Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez

Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez


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llama guerra de guerrillas. Porque en España no hay guerra y Madrid es España. Aquí vivimos en paz, donde hay guerra es en otros países, pero aquí no. Eso lo dicen la maestra y el cura, que siempre dan gracias a Dios por los años de paz y de victoria.

      Mi cuaderno de las cosas que no entiendo y quiero entender cuando sea mayor, tiene cada vez más hojas escritas. Hoy he escrito tres misterios más:

      1.- ¿Por qué los médicos, maestros y profesores que han estudiado no pueden trabajar en su profesión y tienen que mendigar, trabajar en el campo (aunque no sean camperos) o poner una librería para descambiar?

      2.- ¿Por qué algunas personas están desterradas de sus tierras y tienen que venir a las nuestras pero solo pueden trabajar?

      3.- ¿Por qué, si en España vivimos en paz, en Madrid hay guerras de guerrillas? ¿Qué son las guerras de guerrillas? ¿Habrá guerra de guerrillas en otras ciudades de España? ¿Habrá guerra de guerrilla en Ávila? A lo mejor el coronel que vino el otro día a nuestro bar es el jefe de las guerras de guerrillas. No lo sé, espero saberlo todo cuando sea mayor.

      —¿Qué haces, Pitusina? ¿Qué estás escribiendo?

      Mi padre me mira, mira el cuaderno y me vuelve a mirar. Yo cierro el cuaderno, lo guardo en mi caja de los secretos y la escondo detrás de mí.

      —Nada, Mapa, nada, cosas mías. Cosas de niñas pequeñas que las personas mayores no podéis comprender.

      —¡Vaya! Conque esas tenemos ¡eh! ¿Cosas de niñas pequeñas? Deberías saber que yo he sido pequeño antes de ser mayor.

      —Ya, pero no has sido niña pequeña y no lo podrás ser nunca. Sin embargo, yo seré algún día niña mayor.

      —Por supuesto, tú tampoco podrás ser niño mayor nunca.

      —O sí, nunca se sabe —como tú dices— lo que me tendrá reservado el futuro.

      —Muy bien, muy bien. Tú ganas. Ya sabes que puedes contarme lo que quieras, cuando quieras.

      —Lo sé, pero tengo derecho a tener mis propios secretos ¿no?

      —¡Ay, Pitusina! ¡Cómo me gustaría verte por un agujerito cuando tengas los mismos años que tengo yo ahora!

      —Me verás, Mapa. Seré maestra y escritora, ganaré mucho dinero, tú y mami viviréis conmigo. No quiero otra cosa.

      A mi padre le brillan los ojos, en ellos asoma una lágrima. Titubea y dice:

      —Me gusta que seas amiga de Sergio. ¿Sabías que su padre y yo también fuimos amigos?

      —¿Por qué dices fuimos? ¿Ya no lo sois? ¿Es que está muerto?

      —¿Por qué lo preguntas?

      —Porque no viene al pueblo. Yo no le he visto nunca. ¿Dónde está?

      —Eso es mejor que te lo cuente tu amigo. Si no te ha dicho nada sus razones tendrá. Debes aprender a respetar los silencios de otras personas.

      —Y tú también.

      Mi padre sonríe, me guiña un ojo y sale del desván. Yo apunto en mi libreta: ¿Dónde está el padre de Sergio? ¿Está vivo o está muerto? Si está vivo ¿por qué nunca viene con ellos al pueblo? Si está muerto ¿cuándo murió y por qué?

      En la escuela de las niñas pequeñas el aburrimiento ha llegado a ser insoportable. Al principio me gustaba ir a cuidar al niño de la maestra, leer sus cuentos, imaginar que la suya es mi casa, que estoy casada con Sergio y el hijo de la maestra es nuestro hijo. Cuando refunfuña, hablo con él como si pudiese entenderme, para que no arranque a llorar. Cuando hablo me mira, tal vez piense que estoy loca.

      Me aburre ir todos los días a cuidar al hijo de la maestra. Además, su marido me da un poco de miedo. Entra sin hacer ruido y cuando me doy cuenta está allí, delante de nosotros, mirándome con una sonrisa rara.

      Hoy me ha levantado las faldas y me ha dado un azote en el culo, diciendo:

      —Eres una niña muy guapa ¿lo sabías? Vas a volver locos a los hombres cuando seas un poco mayor.

      Nunca me han dado un azote mis padres ¿por qué me lo tiene que dar él? No me gusta nada cómo habla, cómo me mira, cómo abre los ojos y se chupa el labio de abajo con la lengua. Salgo corriendo.

      Salgo de la casa de la maestra, pero no voy a la escuela como otras veces. Tampoco iré a casa. Lo que quiero es pensar qué puedo decirle a la maestra para no ir a cuidar a su hijo nunca más.

      Ando distraída, pensando, y me doy de bruces con el juez de paz. Un señor muy pacífico que vale para arreglarlo todo: riñas entre vecinos, problemas de lindes, cercas, sembrados; peleas entre mujeres, peleas entre hombres, herencias, donaciones, trifulcas, todo, todo o casi todo lo arregla sin despeinarse. Prefiere que quienes tienen un problema se pongan de acuerdo hablando. Si no es posible, multa al culpable. A veces se la pone a los dos, y aquí paz y después gloria. Los que han reñido se van a sus casas y hasta la próxima vez.

      Dice mi madre que el juez de paz es un hombre bueno, que no visita los bares (quiere decir que no se emborracha, porque visitarlos sí que los visita, yo lo he visto en mi bar alguna vez), es serio, trabajador y todo el mundo lo respeta. Claro, no me imagino a un juez de paz borracho, pegando a su mujer o riñendo con el vecino por cualquier tontería.

      El juez de paz se para, me saluda, mira al reloj y dice:

      —Eres Alicia ¿no?, la hija pequeña de Juan y María.

      —Sí, señor. Servidora se llama Alicia.

      —Y dime, Alicia, ¿qué haces por aquí a estas horas? ¿No tendrías que estar en la escuela?

      Estoy nerviosa, no sé qué decir. Tal vez debería contarle lo que ha pasado en casa de la maestra, que he sentido mucho miedo y he salido pitando de allí. No, eso no. Para eso tendría que contarle que la maestra me manda todos los días a cuidar a su hijo y que su marido... No, eso no.

      —No contestas, tiemblas y estás triste. ¿Qué pasa, Alicia? A mí me puedes contar lo que quieras, sin miedo.

      —Es que, desde hace casi dos meses, la maestra me envía todos los días a su casa a cuidar a su hijo. Como ha vuelto su marido ya no me necesita y...

      —¿Te ha asustado el marido de la maestra? ¿Por qué no has vuelto a la escuela? ¿Por qué no te has ido a casa?

      Lo del marido de la maestra no se lo puedo decir. Es muy difícil contar una sensación. Pero... tengo que decirle lo otro.

      —Es que necesitaba pensar cómo decirle a la maestra que no quiero volver a su casa. Ya he aprendido a cuidar a su hijo, ahora que aprenda otra niña. Yo quiero aprender otras cosas. Por favor, señor Juez, no se lo diga a la maestra: me puede castigar.

      —A ti no te va a castigar nadie, Alicia, de eso me encargo yo. Tú no tienes culpa de nada. Ahora los dos vamos a tu casa.

      —¡Por favor! ¡Por favor! No se lo diga a mis padres, que se van a enfadar conmigo.

      —Nadie se va a enfadar contigo. Confía en mí.

      El juez de paz es un hombre mayor con cara de buena persona. Sonríe, me toma de la mano y, tranquilamente, los dos nos dirigimos a mi casa. Por el camino me habla de los árboles y plantas que encontramos. Reconozco encinas, pinos, chopos, trigo... pero hay otras plantas que he visto muchas veces y no sé cómo se llaman. Él me va diciendo los nombres científicos de cada árbol, de cada arbusto, de cada florecilla. Es un hombre listo y agradable. No me extraña que sea juez de paz. También podría haber sido maestro.

      —Oiga, señor juez, ¿y usted por qué sabe todas esas cosas?

      —Porque me gusta mucho leer, lo mismo que a tu padre. Leo, sobre todo, libros de botánica. Leer es una buena cosa ¿a ti te gusta leer?

      —Sí, claro, me gusta mucho leer.

      —Entonces, si quieres, puedo


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