Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez
lo entiendas? ¿Me lo quieres decir?
Mi madre me empuja escaleras arriba y las dos subimos al desván. Lo último que escuchamos decir a ese coronel que, por lo visto, conoce a mi madre y a mi padre, es esto:
—¡Vaya! Ya veo que tienes una mujer de armas tomar. Así me gustan a mí las hembras: con raza.
En el desván, mi madre me mira con cariño, me acaricia el pelo y la cara, me da un beso y me abraza con fuerza, tanta que casi no puedo respirar. Noto que está nerviosa y a punto de llorar. ¿Qué pasa? ¿Por qué mis padres se ponen nerviosos al ver a ese coronel? ¿De qué lo conocen?
Mi madre y yo permanecemos así, abrazadas, un buen rato. Luego, escuchamos a mi padre que desde la escalera dice:
—María, baja, que se han ido todos.
Mi madre no baja. Se asoma a la puerta del desván y desde allí contesta:
—Entonces, Juan, cierra el bar y sube, que quiero hablar contigo.
Mi padre obedece a mi madre. Sube y los dos se meten en su alcoba. Yo voy detrás de ellos. Pero mi madre dice:
—Anda, Alicia, hija, por favor, ve a casa de tu abuelo y dile a tu hermana, que venga.
No, yo no quiero ir a buscar a mi hermana; quiero escuchar su conversación. Pero... no puedo desobedecer a mi madre, tengo que hacer lo que ella me ha pedido. Si hasta me lo ha pedido ¡por favor!
Sin embargo, protesto con todas mis fuerzas, con coraje, dando gritos:
—Siempre igual, yo nunca puedo enterarme de nada. Me decís que soy pequeña, que no entiendo. Seré pequeña, pero no soy tonta y quiero saber lo que pasa. ¿Por qué estáis tan nerviosos? ¿De qué conocéis a ese coronel que dice cosas tan raras?
Mi padre levanta la mano, está a punto de darme una bofetada (nunca me ha dado ninguna), yo me encojo, asustada, con los puños juntos bajo la barbilla, pero lo miro, lo sigo mirando. Si me pega que me pegue.
No me pega. En el último segundo cambia de opinión. Mi madre le acaricia la mano con la que me iba a pegar. Yo sigo allí, sin moverme, sin decir nada.
—Es verdad, Alicia —dice mi padre—, eres una niña pequeña, desobediente y muy mal educada. Tu madre te ha dicho que vayas a buscar a tu hermana y eso es justo lo que tienes que hacer.
Obedezco, no puedo hacer otra cosa. Por el camino no dejo de pensar en lo que ha pasado. ¿De qué conocerán mis padres a ese coronel? De la mili no puede ser, porque mi padre no ha hecho la mili.
Mi hermana no está en casa de mi abuelo. Lo sabía, el recado era una excusa para alejarme de mi casa mientras ellos hablan. Vuelvo a casa. Mi padre está de nuevo en el bar y mi madre sigue arriba. El bar está abierto pero no hay nadie. Mi padre me llama.
—Alicia, hija, ven a darme un beso. Tú sabes que te quiero mucho, más que a nadie.
No contesto, agacho la cabeza, me acerco y le doy un beso pequeño.
—No, así no, yo quiero un beso de verdad. Tú sabes que nunca te he pegado y nunca te pegaré. Olvida lo que ha pasado antes. ¿Has encontrado a tu hermana?
—No, mi hermana no estaba allá abajo.
—Debe de estar en la estación. Sube a buscarla, tu madre tiene una sorpresa para las dos. Pero antes quiero mi beso.
Me acerco y le doy muchos besos, porque sé que cuantos más doy más me quedan. Él me acaricia el pelo, sonríe y dice:
—No cambies nunca, Pitusina, nunca.
—Y la sorpresa ¿cuál es la sorpresa?
—Os la dirá tu madre a tu hermana y a ti. Ve a buscarla.
Subo corriendo a la estación. Entro en la casa del jefe (su hermana es la que da clases de bordado a las chicas del pueblo), subo arriba (que es donde tienen el taller) y allí junto a otras chicas está mi hermana, bordando. Hablan de los soldaos, dicen que hay algunos muy simpáticos y muy guapos. Se ríen.
—¡Vamos, Rosario!, que madre quiere que vayamos ahora, tiene una sorpresa para nosotras.
—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?
—No lo sé, si lo supiese no sería sorpresa.
Todas las chicas se ríen. Mi hermana recoge su labor y me acompaña. Todo el camino vamos hablando de la sorpresa.
—Seguro que quieren que vayamos las dos a la fiesta de Cebreros.
—¿De verdad? ¿Y las clases de bordado?
—No creo que pase nada si dejas de bordar tres o cuatro días. Con lo bien que bordas, seguro que tú lo recuperas enseguida.
—Ya, pero yo no sé si me quiero ir ahora a ningún sitio.
Yo también quiero quedarme aquí, en casa, con mis padres. Me da miedo lo que le ha dicho ese coronel a mi padre. Mi hermana no quiere irse ahora por los sorchis, seguro. Todas las chicas están revueltas por eso. Pero en Cebreros se lo pasará mejor en el baile.
Nada más llegar a casa salimos de dudas.
—Vuestra madre está arriba, quiere hablar con vosotras.
Subimos y la vemos, está en la sala, revolviendo cajones, sacando ropa. No parece muy contenta, pero sonríe al vernos llegar.
—¿Ya estáis aquí?
No comprendo por qué mi madre siempre pregunta que si estamos aquí, cuando nos tiene delante. Me dan ganas de contestar: no estamos aquí, seguimos en la estación. Pero no digo nada, me callo.
—Bueno, pues os tengo que dar una sorpresa: nos vamos las tres a las fiestas de Cebreros, ¿qué os parece?
—¿Las tres? ¿Y padre? ¿Él se va a quedar solo en casa?
—Tu padre no puede dejar de trabajar.
—¿Y el bar? ¿Quién atenderá el bar cuando él esté trabajando?
—No pasará nada por cerrar dos o tres días el bar.
—Pero... si ahora con los sorchis hay mucha gente en el bar —dice mi hermana—. ¿Es que le pasa algo a nuestra familia de allí?
—No, no les pasa nada. Vamos a las fiestas, eso es todo. ¿No quieres que vayamos? ¿Me has estado dando la lata casi un mes porque querías ir a las fiestas de Cebreros y ahora que digo que sí, tú no quieres? No te comprendo. ¿A qué vienen tantas preguntas?
—Sí, madre, sí que quiero ir.
—Y tú, Alicia, ¿quieres ir o tienes alguna pregunta de las tuyas?
Yo tengo muchas preguntas que hacer, pero no las hago, no quiero que mi madre se enfade. Por alguna razón tenemos que ir a las fiestas de Cebreros.
—Sí, mami, yo quiero que vayamos. ¡Menuda sorpresa!
—Bueno, pues si queréis ir, tenemos que prepararlo todo, porque nos vamos mañana por la mañana temprano. Hay mercado en Ávila y vuestro tío vendrá al mercado. Si nos vamos pronto, él nos llevará y podremos comer allí. Las fiestas comienzan por la noche.
Con el lío de los preparativos del viaje, casi me olvidé del coronel. Pero esta noche, cuando mi padre ha venido a darme las buenas noches y a preguntarme qué he aprendido en el día de hoy, he contestado:
—He aprendido que, aunque mi padre no ha ido a la mili, conoce a un Coronel. Lo que no sé es por qué lo conoce.
—Tu padre y tu madre conocen a ese coronel porque fue testigo de nuestra boda y porque hice un trabajo de cantería en su casa.
—Y ahora quiere que hagas otro trabajo ¿a que sí?
—Pero qué lista eres, Pitusina. Las tres lo vais a pasar muy bien en esas fiestas.
—Y tú ¿por qué no vienes con nosotras?
—Yo