El sentido del camino. David Gómez Fernández
de la cena –sopa de calabacín y una hogaza de pan untada con tomate– notaba ardores y algún que otro retortijón, que achacó a los tomates recogidos aquella misma tarde, los cuales, estaban un poco verdes.
Sin decir nada, después de arropar a David y a Víctor y darles un beso de buenas noches como siempre hacía, se fue al lecho, donde ya llevaba un largo rato Ginés, tras un día de trabajo agotador.
Al levantarse, notaba los mismos síntomas. Ginés había marchado como cada día antes de que el sol saliera, las obras se encontraban bastante avanzadas y el arzobispado deseaba verlas finalizadas lo antes posible ante la “amenaza” de quedarse sin fondos para el pago de las mismas.
―Ginés, las obras no pueden demorarse en demasía. Las arcas del arzobispado comienzan a resentirse y son muchas las peticiones de pueblos y aldeas de la comarca que solicitan ayuda. El arzobispo está muy contento con tu labor, por ello, quiere ver finalizada la capilla y poder hacerte entrega de los honorarios restantes a la mayor brevedad― le había dicho fray Joaquín una de las muchas mañanas que visitaba las obras.
―No se preocupe fray Joaquín. Comunique a su excelencia que, en el plazo máximo de dos meses, la capilla de Ézaro será una realidad.
Después de aquella conversación, se intensificaron esfuerzos y cada jornada se hizo más larga y duradera con el fin de poder cumplir con el plazo prometido.
Ana llenó un cuenco de leche y lo tomó frente a la puerta mirando un cielo gris que amenazaba tormenta, a la vez que observaba a sus hijos como corrían de aquí para allá jugueteando distraídamente.
―¡Chicos!, ¡venid! ―los llamó de forma enérgica―. El cielo está muy gris y el aire ha parado, creo que se acerca una tormenta. Recoged las patatas y tomates que estén listos, si no se echarán todos a perder.
―¡Vale, madre! ―contestaron ambos al unísono―. David y Víctor eran dos chicos serviciales que siempre estaban dispuestos a ayudar a sus padres en todo. Cogieron las cestas de mimbre donde colocaban la cosecha y comenzaron a recolectar las piezas que a su juicio estaban listas para comer.
Cuando hubieron terminado de recoger, guardaron y apilaron en hileras la cosecha: tomates por una parte y patatas por otra.
Era mediodía y Ana ya tenía preparada la comida, una cazuela de habas con tomate (la preferida de sus hijos), como premio al gran esfuerzo que habían realizado durante toda la mañana.
―¡David!, ¡Víctor!, la comida está lista. ¡Asearos y pasad a comer!
―¡Enseguida, madre! ―contestó Víctor mientras le acercaba a su hermano la última cesta de patatas para que este la colocara en su lugar.
Dieron buena cuenta de todo, con un hambre tan voraz que parecía que llevaran un par de días sin probar bocado. Acabaron con todas las habas e incluso rebañaron del fondo de la cazuela los restos de tomate restantes.
Ana no probó bocado, los observaba con ternura y orgullo, hasta que un fuerte dolor le devolvió a la realidad. Comenzaba a preocuparse, ya que los síntomas iban intensificándose a medida que transcurría el día, aunque no quería alarmar a sus hijos. Esperaría hasta el regreso de Ginés.
Al terminar se acostaron en el jergón, se taparon y girándose cada uno hacia un lado se quedaron dormidos. Comenzaba a notarse el frío, Ana preparó una manzanilla, agarró el cuenco de barro con fuerza para calentarse las manos y se acercó a la ventana que había junto a la puerta, justo donde se encontraba la mesa con las tres sillas de las que disponían.
«No hay duda, se acerca una fuerte tormenta», se dijo para sí misma, mientras daba sorbos al cuenco―. Terminó de beberla y se acostó en su dormitorio con la esperanza de que al levantarse pudiera encontrarse mejor.
Un fuerte dolor la despertó. Notaba que la tripa iba a reventarle, eran punzadas tan fuertes que le producían náuseas. Había perdido la noción del tiempo, no oía a sus hijos, «¿dónde estarán? », pensaba. Sudaba, sentía escalofríos recorrer todo su cuerpo y un frío intenso que la hacía tiritar.
Se levantó a tientas, estaba oscuro y no veía, tropezó, pero por fin llegó a la puerta. La abrió y sujetándose la barriga grito:
―¡David!, ¡Víctor!, ¡hijos míos, necesito ayuda!
Lo repitió tres, cuatro, cinco veces. Con cada grito, con cada llamada de socorro se sentía desfallecer. Por fin la puerta se abrió.
Los dos hermanos entraron a la casa empapados por la incesante lluvia, estaban jugando en el cobertizo como hacían siempre.
Encontraron a Ana sentada en el suelo, en la puerta de la habitación con las manos rodeando el vientre.
―¡Madre, madre! ¿Qué sucede? ―preguntó Víctor con cara pálida y ojos llorosos.
Sin decir nada, David cogió en brazos a su madre y la volvió a acostar en la cama, mostrando una tranquilidad que en realidad no era tal:
―Madre, ¿qué le ocurre? ―preguntó en esta ocasión David.
Desde ayer siento punzadas y dolores en la tripa que no son normales, pero no he querido decir nada para no alarmaros, quería esperar al regreso de padre.
―¡Madre! ―balbuceó Víctor ya con las lágrimas descendiendo por sus mejillas al tiempo que se acostaba a su lado y le agarraba las manos.
Ana era una mujer fuerte. Sabía que sus hijos estarían asustados, los conocía. Así que, con toda la serenidad que pudo mostrar e intentando no quejarse en demasía para no preocupar y ponerlos más nerviosos, les dijo:
―David, tú ve al pueblo en busca de padre. Si no lo encuentras en la capilla, ve a la venta de don Basilio, se encontrará allí, como hace cada día después de la jornada. Víctor hijo, tú te quedarás conmigo. Llena un cuenco de agua y le echas quince gotas de limón, lo tomaré mientras esperamos a que llegue padre. No te asustes, todo está bien.
Tras escuchar las órdenes de su madre, David salió a la carrera en busca de Ginés. Tal y como había predicho Ana llegó una vigorosa tormenta. La casa donde vivían estaba algo alejada del núcleo principal del pueblo y en la parte opuesta donde se situaba la capilla.
Todo estaba embarrado, una cortina de agua dificultaba su visión, tropezó con una piedra y se dio de bruces contra el suelo. Sin tiempo para quejarse se levantó y continuó corriendo todo lo deprisa que le permitían sus piernas, no quería tardar, recordó el estado en el que se encontraba su madre y un gran miedo recorrió todo su cuerpo. Por fin llegó a la capilla, exhausto, le faltaba la respiración.
―¡Padre!, ¡padre!, ¡soy yo, David, tu hijo! ―gritaba y gritaba, pero no encontraba respuesta alguna.
―¡Maldita sea! ―se maldecía―. Para llegar a la venta tendría que correr otro trecho y se preguntaba como seguiría su madre.
Sin tiempo que perder partió. «Cuanto antes saliera antes llegaría», pensó. La lluvia no cesaba, incluso tenía la sensación de que llovía más fuerte.
Estaba empapado y el peso de su ropa iba en aumento, una capa de barro cubría la suela de las botas, lo que le provocó varios tropiezos que a punto estuvieron de hacerlo caer nuevamente.
La venta de don Basilio era un lugar muy concurrido por viajeros que pasaban por el pueblo, mercaderes que llegaban a Ézaro a vender sus materias primas o lugareños y vecinos de pueblos colindantes que después de sus quehaceres aprovechaban, con el pretexto de sacarse el frío del cuerpo, para beber algún chato de Ribeiro o una bebida procedente del hollejo de uva a la que llamaban orujo y que les hacía entrar en calor de manera inmediata.
Cuando abrió la puerta, no pudo distinguir la figura de su padre. Debido a la fuerte lluvia, la venta estaba abarrotada, la gente bebía y charlaba distraídamente esperando a que amainara la tormenta. Fue abriéndose paso, no sin dificultad, intentando llegar a la mesa situada junto a la chimenea, allí era donde por norma general su padre tomaba asiento. Dio varios empujones para poder avanzar hasta su objetivo, le costaba zafarse