Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez
aprendía a juntar letras: la eme con la o: mo; la eme con a: ma, y esas tonterías que me sabía de memoria antes de entrar en la escuela. También otras más difíciles para las niñas que no sabían leer: mi mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá. O lecturas más complicadas, pero no tanto.
Aquí, en la escuela de las mayores, las pequeñas como yo tenemos que repasar las cartillas que hemos aprendido en la escuela de las niñas pequeñas. Luego empezaremos a leer en libros de lectura. Dice la maestra que a mí no se me da mal, pero que tengo que poner más atención porque no me fijo lo suficiente y a veces digo cosas que no pone en el libro, me las invento.
El que lee bien es mi padre. Él sabe leer mejor que la maestra. Cuando lee un cuento para mí, me parece que lo estoy viviendo. Quiero aprender a leer tan bien como lee mi padre.
Mañana, cuando llegue a la escuela, le diré a la maestra que quiero leer en libros de verdad, pues ya sé leer todas las lecturas de niñas pequeñas y quiero leer las lecturas de niñas mayores. Le diré que cuando lo consiga leeré todos los libros del armario grande, el que tiene cerrado con llave. Si quiere, me quedaré por las tardes a leer. Estoy deseando entrar en su país de las maravillas. Sé leer el libro, pero aún no comprendo muy bien su significado.
Hoy, después de la escuela, Mari Puri y yo hemos ido con Mari Tere a su casa. Sus padres no están y tiene que cuidar a su abuelo. No es difícil, solo hay que darle la merienda (la come solo), además, su madre la ha dejado preparada. Hay que darle agua cuando lo pida. Si le pasa algo tiene que llamar a la vecina porque ella sabe lo que hay que hacer.
Mari Tere propone que juguemos a las familias. Mari Puri y ella serán el padre y la madre. Su abuelo y yo seremos el abuelo y la abuela. Digo que sí, porque me gusta hablar con su abuelo. Estuvo en la Guerra de Cuba y cuenta historias increíbles.
En este juego, la cama del padre y de la madre está debajo de la mesa camilla. Allí las dos amigas juegan a hacer lo que hacen los padres y las madres cuando están en la cama. O sea: cuchi-cuchi. Luego, hacen como que duermen, se levantan, desayunan, y esas cosas. El padre (que casi siempre es Mari Tere) se va al trabajo (que está en el corral) y la madre (que es Mari Puri) se queda en casa, barriendo, 129
limpiando, preparando la comida. Después de comer se echan la siesta y vuelven a hacer lo que hacen los padres y las madres en la cama. Luego, el marido se va al bar y la mujer plancha. Y así, sucesivamente. Lo sé porque yo he jugado mucho a ese juego. Tengo que hacer de madre porque Mari Tere siempre se pide hacer de padre.
No jugamos nunca a este juego con niños. Otras niñas sí, con niños mayores porque a los niños de nuestra edad no les gusta jugar con niñas, dicen que son juegos muy aburridos.
Por si no sabéis cómo se hace cuchi-cuchi os lo voy a contar. Si lo hacen un niño y una niña, el niño se pone encima de la niña y frota su pilila sobre la raja de la niña. Yo una vez vi a un niño y una niña haciéndolo. Al verme me agarraron y no me soltaron hasta que no les enseñé la raja. Luego me hicieron jurar que no se lo diría a nadie, porque si yo decía lo suyo, ellos dirían lo mío. Menos mal que no me obligaron a jugar a cuchi-cuchi con ese niño, que no me gusta nada. Creo que no me importaría jugar a las familias con Sergio, pero... nunca me lo ha pedido y me da vergüenza pedírselo yo.
Cuando son dos niñas las que juegan es diferente, pero igual de fácil: la niña que hace de padre se pone encima de la niña que hace de madre, las dos con las bragas quitadas, claro. La que hace de madre se queda quieta, y la que hace de padre se mueve. Dice Mari Tere que a ella le da mucho gustirrinín; pero yo, la verdad, no le veo la gracia. Será porque el gustirrinín solo te da si haces de padre. A mí no me gusta hacer de padre, pero voy a probar algún día a ver qué pasa.
Hoy hago de abuela, y el abuelo de Mari Tere hace de mi marido. Como los abuelos no tienen que hacer cuchi-cuchi no me importa hacer de abuela. Los dos nos quedamos allí, en la salita, hablando. Como no hay nadie en casa podemos hablar libremente. A la madre de Mari Tere no le gusta que él me cuente cosas de Cuba. Dice que son tonterías y las debe olvidar. Pero a él le gusta mucho contarlas y a mí escucharle. Por eso, aprovechamos cuando voy a su casa y no está su hija.
A veces me cuenta lo guapas que son las mujeres cubanas, lo cariñosas, lo ardientes en el amor. Yo creo que quiere decir que con ellas hacía cuchi-cuchi y muchas otras cosas. Dice que tienen la piel morena y suave como el culo de un niño. Que saben besar y hacer feliz a un hombre. Cuando las describe le brillan los ojos. Me cuenta cómo las conquistaba y qué hacía para conseguir llevarlas al catre.
Hoy está triste y no quiere contarme aventuras amorosas, sino por qué murieron tantos soldados españoles en esa guerra.
—¿Qué pasó? A mí puede contármelo, no lo voy a contar por ahí.
—Entonces cierra la puerta, para que no nos escuche nadie y presta mucha atención.
Me contó algo terrible, tan terrible que solo de escucharlo me entraban ganas de llorar y devolver. Se me revolvieron las tripas.
—En Cuba murieron más de cincuenta mil españoles, pero no murieron en la guerra, no, los mató el clima y la falta de ropa adecuada para ese clima; los mataron las enfermedades: paludismo, fiebre amarilla, disentería. Yo mismo estuve muy enfermo, me iba por la pata abajo, no podía comer ni beber porque todo lo que comía o bebía lo expulsaba por arriba y por abajo. Tenía fiebre y deliraba. Estuve tan enfermo que si no llega a ser por mi novia cubana, que me llevó a su casa, me cuidó con medicinas de allí, me dio de comer y de beber, no estaríamos aquí: ni yo, ni mi hija, ni mi nieta.
—No hace falta que me cuente más —dije yo, que me estaba poniendo enferma solo de escucharlo—. Ya me lo seguirá contando otro día.
Pero él no me escuchaba, era como si ya no estuviese a mi lado, como si estuviese allí, en Cuba otra vez, como si viese lo que vio y sufriese lo mismo que sufrió. Siguió hablando y hablando y hablando, con lágrimas en los ojos.
—Las enfermedades mataron al noventa por ciento de los soldados; más, mucho más, que las armas del enemigo.
—¿Se casó usted con esa novia? —dije yo, queriendo cambiar de tema— ¿Cómo se llamaba? La debió de querer mucho ¿no?
—No, hija, no, qué va. Prometí que me casaría con ella si me curaba, es verdad. Pero no pude. Mientras me curaba a mí, enfermó ella. Murió el día que yo estaba totalmente curado. Lloré mucho, hasta que no me quedaron lágrimas en los ojos. Luego tuve que enterrarla y seguir adelante. Ese mismo día vinieron a por mí, me metieron en un barco y volví a entrar en la maldita guerra. Teníamos pocos barcos. El almirante Castro Méndez Núñez dijo: más vale honra sin barcos, que barcos sin honra. Allí perdimos barcos, soldados y honra. Eso no lo dicen en los libros.
El abuelo de Mari Tere sigue hablando, susurrando, llorando y repitiendo: maldita guerra, maldita guerra. Hasta que se queda profundamente dormido. A mí se me escapan las lágrimas. Acabo de comprender por qué su hija no quiere que el abuelo hable de la maldita Guerra de Cuba.
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