Los dos demonios (recargados). Daniel Feierstein
Meijide que, pese a su historia en el movimiento de derechos humanos, utilizó el espacio mediático para condenar los sentidos construidos desde los años 90, criticar impiadosamente las políticas de derechos humanos de la década kirchnerista, poner en duda las estimaciones del número de desaparecidos y asesinados y criticar la “violencia terrorista” de las organizaciones insurgentes.
El gobierno de Cambiemos, sin embargo, no asumió acríticamente las recomendaciones mediáticas como políticas de Estado. De un modo inteligente e independientemente de su nivel de acuerdo con dichas recomendaciones, buscó ubicarse en el rol de “mediador”, de “árbitro” entre los distintos conjuntos de “organismos de víctimas”, cuando menos en su primer año de gobierno. Por eso, casi en simultáneo a convocar a los organismos de derechos humanos a un primer encuentro ríspido con el nuevo gobierno, el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Claudio Avruj, recibió también a los “otros organismos”, entre los que destacaba el celtyv. Apelando a expresiones como la necesidad de “deskirchnerizar” la esma, se refería en verdad a algo mucho más cuestionable y que no tenía vinculación alguna con el kirchnerismo: la equiparación de los “universos de víctimas”, en donde a los afectados por el accionar estatal se les oponen aquellos que sufrieron el “terrorismo” en una equivalencia que fue comenzando a calar cada vez más hondo como estrategia de reconstrucción de sentido y de disputa por la memoria colectiva. Los dos demonios iban mutando hacia su faz recargada.
En lo que hace a las decisiones gubernamentales, en primer lugar, se retiró el apoyo financiero a las oficinas de investigación del accionar represivo creadas dentro de la propia estructura del Estado, desmembrando áreas completas (por ejemplo la que investigaba los delitos en el Banco Central y la Comisión de Valores) o vaciando presupuestariamente a otras en los Ministerios de Justicia, Defensa o en la Secretaría de Derechos Humanos y también reduciendo el apoyo económico a fiscalías en todo el país, bajo la excusa del recorte presupuestario o de la “militancia kirchnerista” de algunos de sus trabajadores.23
En segundo lugar, aquellos jueces reacios a llevar a cabo los procesos de juzgamiento y condena de los genocidas recibieron un guiño implícito del gobierno para avanzar en el otorgamiento de prisiones domiciliarias, hacer caer prisiones preventivas, aumentar el número de absoluciones o “cajonear” procesos. Es cierto que no existieron instrucciones concretas del poder ejecutivo en esta dirección. Pero el aumento significativo de los porcentajes de absoluciones y prisiones domiciliarias otorgadas durante los años 2016 y 2017 indica que los jueces parecen haberse guiado por este nuevo “clima de época”.
En tercer lugar, se intentó avanzar en una nueva doctrina de aplicación de la cláusula del 2 x 1 en un fallo dividido de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La masiva movilización del mes de mayo de 2017 en contra de este fallo hizo retroceder parcialmente esa resolución y llevó a los funcionarios principales del gobierno y al propio Presidente de la Nación a declarar su desacuerdo con el fallo de la mayoría de la Corte, a la sanción de una ley para limitar su aplicación en casos de lesa humanidad y a su relativa reversión por parte de los tribunales inferiores. Una nueva resolución dictada por la Corte a comienzos de 2018 (si bien aplicada a un único caso) parece haber revertido la doctrina que desatara el repudio, con el cambio del voto del juez supremo Horacio Rosatti, aun cuando todavía no remitía al fondo de la cuestión, que continúa abierto.
En cuarto lugar, se alentaron declaraciones de funcionarios de segunda línea, como Darío Lopérfido o Juan José Gómez Centurión, pero también del secretario de Derechos Humanos Avruj, cuestionando las estimaciones aceptadas del número de víctimas del genocidio argentino e instando a la necesidad de “recuperar la memoria completa” y “reconocer” el “número real de víctimas”. Estas declaraciones, que serán analizadas a fondo en el próximo capítulo, muestran cómo se comienza a asumir el discurso revisionista desde el propio aparato estatal. Ante las reacciones sociales y políticas para enfrentar al negacionismo, los cuadros de conducción del gobierno se cuidaron muy bien de aclarar una y otra vez que se trataba de expresiones personales de dichos funcionarios y, en el caso de Lopérfido, el escándalo culminó con su renuncia a la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y su posterior renuncia también a la dirección del Teatro Colón (aunque con su transferencia a un cargo diplomático en la embajada argentina en Alemania del que fue relevado recién a comienzos de 2018).
En quinto lugar, se buscó avanzar en el juicio político de algunos jueces que se habían destacado por sus fallos en casos de violaciones sistemáticas de derechos humanos, entre los que cabe mencionar a Carlos Rozanski y Daniel Rafecas, más allá de que las causales de su cuestionamiento no se vincularan explícitamente a la actuación en esas causas, sino en otras. Esta persecución ha culminado hasta el momento con la renuncia de Rozanski y con una sanción a Rafecas.
Se podrían listar algunas otras decisiones gubernamentales. Pero lo que queda claro es que la línea oficial no asumió una política abierta de amnistía o impunidad, sino un posicionamiento más sutil que abrió un terreno fértil para los nuevos sentidos recargados de la teoría de los dos demonios buscando ubicar a los funcionarios principales de gobierno (el Presidente, el jefe de gabinete, no tanto el secretario de Derechos Humanos) como “neutrales” ante los reclamos (los producidos por los dos grupos de “organismos”) y “actuando” una mediación ante ellos en un rol arbitral, que propone garantizar una memoria, una verdad y unas actuaciones judiciales “completas”, como formula el reclamo de la versión recargada de los dos demonios.
Pese a ello y con el correr de los meses, las propias acciones comienzan a atentar contra la credibilidad de la propuesta de “neutralidad”, así como nuevas declaraciones de funcionarios de gobierno (a los que se sumó Nicolás Massot en 2018, con una historia familiar cómplice de los propios represores) que abonan discursos más propiamente negacionistas o llamados a la “reconciliación”, que buscan eludir, obstaculizar o anular el funcionamiento de la justicia.
Esta estrategia, sin embargo, resultó relativamente exitosa en la lenta pero persistente disputa por el sentido común. Este éxito no se explica solo por la inteligencia del planteo. Hay, además, una respuesta inadecuada de muchos sectores políticos y sociales que no encuentran ni el tono ni los argumentos para confrontar con esta versión recargada (y novedosa) de la teoría de los dos demonios. Acostumbrados a la disputa contra la impunidad de las leyes del alfonsinismo o contra las amnistías del menemismo, habituados a responder a quienes reivindican abiertamente el accionar represivo y genocida como fue el caso de famus (Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión), no alcanzan a encontrar argumentos contra un discurso que se presenta a sí mismo como evidente (una vida es una vida, un asesinato es un asesinato), despolitizado y desideologizado.
Estas iniciativas recargadas de los dos demonios van tendiendo a calar por lo tanto en distintos sectores sociales (y muy en especial en jóvenes nacidos ya en el siglo xxi o en los últimos años del siglo xx) sin encontrar grandes resistencias. Quienes buscan confrontar este discurso, quienes podrían esgrimir otros argumentos, han perdido la iniciativa. Ya no discuten con los planteos de sus adversarios, sino que parecen hablarse a sí mismos, encerrados en un discurso con pocas fisuras, en una burbuja que no está abierta a la escucha. Los argumentos que fueron efectivos en el contexto histórico de los 90 no necesariamente lo son ahora. Deben ser, cuando menos, repensados a la luz de las transformaciones y planteos de dos décadas después.
La disputa por el sentido común no se gana solo con argumentos. Pero no se gana sin ellos. “Callar con la ley” a los “negacionistas” o clausurar el debate esgrimiendo que se trata de “cosa juzgada” no va a resolver la dificultad cierta que encuentran muchas personas en comprender la diferencia entre la violencia genocida y la violencia insurgente.
La versión recargada de los dos demonios avanza y pareciera que los instrumentos que tenemos no son los más adecuados para enfrentarla.
Este libro se propone como un intento por desmenuzar críticamente los argumentos principales de esta versión recargada de los dos demonios para permitir librar una disputa con cada uno de ellos y demostrar sus intencionalidades, sus lógicas, sus objetivos, a la vez que sus puntos débiles, sus falacias, sus distorsiones, sus manipulaciones, sus mentiras.
Pero