Crítica a la mitología del discurso constitucional. Tulio Elí Chinchilla

Crítica a la mitología del discurso constitucional - Tulio Elí Chinchilla


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art. 23) pueda dirigirse, así mismo, a entidades particulares, como un banco, una empresa de transporte o una concesionaria de obra pública.3

      Adicionalmente, nuestra carta se ocupa de regular como sujetos constitucionales a los partidos y movimientos políticos (arts. 107-109 y 262) como personas jurídicas no estatales (organizaciones civiles), pero dotadas de importantes potestades de derecho público, tales como despojar del derecho al voto a miembros de corporaciones públicas por violación del régimen de bancadas.

      3 Por ejemplo, la Sentencia T-407A/18, ampara los derechos a la intimidad, imagen propia y buen nombre que fueron vulnerados por los propietarios de páginas web al divulgar videos pornográficos de una modelo contratada como actriz. Al respecto, la Corte Constitucional señaló: “Al igual que todos los ámbitos del ordenamiento jurídico, el tema contractual no es ajeno a las garantías y libertades constitucionales. En efecto, la Constitución Política irradia también el derecho privado y, por ende, las relaciones contractuales. Por lo tanto, aun cuando los contratos entre particulares se rigen por la autonomía de la voluntad y son ley para las partes, las disposiciones constitucionales son parámetros para la celebración, interpretación, ejecución y terminación de los contratos”. Así mismo, la T-1090/05 tuteló la igualdad, la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad de unas mujeres afrodescendientes a las que una discoteca cartagenera les negó el ingreso.

      3. Ubicación y desubicación del derecho constitucional en el mundo jurídico

      La constitución como derecho positivo: ¿de regreso al iusnaturalismo y al discurso ético?

      En buena medida, el discurso de los derechos humanos e incluso de los derechos fundamentales está todavía imbuido de la idea de los derechos naturales, innatos, cuya existencia no deriva de normas positivas. Según este discurso, los derechos (y su contenido) se infieren mediante un razonamiento axiológico, a partir de ciertos valores supremos, tales como la dignidad humana o la justicia, valores cuyo contenido no se precisa fácilmente. La mejor doctrina anglosajona reconoce en los derechos civiles verdaderos derechos morales (moral rights), componentes del orden ético cimentador de las sociedades occidentales y que se proyectan sobre la juridicidad para insuflar en ella el contenido ético mínimo que la hace reconocible como juridicidad. En contraste con los derechos subjetivos civiles, aquellos son derechos sin relación jurídica, toda vez que en ellos la relación tríadica —titular del derecho (sujeto pretensor), sujeto obligado y contenido obligacional concreto—, cuando no es inexistente, es esquiva o difusa.

      En este sentido, el derecho constitucional puede entenderse como una cierta positivación del derecho natural, especialmente en cuanto a los derechos humanos y fundamentales, que se libera de la retórica aceitosa del iusnaturalismo, el cual, así como da fundamento a los postulados liberales humanistas del siglo xviii, también le suministra vergonzosos argumentos al Mein Kampf de Hitler para reclamar los derechos naturales de la raza aria para dominar a las razas “inferiores” y exterminar a las rivales. Sobre este consustancial desplazamiento del derecho constitucional —especialmente en derechos humanos— hacia el discurso moral, Laporta San Miguel (1995) resalta la incorporación de pautas morales al derecho positivo en el que encontramos “apelaciones directas a normas o principios de ética social o personal […]. Por lo que puede muy bien decirse que la inspiración de esas normas es, por lo general, el conjunto de pautas de la ética política del mundo contemporáneo” (p. 63). Y dice también:

      El llamado Estado social podría así ser reinterpretado como un aparato normativo jurídico que incorpora a sus normas la dimensión específicamente moral de los deberes positivos tanto particulares como generales y, en ese sentido, hace una apelación particularmente intensa a la ética (p. 57).

      En este componente ético del discurso constitucional, la certeza que aporta el razonamiento técnico propio de la dogmática positivista cede terreno a favor de una metodología más intuitiva con fuertes tintes de emotividad o sentimentalidad. La racionalidad de la hermenéutica jurídica no campea tan luminosamente en el terreno de los derechos fundamentales ni, en general, en el razonamiento moral, ya que en este la razón —como ha demostrado Russell (1987)— es un instrumento maravilloso para encontrar los medios adecuados a un fin vital valioso que el ser humano o un colectivo se proponga, pero se revela absolutamente inservible para mostrar cuáles son esos fines correctos que ese individuo o comunidad debería tratar de alcanzar. Ningún ejercicio racional puede demostrar la superioridad moral de la solidaridad hacia las personas vulnerables como el gran fin hacia el cual deberíamos dirigir nuestras mejores energías individuales o colectivas, pero una vez elegido ese gran fin —por apegos eminentemente emocionales e irracionales—, la razón y la ciencia son instrumentos altamente útiles para seleccionar los medios idóneos para hacer feliz o aliviar el sufrimiento de la población marginada o discriminada (verbigracia, un programa de acceso a la formación artística, deportiva y literaria para los niños abandonados).

      Como una opción ideológica valiosa —una fe— la Carta del 91 erigió la dignidad humana en fin legitimador de toda actuación estatal, pero pudo haber escogido la gloria de la nación o la misión histórica del proletariado como supremo valor del orden político, sin que racionalmente estos últimos fueran deleznables per se. Pero, una vez reconocido que todo ser humano —aun el más perverso— posee una inviolabilidad esencial (fe que expresamos en los artículos 1, 5 y 94 de la Constitución del 1991), quedó proscrita toda forma de tortura como medio para obtener evidencias judiciales o policiales, aunque el artículo 12 (Const. 1991) no la hubiera prohibido expresamente.

      Valores, principios y reglas

      La entrada —y por la puerta grande— del discurso ético-axiológico al derecho constitucional implica que este orden positivo se compone no solo de normas-reglas sino también, y, ante todo, de normas-principios e incluso de valores. Autores como Alexy (1997) y Zagrebelsky (1995) han demostrado que los derechos fundamentales solo pueden manejarse como piezas del derecho positivo si se conciben como principios fundamentales, no como reglas del tipo: “si se da el supuesto fáctico X (con los elementos a, b, c), debe darse la consecuencia C (con los elementos o, p, q)”. Como principios, las normas iusfundamentales postulan un estado ideal de cosas que se deberá buscar siempre y en el mayor grado posible (por ejemplo, la libertad y la presunción de inocencia), pero aceptando su relativización mediante limitaciones o restricciones (verbigracia,


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