Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez
Pasan los colchoneros con sus varas para moler a palos la lana y dejarla esponjosa. Pasan los afiladores, los esquiladores, los mieleros, los pimenteros.
Los labradores de mi pueblo miran los campos con esperanza. Es el momento de descubrir si lo que han trabajado en las tierras, durante todo el año, dará sus frutos en verano o las heladas habrán arruinado la raíz de las cosechas y de su alegría.
A TAPAR LAS CALLES, QUE NO PASE NADIE
Ovejas, cabras, caballos, gitanos, feriantes, soldaos, toros bravos, ovejas... El mío es un pueblo de paso. La carretera está en medio, delante de mi casa, entre la iglesia y el cuartel de la Guardia Civil. Cada dos por tres hay novedades que obligan a los vecinos a meterse en sus casas y cerrar las puertas.
Cuando esto sucede, el alguacil da un pregón:
—De orden de la autoridad, se hace saber, que mañana pasará una manada de toros bravos por la carretera, camino de Ávila. Se advierte a los vecinos del lugar que no deben salir de casa bajo ningún concepto, deben cerrar puertas, ventanas y corrales. Quien incumpla esta orden podrá ser sancionado con una multa de cien pesetas. He dicho.
La Guardia Civil vela para que se cumpla la orden. Recorre las calles antes de la hora prevista, obligando a la gente a cerrar puertas y ventanas. Los toros van a jugar a tapar las calles y puede ser muy peligroso. Por eso todo el mundo cumple la orden. Si alguien incumple lo que mandan los edictos, se arriesga a ser atropellado, a sufrir las consecuencias en su propia integridad física y monetaria.
Mi abuelo cuenta mil veces, siempre que pasan toros bravos por el pueblo, que, en una ocasión, cuando era pequeño, salió a la puerta de su casa para ver pasar los toros. Uno de ellos lo enfiló, lo persiguió, lo tiró al suelo y le clavó un cuerno en la pantorrilla. Desde entonces tiene una pequeña cojera que no le ha impedido nunca hacer su santa voluntad.
—Pero, abuelo, el toro podía haberlo matado.
—Yo me quedé quieto, sin moverme. El toro debió de pensar que ya estaba muerto y por eso me dejó. Luego, mi madre me ató un trapo de sábana a la pierna y cortó la hemorragia. El resto lo hizo el paso del tiempo, los bebedizos y las manos milagrosas de mi madre.
Si llegan los gitanos (vienen con el buen tiempo) se quedan cerca del río y solo suben al pueblo a vender cestos. Como los venden más baratos que el cestero, muchas mujeres se los compran y así ahorran unos reales que nunca vienen mal. También suben para comprar gallinas. Algunas personas, mal pensadas, dicen que vienen a robarlas. Por eso, la Guardia Civil, cuando ve a un gitano con una gallina lo detiene y lo lleva al cuartelillo. No lo sueltan hasta que se aclara el entuerto y se puede demostrar que la gallina no es robada. Dice mi padre que en una ocasión los mozos del pueblo robaron gallinas y les echaron la culpa a los gitanos.
Seguro que por eso a los gitanos no les gusta mucho la Guardia Civil. También será por eso que hay muchos chistes de gitanos y guardias civiles. A mi padre no le gustan esos chistes. Bueno, a él tampoco le gustan los chistes de mariquitas, jorobados, sorchis, etc. Siempre dice:
—El humor debe ser inteligente. A mí no me parece inteligente hacer burla de las personas diferentes.
No le gustan tampoco algunas cosas que se dicen sin pensar: esto lo saben hasta los negros; no se lo salta un gitano; es un trabajo de chinos. Mi padre opina que hay que decir lo que se piensa y pensar lo que se dice, para no ofender a nadie.
A mí tampoco me hacen gracia los chistes que cuenta una prima mía. Son chistes verdes, marrones y de todos los colores. Un día contó un chiste que me dio mucha pena: mamá, mamá, se ha muerto papá, y la madre contesta: qué susto, hijo, pensé que se había salido la leche. ¿Dónde está la gracia? Si yo encuentro a mi padre muerto, gritaría y mi madre también. Las dos nos pondríamos a llorar. A ninguna de las dos nos habría importado un pito que se saliese la leche. Mi prima dice que no me gustan esos chistes porque soy una sosa, que todo me lo tomo por la tremenda. Que reírse no hace mal a nadie. Ya lo sé, pero depende de qué te rías ¿no?
Quienes también vienen de vez en cuando por el pueblo son los sorchis, sobre todo los que están pasando el campamento antes de ir al cuartel. Ponen sus tiendas en la plaza y se convierten en una atracción de feria durante dos o tres semanas.
Este año han venido en primavera, cuando las mozas se quitan el abrigo y las medias, las casas se abren de par en par y las solanas son lugar de tertulia. En ellas las niñas, jóvenes casaderas, mujeres casadas y viudas, hablan, ríen, cuentan cuentos y cortan más de un traje a quien no está presente, pasa sin pararse o es protagonista de alguna historia amorosa, divertida, poco clara... Todo ello, mezclado con habladurías de la gente y la imaginación, despierta a la primavera.
Pero, estos días, en las solanas, las mujeres les cortan trajes de cuerpo entero a los sorchis, les ofrecen sonrisas de tapadillo y se ríen cuando los ven pasar.
Mi bar es de color verde, está repleto de uniformes, saludos militares y órdenes. Sobre todo hoy, que ha entrado un militar de alta graduación. Al verlo, todos los soldados dejan de beber, se ponen firmes, dan un pie contra otro (con un sonido marcial), levantan el brazo, lo colocan en ángulo recto y, con la punta del dedo anular de la mano derecha estirada, se tocan la frente. Es un saludo militar.
—Debe de ser un pez gordo —le ha dicho a mi padre uno de los pocos hombres del pueblo que a esas horas están en el bar—; por lo menos es capitán.
—Más —ha dicho otro parroquiano que acaba de regresar de la mili—; lleva tres estrellas de ocho puntas en línea recta, es coronel.
Todo el mundo se queda en silencio. Noto que mi padre está nervioso, le tiemblan las manos y tiene gotas de sudor en la frente. El coronel se acerca a la barra del bar y dice:
—Descansen.
Los soldados se relajan, pero no vuelven a beber. Algunos abandonan el bar, otros hablan muy bajito entre ellos. El coronel mira a mi padre y dice:
—O sea, que es verdad, me lo habían dicho y no lo podía creer. Mira tú por dónde voy a encontrarme a Juan, el mejor cantero que conozco, disfrazado de tabernero.
Mi padre mira al militar, lo observa y dice:
—¿Quiere tomar algo?
—No, gracias, estoy de servicio. Solo he venido a saludarte. Alguien me dijo que este bar era tuyo y ya veo que te van bien las cosas. Me alegro, porque a pesar de todo, eres un hombre trabajador. Lo que no comprendo es por qué has cambiado los punteros por los vasos y la piedra por el vino. Siempre pensé que lo tuyo era la cantería.
—Y lo es. Soy cantero. La taberna no es nuestra, la tenemos alquilada. Pero con tres hijos hacemos lo que podemos.
—Bien, muy bien. El trabajo dignifica al hombre. Y... ¿dónde tienes la cantera? Me gustaría ir a verte allí, quiero que me hagas un trabajito y...
—Bueno, la cantera tampoco es mía, trabajo para un contratista, él es el que me dice lo que quiere que haga.
—Ya comprendo. Hablaré con él y luego iré a verte. Seguro que podrás hacer lo que quiero que hagas. Sabré recompensarte por ello. ¿Quién es el contratista?
—Se llama Fermín y vive justo ahí enfrente, subiendo la carretera de la estación.
—¡Coño! El Churli. Menuda sorpresa. Hablaré con él y mañana iremos los dos a la cantera. ¡Qué casualidad! Mira tú por donde voy a matar dos pájaros de un tiro.
Ahora la que estoy nerviosa soy yo. Sobre todo porque cuando dice la palabra “matar” tiene una mano en la cintura, justo encima de la funda donde guarda una pistola. Mi madre, en ese momento, sale de la cocina y me llama:
—Alicia, ven aquí ahora mismo.
—¡Vaya, Juan! Esa es tu mujer, ¿no? No ha cambiado nada. Solo la vi una vez. Recuerdo haber pensado: ¡qué suerte tiene este desgraciao!
Mi padre no contesta. Mi madre mira al militar, mira a mi padre.