Bastardos de la modernidad. Alexander Torres
social” (66).66 Como señala Castle, lo que hacen escritores como James Joyce y Virginia Woolf en los primeros decenios del siglo XX se asemeja a lo que ←39 | 40→pretende hacer décadas después el pensador principal de la Escuela de Fráncfort, Theodor Adorno:
Si el Bildungsroman modernista alberga en su interior un retroceso conceptual en su adopción de la Bildung clásica, es del tipo que Adorno describe en su teoría de la dialéctica negativa … Procurando evitar lo que él percibe como las tendencias totalizantes de la dialéctica hegeliana, Adorno insiste en el poder crítico de la contradicción y la no identidad dentro de la dialéctica. Una contradicción no resuelta …, que está siempre presente en Hegel, no es lo mismo que la identidad en cuanto contradicción, que es, de hecho, lo que Adorno busca en la Dialéctica negativa … (64)67
Citando a Fredric Jameson, Castle asevera que en la obra de los escritores modernistas “la ‘vocación por el cambio estético’ se manifiesta como un deseo ‘negativo’ de autoformación que abarca la desunión y la desarmonía; es un modo de conciencia estética que utiliza la subjetividad como su objeto pero no para despersonalizarla” (66).68 La tendencia en el siglo XX de narrar en términos más subjetivos revela la insostenibilidad de la unidad, de una conciencia unificada y armoniosa tanto como la de establecer una relación unificada y armoniosa con un mundo social autoidéntico. Haciéndose eco de Emmanuel Levinas, se puede leer este gesto de acuerdo con lo que plantea Enrique Dussel, a saber: encubrir la otredad en términos de lo mismo (10). En resumen, la afirmación de la identidad como contradicción identificada por Castle en los modernistas anglófonos refleja a nivel narrativo “un comportamiento que intenta hacer vivible lo invivible” en la modernidad capitalista (Echeverría, “El ethos barroco” 18).
Como implica la dialéctica negativa de Adorno a la que se refiere Castle, ésta se opone a la tradición hegeliana –aportación importante a la noción del progreso– en que la existencia se constituye sintetizando opuestos en el camino hacia lo absoluto. Adorno deconstruye la tendencia a entender la realidad a partir de una identificación en la que los elementos opuestos se intentan resolver por medio de una racionalización unificadora. En su dialéctica negativa propone que se debe pensar a partir de la contradicción. Afirma que “[l];a dialéctica como procedimiento significa pensar en contradicciones a causa de la contradicción experimentada en la cosa y en contra de ella. Siendo contradicción en la realidad, es también contradicción a la realidad” (148). Pero la reducción de lo otro a lo mismo no sólo se da a partir de la expansión del capitalismo moderno, sino también desde la colonización del Nuevo Mundo. En su libro Escribir en el aire (1994), Antonio Cornejo Polar comenta el intercambio ocurrido en 1532 entre el Inca Atahuallpa y el padre Vicente Valverde en el que el primero rechaza la Biblia que le ofrece el ←40 | 41→segundo, lo cual “constituye … el comienzo más visible de la heterogeneidad que caracteriza, desde entonces y hasta hoy, la producción literaria peruana, andina y –en buena parte– latinoamericana” (21). Éste es un encuentro importante para entender a “la figura del otro” como una “fuerza desestabilizante” (23). Y si es una fuerza desestabilizante, es porque, para usar las palabras de Georges Bataille, hay un esfuerzo homogeneizador, como el evangelizador en el Nuevo Mundo, que “delimita” lo heterogéneo “por exclusión” (143). De manera que la síntesis absoluta es, de hecho, imposible, pues lo heterogéneo concierne “elementos imposibles de asimilar” (143). Con todo eso, el proceso homogeneizador continúa, pero cuando emerge aquello, como lo real lacaniano, que se pensaba excluido o asimilado, remece los cimientos de lo social. Así ocurre en la modernidad capitalista, mientras que de los cuatro ethos el barroco es el único que mantiene rasgos del contacto con lo heterogéneo que vinculaba a las sociedades “premodernas” en la forma de un dios, una creencia religiosa, un rito, etcétera. El ethos barroco no se desvincula de ese contacto, sino que más bien lo revive, hasta cierto punto, en sus formas:
El barroco parece constituido por una voluntad de forma que está atrapada entre dos tendencias contrapuestas respecto del conjunto de posibilidades clásicas, es decir, “naturales” o espontáneas, de dar forma a la vida … y que está además empeñada en el esfuerzo trágico, incluso absurdo, de conciliarlas mediante un replanteamiento de ese conjunto a la vez como diferente y como idéntico a sí mismo. La técnica barroca de conformación del material parte de un respeto incondicional del canon clásico o tradicional …, se desencanta por las insuficiencias del mismo frente a la nueva sustancia vital a la que debe formar y apuesta a la posibilidad de que la retroacción de ésta sobre él sea la que restaure su vigencia; de que lo antiguo se reencuentre justamente en su contrario, en lo moderno. (La modernidad de lo barroco 44)
Se mantiene que este elemento del vínculo social es esencial para la reproducción de lo que Echeverría llama la “ ‘forma natural’ del mundo de la vida” (39). Partiendo de Marx, Bolívar Echeverría define la forma natural de la vida social o mundo de la vida –análoga a la Lebenswelt husserliana–,69 afirmada por el ethos barroco, como “la entrada en una historia en la que el ser humano viviría él mismo su propio drama y no, como ahora, un drama ajeno que lo sacrifica día a día y lo encamina, sin que él pueda intervenir para nada, a la destrucción” (“El ‘valor de uso’ ” 196–197). Pero en la modernidad capitalista actualizar, encarnar de algún modo esa forma natural es recordar, plantear una relación con las cosas del mundo completamente distinta. No obstante, la modernidad capitalista se ←41 | 42→empecina en su camino del progreso, de reducir lo que le es otro a su mismidad multiforme en un proceso de subsunción generalizado por medio de los subsistemas que terminan de socavar la forma natural de la vida social, aquel objeto perdido de Werther.
Con esto en mente, la desarmonía reflejada en novelas modernistas como A Portrait of the Artist as a Young Man (1916) de Joyce y Mrs. Dalloway (1925) de Woolf no sólo muestra el antagonismo entre el sujeto y un mundo más racionalizado, legado de un pensamiento teleológico que deviene en cientificismo a partir del positivismo, sino que abre una sutura por la que emerge lo que le es heterogéneo a la modernidad capitalista. Estas obras calificadas de Bildungsromane por Castle se destacan en el sentido de que reflejan el desarrollo de los protagonistas de una manera más fragmentada y menos diacrónica, algo que las diferencia de sus precursores del mismo género. Además, la vuelta a la cultura interior es una muestra de las tensiones entre una modernidad (capitalista) totalizadora y la humanidad que se ve afectada por su avance racionalizador. La técnica literaria de la fragmentación que utilizan estos escritores coincide con los avances filosóficos de fines del siglo XIX y principios del XX, entre los cuales se destacan los de Henri Bergson.
Como ya se ha aludido, Bergson (como Husserl unos años después y luego Adorno) mostró una preocupación por los adelantos científicos de la modernidad. Su concepción del tiempo se resiste a la racionalización científica aplicada a la vida. Para Bergson, hay dos maneras de entender el tiempo: la primera la denomina durée, la cual es el tiempo real, experimentado internamente; la segunda es el tiempo entendido espacialmente, como algo que se puede dividir en segmentos, es decir, en días, en meses, en años, etcétera. Bergson afirma en Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (1889) que
el tiempo no es una línea por la que se vuelve a pasar. Ciertamente, una vez que ha transcurrido, podemos representarnos sus momentos sucesivos como exteriores unos a otros y pensar así en una línea que atraviesa el espacio; mas quedará sobrentendido que esta línea simboliza, no el tiempo que transcurre, sino el tiempo transcurrido. (129)
El tiempo no se deposita en el espacio. En las palabras de Mary Ann Gillies: “el tiempo real es aquél en que viven las personas; es cualitativo, no cuantitativo” (12).70 Esta nueva concepción del tiempo, producto de y reacción a la sociedad industrial, se puede observar en Joyce y Woolf. En términos literarios, la prolongación del Bildungsroman como género se puede justificar, en parte, partiendo de esta nueva formulación