El sentido del camino. David Gómez Fernández

El sentido del camino - David Gómez Fernández


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Usted puede dormir aquí con mi esposa, yo lo haré con los chicos en el jergón.

      Dicho esto, dio un beso en la frente a su esposa y con una mirada enternecedora le dijo―: Descansa, debes de estar agotada. Todo va a salir bien.

      Cerró la puerta desvencijada que separaba la habitación de la estancia principal y salió, a sabiendas que la noche sería larga.

      Unos débiles rayos de sol que se colaban por la ventana lo despertaron. No debía de haber dormido mucho. Cuando se acostó junto a los niños, la cabeza le daba vueltas y le costó conciliar el sueño, ellos tampoco dormían.

      «¡Ana!», pensó.

      De un salto se levantó del jergón y se acercó a la puerta, estaba cerrada, con los nudillos dio varios golpes.

      ―¿¡Ana!, ¡doña Rita!?

      ―Adelante, pase ―contestó esta última.

      Al abrir, su esposa terminaba de colocarse bien el camisón, mientras que doña Rita comenzó a explicarle―: Ha pasado buena noche, los dolores cada vez son más esporádicos.

      Al acabar de vestirse, Ana se sentó en la cama y le pidió a su esposo que hiciese lo propio, debían tomar de manera consensuada lo que creyeran mejor:

      ―Pienso que debemos de ir a la Villa de Madrid ―comenzó diciendo―. Partiendo, poniéndome en manos de don Alberto, y con la ayuda de Dios, tenemos la posibilidad de que todo salga bien, si no lo hacemos, aquí todo será más difícil.

      La entereza con la que habló su esposa, dejó sorprendido a Ginés. Doña Rita callaba, sabedora que la decisión competía exclusivamente a ellos. Las palabras de Ana, despejaron cualquier tipo de duda que pudiera tener; tras unos segundos de reflexión dijo:

      ―Pienso de igual manera. Doña Rita, ¿Cuándo cree usted que deberíamos partir?

      ―Opino que a la mayor brevedad, quería decirles además, si no ven inconveniente alguno, que estaría gustosa de acompañarles. El viaje será largo y duro y creo que podría serles de utilidad si surge cualquier tipo de complicación.

      El rostro de Ana se iluminó, aquella mujer que la había tratado con tanto mimo y cariño, se había convertido en su protectora, sentía que con ella, nada malo podía ocurrir.

      ―Doña Rita, ¿haría eso por nosotros? ―preguntó Ana, a la vez que se acercaba a ella.

      Esbozando una sonrisa, contestó:

      ―Hija, nada hay que me retenga en Ézaro. ―Fundiéndose ambas en un tierno abrazo.

      CAPÍTULO III

      La Villa de Madrid

      Le costó conciliar el sueño, a la desazón por lo acontecido con su esposa, se sumaba la pesadumbre de no finalizar las obras; fray Joaquín siempre le había dispensado un trato excelente, y en su fuero interno, aún a sabiendas que era imperiosamente necesario partir, se sentía en deuda con él.

      Aquella misma mañana le había contado la situación al fraile y este, lejos de ofenderse le había animado a partir:

      ―Hijo, ve con Dios, estoy seguro que todo saldrá bien. Yo, rezaré por tu esposa para que así sea ―le había dicho justo en el momento que le entregaba unas monedas, que Ginés se negó a aceptar.

      Las obras seguirían su curso, había dejado a cargo a César, su ayudante de confianza, todo iría según lo previsto, aunque él era un hombre de bien, y eso no lo consolaba.

      Tras la conversación matinal, habían convenido marchar máximo en tres o cuatro días. No había tiempo que perder, les esperaba un largo trayecto y sentían la inevitable necesidad de llegar lo antes posible.

      Conversaron para decidir cómo organizarse y que debían de llevar, doña Rita puso a disposición el carro, tirado por dos burros, que utilizaba su tío don Francisco cuando visitaba a enfermos de pueblos o aldeas cercanas a Ézaro. Ella, haría acopio de las medicinas y enseres que considerara oportunos pudieran serles de utilidad. Ana, con la ayuda de los chicos, se encargaría de los alimentos, abasteciéndose de los menos perecederos para contar con provisiones aunque, durante el camino, irían dando cuenta de aquello que fueran necesitando.

      La tarde del tercer día, todo estaba listo. Cenaron y se acostaron pronto, con las primeras luces del alba, emprenderían la marcha….

      El viaje fue haciéndose duro a medida que avanzaban los días. Pasaron por una serie de vicisitudes que provocaron que todo fuera más difícil.

      El frío se convirtió en su primer enemigo. Con el amanecer de cada mañana, continuaban la marcha.

      ―Durante el día nos encontraremos con gentes por los caminos y pueblos que atravesemos. Cualquier contratiempo será más fácil de solventar que de noche ―había dicho Ginés al partir.

      Las bajas temperaturas de esas primeras horas eran insufribles. Víctor padeció la dureza de estas, con unas fiebres altas que lo tuvieron enfermo durante varios días.

      Rita no era capaz de bajarle la temperatura. Estaba débil, no comía e incluso le costaba ingerir ni tan siquiera agua.

      ―Debes beber, hijo ―le apremiaba doña Rita con dulzura―, si no puedes llegar a deshidratarte y eso sería muy peligroso.

      Al cabo del cuarto día, la fiebre comenzó a remitir y su cuerpo fue adoptando poco a poco su estado natural.

      Ana cada vez estaba más pesada. Las jornadas eran más y más agotadoras. Muchas eran las horas que peregrinaban al día. Las piernas se le habían hinchado y sufría fuertes dolores. Durante el camino, apartó de su mente los pensamientos y la zozobra que la invadieron en el momento que doña Rita le puso al tanto de su estado.

      Ansiaba arribar y ponerse en manos de don Alberto. Lo habían conseguido….

      Quedaron asombrados. La magnitud de la ciudad los dejó atónitos. Eran gente de pueblo, acostumbrados a vivir en una pequeña comunidad, donde cada cara o lugar les resultaba familiar, no daban crédito a tanto gentío.

      Se encontraban en la Puerta del Sol, uno de los lugares de encuentro más importantes de la Villa, aquí se situaba uno de sus mentideros más famosos: las gradas de San Felipe. Lugar de congregación de los habitantes de la ciudad donde se intercambiaban todo tipo de rumores y noticias.

      Detrás de esas gradas, estaba sito el convento de San Felipe el Real, el cual poseía unos fuertes muros que servían para aislar la vida interior del bullicio que cada día tenía lugar fuera.

      Según las señas con las que contaban, don Alberto vivía allí. No les costó dar con él, era un emplazamiento de sobra conocido por todo el mundo.

      Había llegado el momento que tanto esperaban. Sin decir una sola palabra, todos notaban que el nerviosismo se adueñaba de ellos. En alguna ocasión durante el viaje, a Ana le habían asaltado las dudas:

      ―¿Y si no damos con don Alberto? Quizás viva en otro lugar, quizás….

      Doña Rita, mujer positiva por naturaleza, no dejaba que aquellos pensamientos perturbaran más, si cabe, el estado de ánimo de Ana.

      ―Hija, tranquila. Todo saldrá como esperamos. Dios está con nosotros, va a protegernos y se encargará de que todo termine bien.

      Ginés tomó la iniciativa, se adelantó y dio tres fuertes golpes a la puerta ayudándose del picaporte que la adornaba.

      Nadie abría. El tiempo parecía haberse detenido, un gemido de dolor de Ana rompió un silencio casi sepulcral.

      Cuando Ginés se disponía a llamar por segunda vez, la puerta se abrió.

      Un joven fraile de mediana edad, apareció tras ella y, tras escrutarlos detenidamente, en tono afable les preguntó:

      ―Buena gente, ¿qué


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