Dédalo. Camilo Bogoya

Dédalo - Camilo Bogoya


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Ramírez, y acaban de secuestrarme

      cuando me pidan que cuente lo que pasó diré que el pasamontañas, diré que el cosquilleo en la frente, hablaré de la cordillera, de la mujer que dijo que iba a darme un caldo, ayer lo dijo, tal vez anoche, o anteanoche, no sé, pero sé que hubo un tiroteo, se oían las hélices de un helicóptero, después no se oían ni las ranas, me soltarán cuando sepan que no soy Margarita Herrera, no tengo sus ojos vivaces ni las tetas postizas, yo soy la hija de un profesor, de un vendedor de libros, me soltarán cuando sepan que cada seis meses nos cortan el teléfono, aquí entra una línea de luz que indica la mañana, debo mirar esa línea como si estuviera acurrucada mirando el mar

      tengo miedo de no estar sola, de estirar los pies, de que haya algo al final del escondite, grito al escuchar los helicópteros, pasan luego de bombardear el monte, un error de puntería y me quedo encerrada para siempre

      a mi papá le dicen el Virrey, usted tiene razón, pero es por la pierna de aluminio que termina en un botín de cuero, elegante, como los zapatos de los virreyes, lo llaman así por la pierna y porque es profesor de griego, desempleado, un virrey tan pobre que no se ha cambiado la pierna que rechina, por eso vivimos en Matanzas, un barrio que se inunda cuando llueve, ¿usted conoce la capital?, es un barrio con humor, es por eso que los negocios se llaman Hotel Imperial, Cigarrería Las Reinas, un humor de pobres, un barrio en el que los virreyes parecen mendigos, le voy a dar mi dirección, ¿tiene un lápiz?, cuando no está en la casa mi papá está en el centro, vende libros en un sótano de la carrera novena, tiene un puestito de libros de segunda, códigos y manuales escolares, va tres veces por semana, dice que lo deprime vender libros, mi papá nunca ha sido un buen comerciante, la guardiana se ríe, se le mueven los gorditos, y me dice que mi papá es muchas cosas, un hombre que vende, compra, que tiene casa, tienda y trastienda, le digo que así es cuando uno es humilde

      no soy Margarita, no tengo un primo en Massachusetts, y me dice la guardiana que no le importa quién sea yo, le basta con respetar las reglas, con tener que cuidarme y preparar un caldo, le basta con una vocecita que se queje, un cuerpecito qué vigilar, dice que está muy sola, muy solita en medio de tantos árboles y animales chillando en la mañana, lo dice mientras juega con la linterna y demora la luz en el jean roto, en mis manos sin anillos, mientras la luz resbala por mis piernas y me hace entrar de nuevo al escondite, y vuelve a dejarme sola, sola con la promesa del caldo, sola con mi manera de pasar el tiempo

      llevo dos o tres días aquí, tal vez cuatro días de hambre y sed, me hace falta la voz de mi papá, el calor de su voz grave, apasionada, contándome antiguas leyendas

      y Flora repite en voz baja las historias de su padre, repite las historias con un afán difícil de entender, como si en esos relatos se depositara un secreto, un murmullo que mece la infancia y la juventud y que hace posible dormir cuando la angustia, la desazón, el asco, la realidad son demasiado grandes

      3. Dédalo. El recibimiento

      Cuentan los viejos que sus esculturas, en la época de Atenas, podían salir corriendo si no se encadenaban, y que los hombres, imaginándolas de carne y hueso, las tocaban sin dejarse convencer por la frialdad del mármol. Tal era la fama del escultor en esa tierra de escultores. Cuentan que un muchacho nacido en una familia noble se enamoró de una estatua colocada en lo alto de una colina. En las noches iba a visitarla, hablaba con ella, le cantaba, le ofrecía el fervor de su concupiscencia. Los dioses, compasivos, al ver la obstinación del muchacho, al comprobar que la fiebre del cuerpo no lograba transmitirse a la piel de caliza, cortaron el soplo de sus pulmones, detuvieron el flujo de su sangre, volvieron sus ojos de piedra, conservaron erguida su ansiedad y lo unieron a la estatua que Dédalo había hecho con el fin de seducir a los mortales.

      El exilio es más doloroso que recordar el crimen. Atenas, la ciudad de los templos, arenosa y colosal, derramada de mármol y de dicha, del saludo servicial de sus amigos, la más célebre de las ciudades sometida a su ingenio. La madre. La tierra firme. Y no este mar, el viento que lo enloquece, no este balanceo del navío, la bilis que derramó en el rincón donde se pudre el pescado. La cabeza le arde, y no para de infligirle un torbellino de recuerdos. Va perdiendo la conciencia con la embestida de las olas. Pide que lo amarren para no tirarse al mar.

      Dédalo sabe que su hermana, en un barrio de Atenas, en una casa golpeada por la desdicha, lo quiere muerto.

      Desde la fortificación más alta de Atenas, elevada sobre el barranco, Dédalo y su sobrino admiran la ciudad. Escuchan a los voceadores que ululan en todas las lenguas, juegan a distinguir a los lejanos transeúntes. Abajo ven un punto que atrae a la multitud.

      —Míralo —dice Dédalo—, es el domador de serpientes.

      Un hombrecito debajo de un turbante azul toca una flauta de caña.

      —¿Ves que levitan?

      —No es posible.

      —Acércate al borde.

      —No, me da miedo.

      —Que te acerques. En Atenas no hay un hombre que haya subido hasta aquí. Eres un privilegiado.

      El sobrino se acerca, los dedos de los pies, llenos de cardenales, arañan el barranco, asidos de terror.

      —Y ahora cierra los ojos. ¡Que los cierres!

      Los párpados del sobrino se cierran. Una mueca de fastidio contrae su rostro.

      —Y escucha esa música. Escucha muy bien.

      El sobrino obedece.

      —Y ahora vuela, vuela si eres tan hábil como Dédalo.

      Creta se ve en el horizonte. Avanza el pesquero entre los cascos de las naves, entre los restos de embarcaciones detenidas en los bancos de arena. Luego, el fabuloso reino de Minos. Altos cipreses, montañas pedregosas. En la playa, los marineros observan en silencio. Es inútil intentar pasar desapercibido. Un crimen es como llevar un tercer ojo. Un soldado lo recibe, lo monta en una carretilla tirada por un buey, lo acompaña hasta el palacio. Frescos, altares, losas pintadas, columnas de madera, en todas partes azules alterados por los aires salinos. Dédalo se pone de rodillas ante el sólido trono del rey. Su cabeza, agachada, oye con resignación el discurso de un secretario:

      —El proscrito deberá ofrecer sus servicios y someterse a las nuevas leyes. Jamás abandonar la isla ni alejarse de la costa. Velar por el afecto de sus protectores. Inclinarse ante ellos. Jamás levantar la voz ni mirarlos a los ojos ni hablar sin su permiso. Jamás inducir a una revuelta o alzamiento de cualquier índole. Aceptar que su vida no será otra que las montañas y los olivos de Creta.

      Vemos a Minos con la barba reluciente y cepillada, el pecho robusto, el cetro de oro en su mano firme; a Dédalo con su túnica vomitada, los ojos reventados, las manos vacías. Vemos un cuenco donde hierve la sangre de los últimos sacrificios. El rey quiere conocer la opinión del arquitecto acerca de su palacio. Al describir las columnas, los silos de granos y los colores vivos de los frescos, Dédalo manifiesta su admiración.

      —Algún día quiero hacer un edificio semejante, un monumento que le dé a la isla y al reino de Minos su posteridad.

      —Una obra invulnerable —dice el rey— a los trastornos de la naturaleza, inmune a la corta memoria humana. ¡Que le traigan un ánfora de sardinas a mi huésped!

      —Un poco de agua bastará.

      —¡Que degüellen y castren un toro! ¡Dédalo tiene hambre!

      Para distraer el tedio del rey, Dédalo fabrica juguetes de madera, unas figurillas con hilos atados a los muslos, al dorso de cada mano, a la quijada y a los hombros; unas figurillas que simulan moverse y relatan historias; un mundo en miniatura que se parece al gran mundo y lo imita con gracia y pavor. Hay momentos en que lo imitado se asemeja a una cosa insensata, ruin, al vagar de unos personajes, los mismos siempre, que terminan en un rincón al final del simulacro. El rey se divierte o finge ser feliz, como fingen las figurillas el amor y la pena.

      4. Flora. Semana uno

      abrió el escondite y me ordenó salir para que me diera el sol, fue lo que me dijo,


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