Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez

Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez


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al callejón, tenemos orinal debajo de la cama. Por las mañanas, mi madre tira el orinal a la calle. Bueno, no tira el orinal, tira lo que hay dentro.

      Me gusta mi casa, es una pena que no tenga corral para hacer eso. Donde se hace mejor es en casa de Mari Loli. Han hecho una caseta para ello. Te sientas en una silla con agujero y lo haces. Lo que haces va a un pozo negro. Para que no huela se echa tierra encima y ya está. ¡Quién pudiese tener un pozo de esos en mi casa! Mi madre dice que no puede ser porque nuestra casa no es nuestra, es del alcalde y no nos deja cambiar nada.

      A lo mejor, cuando traigan el agua al pueblo y la metan en las casas, podamos hacer una caseta que tenga lavabo, retrete y todo, igual que en la capital. Eso sí que sería estupendo. Si lo que dicen es verdad, ya falta menos.

      La casa de tía Federica tiene todas las habitaciones abajo. El corral es muy grande, con huerta, gallinero, pocilga... Su casa es suya, en parte. Mi tío heredó de sus padres un trozo de la casa, los otros trozos son de sus hermanos, que les dejan vivir en la casa como si fuese toda suya. De todas formas, ellos quieren hacerse una casa para ellos solos, una casa que sea suya totalmente de verdad.

      Mis padres también quieren tener una casa de piedra para nosotros. Por eso mi padre trabaja cada día un par de horas más, así va juntando piedras para la casa que un día, cuando sea posible, quiere construir.

      En mi pueblo, las puertas de las casas están siempre abiertas, solo las cerramos cuando vamos a dormir. Por eso, si vamos a una casa, entramos sin llamar. Mi madre dice que antes de entrar hay que decir: ¿se puede? Y, si no contesta nadie, es mejor esperar a la puerta, o ir repitiendo la pregunta según vas entrando en la cocina o en el corral. Dice que los dormitorios son sagrados y ahí no hay que entrar, a no ser que la dueña de la casa te diga que entres.

      Después de la muerte de mi primo Ángel, voy mucho a visitar a mi tía Federica. Y siempre, siempre, siempre, llevo comida. La robo de nuestro bar y de los pucheros de mi casa. Incluso del almacén-frutería de mi abuelo. La llevo y se la dejo en la despensa, sin que ella sepa quién la ha puesto allí: unos bizcochos, unas pastas, fruta, chorizo.

      Siempre hago lo mismo, entro sin hacer ruido y salgo bien calladita.

      Me gusta rebuscar en los cajones, siempre encuentro cosas curiosas, antiguas, divertidas. Cosas que me hacen pensar. Si me pilla mi madre me la cargo. Dice que lo revuelvo todo.

      Siento curiosidad por saber lo que hay en los cajones del sagrado dormitorio de mis tíos, pero siempre está la puerta cerrada. Hoy no hay nadie y la puerta del dormitorio está abierta. Me he colado dentro sin pedir permiso, sin encomendarme a Dios ni al diablo, como dice mi madre.

      Rebusco en los armarios, me gusta husmear por cajones que no he abierto nunca antes. Lo que encuentro me parece un tesoro. En las mesillas de noche hay estampitas de la Virgen y el Niño Jesús, papeles, recetas médicas, abrebotellas. Cosas diferentes a las que hay en mi casa. Bueno, en mi casa solo hay mesilla en la alcoba de mis padres, pero no en la nuestra. Mi hermana y yo dormimos en la misma cama y no tenemos mesilla. Mi hermano tiene una habitación para él solo. Pero es tan pequeña que no entraría una mesilla. La cama está pegada a una pared y en la otra queda el espacio suficiente para poder quitarse la ropa antes de irse a dormir.

      Mis padres, mi hermana y yo dejamos la ropa en una silla de la sala, mi hermano la deja en una percha que cuelga de un clavo en su habitación.

      En casa de mi tía Federica es diferente, tiene habitaciones grandes en las que entra una cama, dos mesillas, un armario, un aguamanil de loza con jofaina, jarra, toallas y todo lo demás. Claro que no tiene sala, como en nuestra casa.

      En un cajón he encontrado un caramelo, me lo meto en la boca, lo chupo y compruebo que sabe a rayos y centellas, lo escupo, pero el sabor sigue quedándoseme en la boca. Busco algo para beber y, por suerte, encuentro una botella de gaseosa: echo un trago. ¡Oh, Dios mío! ¡No es gaseosa! Está en una botella de gaseosa pero no es gaseosa, es algo que tiene un olor y un sabor a demonios. Escupo lo que puedo, pero ya me he tragado casi todo. En ese momento entra mi tía y se echa las manos a la cabeza.

      —Pero... ¿qué haces, criatura? ¿Te estás bebiendo el líquido limpia metales? ¡Dios mío! Tenemos que ir al médico.

      —No al médico no, al médico no.

      Mi madre es adivina. Siempre está en donde yo esté, justo en el momento oportuno. Es como si tuviese ojos en todas partes y cuando me pasa algo a mí, ella aparece por arte de birlibirloque.

      —Tú no aprenderás nunca ¿verdad? Un día, tus travesuras nos van a hacer sufrir a todos, ya lo verás.

      Mi madre está muy enfadada, pero me alegro de que esté aquí, cuando más la necesitamos. Ella sabrá qué hacer conmigo.

      Tía Federica le dice que me he comido una bola de alcanfor y luego, creyendo que era gaseosa, he echado un trago de limpia metales. Mi madre me coge en volandas y me lleva a casa de doña Irene. Doña Irene vuelve a lavarme el estómago. Debo de tener el estómago más limpio del mundo. Lo mío no tiene arreglo, dice mi madre. Y a continuación recalca:

      —Esta es una niña muy inquieta. Cualquier día se mete en un lío gordo.

      Eso de meterme en líos debe venirme de mi padre. Lo digo porque mi madre siempre le está diciendo a mi padre que no se meta en líos, que ya sabe, por propia experiencia, lo que pasa cuando alguien se mete en líos. Seguro que mi padre de pequeño era como yo.

      Cuando doña Irene me lavó el estómago por segunda vez, sufrí lo mismo que cuando me comí los escaramujos en la cama de mi abuela, pero agravado por un fuerte dolor de estómago. Estuve varios días en la cama, con fiebre, sin ir al colegio, tomando medicinas, incluso me pusieron inyecciones. No se las podían poner a ella, porque ya soy muy mayor y no sigo mamando.

      Gracias a que mi madre se lo dijo al cura y el cura se lo dijo al alcalde, tía Federica trabaja todos los días limpiando las escuelas, lava la ropa de otras personas del pueblo y limpia sus casas. De esta forma consigue el dinero suficiente para no pasar hambre. Mi tío solo trabaja en la huerta y mi primo, el que es mayor que yo, está engordando. Mi tía no engorda, tiene demasiado trabajo y es un puro nervio. Pero, según mi madre y según todo el mundo que tiene ojos en la cara, ha mejorado mucho.

      Algunos días, por la noche, voy a casa de tía Federica. Sobre todo en invierno. Jugamos al cine de sombras en la cocina. Enfrente de la lumbre baja, hay una pared grande: sin armarios, mesas, sillas, nada por medio. Hacer sombras es muy fácil. La luz de la chimenea ilumina la pared, y al poner las manos delante, las sombras se proyectan como pasa en el cine. A veces viene mi hermano a jugar con nosotros y nos cuenta historias de los personajes que se van formando en la pared. Para dibujar sombras solo se utilizan las manos. Mi hermano sabe hacerlas todas: un conejo, un pájaro, un cocodrilo, un cisne, un porrón de figuras. A mí me sale muy bien el conejo, que es muy difícil porque hay que utilizar las dos manos a la vez.

      Mi hermano, cuando quiere, es muy divertido. Es una pena que no esté mucho en casa. Pero claro, está en Ávila, a punto de terminar Magisterio y cuando termine (como termina muy pronto y no puede ejercer de maestro hasta que sea mayor de edad) se irá voluntario a la mili. No ha podido hacer milicias por culpa de que le faltaba un papel. Siempre lo mismo con los dichosos papeles, oye.

      Mi hermano es muy listo, tan listo es que, cuando era pequeño (yo creo que no era tan pequeño porque tenía 10 años), tuvo un problema muy grande por ser tan listo. De pronto, comenzó a sangrar por la nariz y a dar vueltas alrededor de una mesa diciendo: me persiguen, me persiguen, me persiguen. Luego se mareó y se cayó al suelo, como muerto. Por suerte despertó antes de que llegase el médico.

      El médico dijo que mi hermano, de tan listo que era, daba demasiadas vueltas en la cabeza a todo y estudiaba mucho, demasiado. Eso hizo que se sobrecargase su cabeza y, para aliviar la presión, tuvo que sangrar. Dijo que si no hubiese sangrado habría sido mucho peor. Bueno, no sé si es lo que dijo el médico o lo que entendió mi madre. Mi padre dice que muchos niños sangran por la nariz y que eso no es ningún problema. Lo que nadie me explicó es por qué mi hermano pensaba que lo perseguían. Un día se lo


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