibilidad alguna de librar combate, en estado de indefensión (por la noche en sus domicilios, en sus lugares de trabajo, en la vía pública) y las situaciones de suicidio fueron muy escasas, en la mayoría de los casos porque, aun cuando algunos militantes contaban con pastillas de cianuro, el suicidio era impedido por los propios represores. Ni siquiera es cierto que los asesinatos (esto es, cuando la víctima no era desaparecida, sino que su cuerpo era presentado públicamente) se dirigían fundamentalmente contra los miembros de organizaciones armadas, sino que en muchos casos se ejecutaron contra abogados, periodistas, artistas, entre otros, muy en especial en el período 1973-197612 y por parte de fuerzas paraestatales que, a diferencia de lo que ocurriría luego con las fuerzas armadas organizadas que seguían las directivas secretas, dejaban por lo general los cuerpos de los asesinados en el lugar en el que se cometían las acciones o se deshacían de ellos en terrenos baldíos o lugares abandonados.
O sea que la distinción entre que las víctimas de desaparición eran los “inocentes de terrorismo” en tanto que los “culpables” fueron asesinados, no solo crea una acusación de “terrorismo” que no justifica ni puede sostener, no solo divide a las víctimas en las categorías de “culpables” e “inocentes”, sino que tampoco logra probar la ecuación que sostiene en el prólogo entre “terroristas asesinados” frente a “jóvenes sensibles desaparecidos”.
Porque tal división es uno de los argumentos principales de la teoría de los dos demonios, que solo puede rescatar a las víctimas al precio de integrarlas al conjunto de la “gente común” y quebrar los vínculos complejos, contradictorios, múltiples entre las organizaciones sociales y las formas armadas que algunas de ellas asumieron en un contexto dictatorial (1966-1973, como punto de llegada de las dictaduras sucesivas iniciadas con la proscripción del peronismo en 1955) en el que no estaban dadas las condiciones para la disputa democrática. Otro debate será el devenir de dichas organizaciones después de 1973.
El precio de la empatía con las víctimas de la represión en la teoría de los dos demonios es la despolitización de estas y la alienación y demonización de los miembros de organizaciones armadas de izquierda, pero, sobre todo, la invisibilización de los vínculos entre ambos conjuntos.13
Pagado ese precio, la mayoría de la sociedad puede sentirse “gente común”, olvidar sus simpatías cambiantes, ubicarse en el cómodo rol de víctimas de “la violencia” y salir a condenar todo conflicto que no se salde a través del diálogo, en un modo “pacificado” que será lo suficientemente vacuo como para no despertar a los fantasmas dictatoriales y permitir la subsistencia de la “democracia ganada”. Pero, mucho más grave aún, esta ecuación parece enseñarle al conjunto de la sociedad que todo intento de desafiar el orden instituido puede concluir en un baño de sangre y que, por lo tanto, hay que aceptar los límites establecidos por el poder.
Fue esta funcionalidad, y no ninguna conspiración o control del aparato mediático, la que explica el éxito relativo de esta visión por más de una década y su persistencia en el presente.14 Las memorias colectivas no se construyen tan solo como confrontaciones por el sentido, sino que, en dichas confrontaciones, también intervienen defensas psíquicas que buscan evitar el conflicto o restablecer equilibrios, creando un sistema de compensaciones que permite enfrentar el presente sin ser interpelados por el pasado.15
La irrupción de una nueva generación una década después, con otros conflictos, otras preguntas y otras necesidades, activará nuevas preocupaciones y sentidos y jugará su papel en la posibilidad de poner en cuestión la hegemonía de la teoría de los dos demonios, rescatando voces que se encontraban más escondidas, marginales pero persistentes. La participación política de la segunda generación implicó la posibilidad de hacer otras preguntas y cuestionar los supuestos que se habían aceptado acríticamente por parte de aquellos que se sentían parte de la “gente común”.
Los 90 y las disputas por la hegemonía
Es hacia mediados de la década de los 90 cuando comienza a fisurarse la profunda hegemonía de la teoría de los dos demonios, con la irrupción de esta segunda generación (que ya había tenido una década larga para madurar, entre 1983 y alrededor de 1995 o 1996) y que tuvo su expresión más visible con la conformación de la agrupación hijos (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). En un nivel inmediato, la emergencia de hijos significó la posibilidad de comenzar a elaborar las consecuencias concretas sufridas por los hijos de los desaparecidos y los modos de pensar las identidades propias y las de sus padres. Pero esa emergencia también expresó, de un modo menos lineal, a un conjunto generacional que iba mucho más allá de quien estuviera directamente afectado en su estructura familiar. En definitiva, se trataba de un conjunto al cual la teoría de los dos demonios no le resultaba funcional.
Ya desde muy temprano −fines de la dictadura, primeros años de transición democrática−, organizaciones como los Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas16 o las propias Madres de Plaza de Mayo (muy en especial en los discursos de Hebe de Bonafini en sus actos públicos a partir de 1984) o la Asociación de ex Detenidos Desaparecidos, buscaron siempre quebrar los procesos de angelización y despolitización de las víctimas y recuperar la identidad política de los desaparecidos, a diferencia de los organismos más “profesionales” que centraban el eje en la denuncia de los “ilegalismos” estatales, cuyo