Crítica a la mitología del discurso constitucional. Tulio Elí Chinchilla
dignidad podría encarnar una especie que no es más que un error de la naturaleza, un animal absurdo, un animal que ríe y que llora, como un animal nefasto, animal irracional. Es cierto que un análisis lógico de tal lenguaje no es la vía para verificar, afirmar o refutar tan valioso postulado, pero, en aras del rigor intelectual propio de una jurisprudencia culta y más sutil, solicitaríamos mejores argumentos.
Si lo que enalteciera a los humanos como seres dignos fuera su capacidad (supuestamente no compartida con otras criaturas) para darles un sentido a sus propias vidas, pudiendo escoger autónomamente los fines que prefieran, ¡vaya dignidad la de Jack el Destripador, quien optó por acabar con las prostitutas londinenses como fin significativo; la de Hitler en su empeño de borrar a los judíos de la faz de la tierra; o la del Ku Klux Klan al afianzar la supremacía blanca sobre los negros! Yo preferiría que nuestra imperfecta programación genética no nos concediera ese espacio autodeterminativo. Para quienes creen que el universo carece de todo fin o que racionalmente no podemos captar cuál fin lo impulsa, cualquier finalidad escogida por un sujeto individual para justificar su existencia no pasará de ser un autoengaño baladí, una “mentira vital”, como dijera Henrik Ibsen.
Acostumbrados a dar carácter de axiomas a ciertas creencias metafísicamente vagas, las seguimos utilizando como argumentos de oro del discurso, a pesar de su nula verificabilidad o su insostenibilidad científica. Se proclama que “todos los seres humanos nacemos libres”, pero la bioquímica del cerebro no valida hoy ningún proceso conductual “libre”, ni la sicología conductista con sus leyes tendenciales ni el sicoanálisis con su imperioso inconsciente sustentan la pretenciosa condición humana de sujetos autolegisladores morales y jurídicos, y autoconstructores de nuestra propia personalidad (Gómez, 2018, p. 10). Las ciencias sociales de hoy, por el contrario, nos revelan al ser humano como ser social, esencialmente gregario, férreamente integrado a grupos y que, como los primates, nace “encadenado” (palabra usada por Rousseau en el inicio de El contrato social). Lo riguroso sería decir que, como producto histórico-cultural, el humano de hoy en nuestra sociedad occidental se ve a sí mismo como un sujeto libre y le gusta comportarse como si poseyera ese gran espacio de libertad para preferir, optar y decidir. Y tal creencia —pura fe— es tan intensa en nosotros que jamás aceptaríamos convivir y cooperar con otros sin ciertas reglas que nos traten como personas libres e iguales en el reparto de cargas y beneficios. “Lo relevante en la ciencia social no es cómo son los seres humanos —ni su naturaleza o esencia— sino cómo se ven ellos a sí mismos, en cada momento histórico” (Elias, 1995, p. 74). Con esa concepción del “como si” (Vaihinger, 1935), podemos apostarle a un derecho constitucional capaz de arrancarle ámbitos de libertad a la fatalidad biológica (gregariedad) o a la esclavizante sociabilidad. Movidos por esta fe, nos empeñamos en marcar ciertas líneas rojas al poder social para que —ojalá con el tiempo y la reiteración— se conviertan en tabúes cuya transgresión sea sentida tanto por ciudadanos como por gobernantes con la misma repulsión y el mismo horror que hoy nos producen el incesto y la ingestión de carne cruda. Así, entonces, si por condicionamiento genético —instinto— o por inculcación cultural los humanos tendemos a la agresión y al sometimiento de los más débiles —conducta al parecer no aprendida, muy usual en niños y adolescentes—, el Estado social, en cambio, apuesta por quebrar esa fatalidad natural garantizando protección especial a los seres más vulnerables.
Cuando esos oscuros fantasmas del discurso político-constitucional guerrean entre sí, nos hallamos desconcertados y perplejos frente a verdaderas aporías o callejones sin salida, sin respuestas correctas o, a lo sumo, solo con argumentos plausibles. Por ejemplo: el pueblo soberano, como poder supremo e incondicionado, versus los límites procesales y materiales (eufemísticamente “límites competenciales”) al poder de reforma constitucional, que funcionan como salvaguardas contra una masa ciudadana enloquecida que, a través de un referendo, puede llegar a “sustituir” nuestro modelo por una dictadura feroz (Sent. C-141 de 2010). Utilizando la metáfora de Jon Elster, Ulises debe atarse a sí mismo para resistir el embrujo del canto de las sirenas. Pero entonces parece claro que tal soberano no es más que una ficción: una entidad insustancial creada por reglas jurídicas, que existe solo gracias a ellas y que únicamente opera cuando estas se activan, tal como lo insinúa el artículo 3 de la Constitución, cuando reza que “la soberanía se ejerce en los términos que esta Constitución establece” (Const. 1991). ¿Por qué engatusarnos con aquello de que con la Carta del 91 “pasamos de una democracia representativa a la democracia participativa”? Frase declamatoria y retórica que escamotea nuestra verdadera estructura de poder, basada en los mecanismos representativos como escenarios centrales de las decisiones colectivas (aun los pronunciamientos ciudadanos directos deben ser avalados por las corporaciones públicas). ¿Por qué seguir autoengañándonos sosteniendo teóricamente la superioridad moral de la democracia participativa sobre la representativa, si aquella carece de las virtudes deliberativas y transaccionales de esta y deja a las minorías en situación de indefensión? Nuestra Carta del 91 juega con legitimidades múltiples: ningún juez legitima su autoridad democráticamente ni sus decisiones deben complacer la opinión mayoritaria (órgano contramayoritario); por el contrario, estas, en aras de los derechos fundamentales, desafían el interés general (suponiendo que esta nebulosa expresión nombre algo realmente existente).
En su mayoría, estos conceptos y teorías funcionan como aureolas mistificadoras del poder, pues sacralizan a los gobernantes y los muestran como seres dotados de cualidades excelsas y que son impulsados por motivaciones desinteresadas, nobles y hasta heroicas, cuando en realidad es casi imposible separar en ellos las intenciones más loables de las más bajas y mezquinas. A propósito del prototipo de político, cuya mejor muestra podría ser el revolucionario francés Fouché, su biógrafo Stefan Zweig sugiere que: “Las pasiones de los hombres públicos: pasiones heroicas y pasiones bajas, no están muy separadas. Es una idealización excesiva y cándida creer que es posible separarlas nítidamente en la misma mente” (Zweig, 2011, p. 8). También parece pura ficción la idea de separación absoluta y radical de los ámbitos de la moral y el derecho positivo. Más allá de toda idea metafísica de validez, la única fuerza moldeadora de la conducta que tiene la norma jurídica es su capacidad de ser vivida como obligación ética en la conciencia del ciudadano y del gobernante. Sin una moral social e individual no es pensable siquiera el orden jurídico mínimamente eficaz, y la separación entre estos dos campos normativos solo es plausible como garantía de seguridad jurídica (principio de legalidad), ya que en el campo de los derechos humanos la argumentación necesariamente incluye componentes éticos.
En esta crítica a la teología constitucional aprovecho los aportes de la sociología política, en especial de la public choice, sobre las reglas de mayorías, los de Robert Dahl en lógica de las decisiones democráticas, los de Benedict Anderson en sus comunidades imaginadas y los aportes de Jon Elster sobre restricciones al constituyente. Gracias a ellos logramos superar la definición rousseauniana de la democracia como poder ilimitado de la mayoría absoluta para centrarla más bien en las minorías: si la lógica matemática descree de toda regla de mayorías y no hay fórmula racional para definir qué es el interés general en una decisión colectiva, entonces la mayoría no existe, ya que la sociedad no es más que un enjambre de minorías, a alguna de las cuales habremos de pertenecer (hoy es más conveniente ubicarse en una minoría). Así, entonces, el verdadero problema (dolor de cabeza) de la democracia son las minorías intensas y su habilidad para controlar decisiones en instancias representativas o participativas. No de otra manera se explica el derecho del 5 % de los ciudadanos a promover una gran discusión pública mediante la iniciativa legislativa y constituyente (Const. 1991, art. 155). Igualmente, la regla de mayoría relativa —principio general de nuestro sistema decisorio— (Const. 1991, art. 146) contiene en el fondo una regla de minoría intensa, frente a la mayoría apática o desinteresada (veintisiete senadores de un total de ciento tres bastarían para aprobar un proyecto). Así mismo, la regla de la mayoría calificada (mayor a la mitad más uno) es una regla de minoría; al tiempo también se desvanece la ficción del carácter ultrademocrático de la unanimidad, dado que, en el fondo, dicha regla opera como dictadura de uno (poder de veto).
Mi método se apega a la propuesta de Norbert Elias (1995), según la cual las ciencias sociales cumplen el papel de “cazadoras de mitos”. Esta preferencia la inicié con mi ensayo