El sentido del camino. David Gómez Fernández

El sentido del camino - David Gómez Fernández


Скачать книгу
las tierras del norte, en busca de don Alberto. La hermana Ana se encuentra encinta y tengo la certeza que el bebé viene de nalgas, con el peligro que esto atañe tanto para él como para la madre. Mi difunto tío, don Francisco Manchón, era el médico del pueblo de donde venimos, y en una ocasión me contó que don Alberto había practicado la cesárea a una muchacha de La Mancha que se encontraba en situación similar. Según las señas que me proporcionó, don Alberto vivía aquí en este convento, junto a su congregación. Le pido que si así es tenga en cuenta nuestra situación y nos ayude a contactar con él.

      El fraile escuchó con mucha atención todo lo que doña Rita le había contado, observó a los niños, ambos abrazados a su padre. Levantó la vista y vio a Ana, que seguía en el carro, pero se había incorporado al verlo aparecer tras la puerta.

      ―Don Alberto se encuentra aquí ―dijo esbozando una sonrisa―. Pasen por favor, yo iré en su busca.

      El monasterio contaba con un amplio patio, en medio de este, una fuente con la escultura de dos ángeles alados, bañados por cuatro finos chorros de agua, lo adornaba. Un conjunto de arcos ofrecía sombra y era aprovechado por los frailes para pasear, leer o simplemente charlar en su tiempo libre. En la parte superior, se encontraban las habitaciones, donde de manera individual hacían vida cada uno de ellos.

      Fray Emilio –así se llamaba el fraile que los recibió– dio orden a un par de clérigos de que salieran a por el carro y le dieran entrada por la puerta trasera del monasterio, ya que, la principal, situada en las gradas de San Felipe, contaba con escaleras y era esta otra la que utilizaban cuando habían de descargar mercancías o alimentos en grandes cantidades.

      Fueron conducidos por el fraile a una habitación donde dieron acomodo a Ana en un pequeño banco de madera, mientras el resto, sentados en el suelo y con la espalda apoyada en la pared, buscaron un descanso más que necesario.

      ―No tardaré ―dijo fray Emilio desapareciendo tras cerrar cuidadosamente la puerta.

      Era mediodía, y siempre que sus obligaciones se lo permitían, como reconocido amante del descanso, aprovechaba para echar una cabezada. Fray Emilio conocía sobremanera sus costumbres, por consiguiente, al llegar a su estancia, abrió unos centímetros la puerta y lo llamó:

      ―Don Alberto, ¿duerme? ―preguntó con un hilo de voz.

      La voz ronca, pero siempre agradable del cirujano lo sorprendió.

      ―Me disponía a ello, Emilio, ¿algo importante que no pueda esperar? ―preguntó en tono irónico.

      ―Me temo que sí, don Alberto ―contestó abriendo la puerta y situándose junto al hombre.

      Lo puso al tanto de la situación, y mientras se dirigían a la habitación donde esperaban los visitantes, fue ofreciéndole más detalles del estado de Ana, quién era doña Rita, de los muchachos y el hombre que las acompañaba… Cuando entraron en ella, todos al unísono giraron la cabeza en dirección a ellos. Aquellas gentes humildes, desaliñadas y casi exhaustas tuvieron la sensación de tener delante al mismísimo Dios. Este hombre era su única esperanza, y esperaban recibir de él la ayuda que precisaban.

      El rostro de don Alberto transmitía confianza, y una vez comenzó a hablarles, cualquier tipo de duda en torno a su predisposición para con ellos, desapareció.

      ―¿Usted debe ser Ana? ―preguntó en tono jocoso, con cara de obviedad.

      ―Sí ―contestó esta sonriendo.

      Tras hacerse una composición de quien era cada cual, prosiguió hablando:

      ―Imagino que estarán agotados, el viaje ha debido de ser tremendamente duro. En primer lugar ―indicó al fraile―, ha de encontrarles acomodo para que puedan asearse y descansar. Deben de reponer fuerzas, sobre todo usted ―dijo en esta ocasión dirigiéndose a Ana.

      ―A la hora de la cena, me reuniré con ustedes. Tendremos tiempo de profundizar en todos y cada uno de los detalles.

      Se acercó a doña Rita, y le apoyó una mano en el hombro:

      ―Siento mucho el fallecimiento de su tío, no tenía noticia alguna.

      Dicho esto, al tiempo que la mujer asentía aceptando sus condolencias, dio media vuelta y se marchó.

      Fray Emilio los condujo a un ala del monasterio donde varias eran las estancias desocupadas, y que en ocasiones eran utilizadas por hermanos de otras congregaciones de paso por la Villa.

      Ginés y Ana ocuparían un cuarto, los chicos el contiguo y doña Rita, estaría sola justo en el de enfrente de éstos. Mandó que les hicieran subir leche, pan y fruta, indicándoles donde quedaban las letrinas para hacer sus necesidades y el lugar de aseo.

      ―Descansen. A la hora de la cena, vendré a buscarles.

      Tras asearse y cambiarse las ropas, todos juntos en el cuarto de Ginés y Ana, dieron buena cuenta de la comida suministrada. Parecían más relajados y el estado de ánimo era muy positivo.

      Después cada cual se marchó a su lecho. Cuantiosas habían sido las noches pasadas al raso, en el viejo carro, tapados y acurrucados unos junto a otros para protegerse del frío.

      Los dos hermanos unieron sus camas, mucho era el tiempo que llevaban durmiendo juntos, y allí, lejos de su hogar, necesitaban sentirse más cerca uno del otro.

      ―Hermano, todo saldrá bien con madre, ¿verdad? ―preguntó Víctor con los ojos cerrados.

      David, tremendamente protector con él, contestó sin dudar―: ¡Claro que sí, pequeño! Pronto seremos tres…

      Dicho esto, ambos se abrazaron y se dejaron llevar por un cansancio patente que no tardó en sumirlos en un profundo sueño.

      Un joven fraile fue en su busca para acompañarlos al comedor. Habían conseguido dormir toda la tarde, pero ansiaban reunirse con el cirujano y esto pudo más que el propio cansancio. Desde hacía un largo rato, todos esperaban en el dormitorio de los padres.

      Parco en palabras, el joven clérigo les indicó que lo siguieran―: Si están listos, síganme, les esperan. ―Dicho lo cual, en silencio, iniciaron la marcha.

      El comedor estaba situado en la planta baja. Cuatro largas mesas de madera de roble colocadas de forma paralela unas respecto de las otras, con largos bancos de madera para tomar asiento, era todo el mobiliario del habitáculo. Don Alberto, junto a fray Emilio, esperaban en la más alejada de la puerta. Habían esperado a que la congregación se retirara para poder departir en la intimidad. Cuando llegaron a la altura de los dos hombres, ambos se levantaron, les dieron las buenas noches y les pidieron que tomaran asiento.

      ―¿Qué tal han descansado? ―preguntó el monje.

      ―La verdad, muy bien. Largo y duro ha sido el viaje, y necesitábamos reponer fuerzas ―contestó Ginés. Don Alberto tomó la palabra. Sentada a su derecha, se encontraba Ana. Dirigiéndose a ella comenzó a hablar, fue directo, pero tierno a la vez.

      ―Y bien, ¿cuándo notó, y cómo fueron los primeros síntomas?

      A raíz de esta pregunta, la velada transcurrió de manera distendida. Ana le contó como comenzaron los dolores, doña Rita le puso al tanto del reconocimiento al que la sometió, de la profesión de Ginés, del porqué salieron en su busca, como había transcurrido el viaje… Don Alberto no perdía detalle y en el momento que consideraba oportuno, hacía un inciso y pedía que le volvieran a explicar aquello que no había entendido. Tras departir de todos y cada uno de los temas y situaciones pertinentes, el cirujano expuso los pasos previstos a poner en marcha:

      ―Mañana a primera hora, la reconoceré. Según las fechas que hemos manejado, debe estar casi salida de cuentas y no creo conveniente alargar más el alumbramiento. Si todo está correcto, nos prepararemos para dentro de un par de días. Doña Rita, usted me ayudará. ―La enfermera asintió sin ningún atisbo de duda. Prosiguió―: He hablado con los hermanos de la congregación y no tienen inconveniente alguno de que se alojen aquí el tiempo necesario hasta que


Скачать книгу