Dédalo. Camilo Bogoya

Dédalo - Camilo Bogoya


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banales, y voy a salir, con la ceguera de la fe voy a estar del otro lado, voy a construir una amistad, una dependencia, una máquina, un sistema de engranajes y palabras que me sacarán de aquí

      hoy vino con el radio, estaba casi de noche, abrió la puerta del escondite para que saliera, me puse a observar al perro y a sonreír como una boba, la guardiana dijo algo y la ignoré, seguí sonriendo, los ojos grandes, la frente ceñida, mirando al perro, qué es lo que mira, carajo, le respondo que no estoy mirando nada, que estoy recordando, el perro me hace recordar, veo sus orejas, veo las moscas revoloteando en sus orejas y me pongo a recordar, o es el hambre que me hace ver cosas, yo era muy joven, y me quedo callada, sigo mirando al perro hasta que la guardiana me dice, a ver, dígame qué es lo que recuerda, y le digo que mi primera vez, me dice que le cuente, le digo que para qué le voy a contar, es algo muy íntimo, es mejor olvidarlo, me dice la guardiana que aquí nadie va a olvidar nada, que le cuente con pelos y señales, bombos y platillos, y le digo que está bien, le voy a contar, pero le cuento si usted me cuenta, y ella se levanta, su cuerpo desmesurado se levanta y me dice que ni de fundas, que ella no cuenta nada, le digo entonces que yo le cuento y ella me da algo, vuelve a sentarse, a levantar el polvo del establo, y me pregunta qué quiero, un pan, ¿un pan?, estas no son horas de comer pan, le digo entonces que me preste el radio, ¿el radio?, pues no hay radio, le digo que se lo voy a contar todo, que se lo voy a contar porque no pienso en otra cosa por culpa del perro, y si no hay pan ni radio me puede dar un libro, el que sea, un libro para que me acompañe, y la guardiana me dice que tiene un libro, que me va a dar su libro preferido, un libro de serial killers

      la guardiana me dice que en la radio pasan un programa todos los días, uno de mucho ésito, y por eso sacaron el libro, ¿usted lo leyó?, le pregunto, me dice que no, para qué lo voy a leer si en la radio lo leen, pero usted me lo va a leer, a mí y al perro, y ahora cuente, cuente a ver cómo fue que la desvirgaron

      le voy a contar, el hombre se llamaba, ese nombre no se le puede olvidar, yo era muy joven, le voy a contar todo, pero antes, para que me entienda, debo contarle otra historia, una que me contaba mi papá y que dejó el terreno listo para que Ricardo y yo nos conociéramos

      y Flora cuenta la historia mientras la guardiana escucha, atenta, respirando, a veces demasiado fuerte, como si quisiera intervenir, o ronroneando como una fiera, su cuerpo siguiendo la voz delgada, moviéndose a medida que la historia avanza, de golpe lanzando un escupitajo y una exclamación, desaprobando la conducta de los personajes, a veces sonriendo, recordando sus propios amores, o las historias de becerros que a ella le contaron en otra oscuridad, porque está oscuro y no se ve el fusil de la guardiana, su rostro que suda, ni el rostro de los animales que cruzan el establo mientras la voz hambrienta de Flora se impone

      5. Dédalo. El amor es más fuerte

      Minos pasa las horas viendo la blancura del toro, la piel donde restalla lo divino, la presencia indiferente a las plagas y ajena a los insectos, un rayo de claridad convertido en músculos y carne. Dicen que el toro es un obsequio de Poseidón. Al guardián de los océanos se debe sacrificar el bovino. Es un ritual de obediencia. No entienden algunos por qué los dioses ofrecen algo que se debe sacrificar, pero es igual con la vida que se entrega en la batalla o la juventud que se ofrece a los muros de un templo. Cuentan que para confundir al dios ávido se inmolaron docenas y docenas de toros, y que el protegido sigue masticando la hierba de la isla aunque su sangre tiene que correr. Hay en esa persistencia una señal de su esplendor.

      El rey admira con nostalgia la serenidad del toro, sin grietas ni menoscabo; le gusta verlo pastar entre los animales, doblar sus orejas y encaramarse con premura sobre las ancas de las reses. Minos recuerda que él mismo es hijo de un toro, él es hijo de un padre que se transformó en toro para seducir a una mujer y llevarla cabalgando por los mares hasta Creta. Una vez en la isla, recuperado su cuerpo de dios, violó el recodo que la mujer había deseado ofrecer al animal. Es por ese recuerdo, tal vez, que no se decide a sacrificar a la bestia e ignora soberbio el mandato de los dioses.

      Un fruto estalla su pulpa contra el suelo. Minos observa los pastizales con la misma curiosidad de un niño frente a la jaula de un león. Su pasado se cifra en ese bovino meditabundo. Siente que la trama de su porvenir se oculta en esos cuernos que juegan entre las ramas y llevan años allí, cortando el paisaje.

      Aparte de Minos, hay alguien más que se interesa en el toro, que pasa las mañanas y las noches viendo la nobleza del animal, su belfo lleno de espuma, su piel inmaculada, sus testículos que tiemblan como frutos al sol, su miembro rutilante y encendido, la paz de sus ojos mansos.

      Lleva mucho tiempo consumida por la espera, imaginando las convulsiones del placer, llenando su mente de visiones que la acompañan como una segunda respiración. La apatía del toro la hace infeliz. No hay un solo hombre en la isla deplorable que no quisiera compartir su lecho. Incluso el recién llegado, el proscrito, le declaró su afán de unirse a ella. Pero el vientre le pide la cercanía del animal, no la de un bípedo que ríe y llora. Es la mujer de Minos, y un secreto le ha cuarteado el rostro de amargura. Si su belleza rivaliza con la de los dioses, ¿por qué no pueden sus miembros seducir a un cuadrúpedo? Es lo único que la ayuda a continuar, esa loca esperanza de unir su cuerpo al toro blanco.

      La esposa de Minos se confía al arquitecto. Su amor la obliga a frotarse con una angustia que la quema. Le dice a Dédalo que tiene varios cuernos de doble asta venidos de las regiones más inhóspitas, grabados con relieves que hablan de combates y pasiones; le dice que está cansada de remediar con artefactos un hambre que no deja de crecer. El arquitecto escucha, inmóvil, hasta que un rictus de la cara lo hace volver en sí. Le promete a Pasifae regresar con un invento.

      —Ya he probado las varas de los fenicios, el arte de los espartanos, las grasas de las sibilas de Tebas —dice la reina, abatida e irascible.

      —Se trata de ofrecerte al toro y dejar de consolarte.

      —Si no haces lo que prometes voy a arrancarte el cuello y echaré tus vísceras a los pájaros que tanto te gusta pintar.

      Es cierto lo que dice Pasifae. Dédalo sigue soñando con el vuelo del sobrino. Es una caída sin fin en la que Dédalo también cae. Durante el sueño, un golpe lo despierta, un golpe interminable, como el del sobrino al romperse las vértebras y el cráneo. Hay tardes en las que el arquitecto mira absorto la caída de un fruto, su estallido contra el suelo de la isla; incluso ha dibujado la escena. Pero no son pájaros lo que dibuja, sino el charco de sangre dejado por las granadas.

      6. Flora. Confesiones

      Ricardo era un ganadero, a los diecisiete años llegó a la ciudad, tenía miles de cabezas de ganado y las había perdido, era un ganadero venido a menos y huía de la violencia, bien vestido, eso sí, nos conocimos en una feria agropecuaria, no sé qué pasó, en un momento estábamos en la feria y luego en una cafetería y más tarde caminando por el barrio, y después en un concierto, y una noche, cuando llevábamos saliendo varios meses, un sábado en la noche, nos metimos en un callejón, las canecas de la basura desbordaban, nos tomamos un trago, él sabía que a mí no me gustaba el aguardiente pero había comprado una botella, me dijo que nos sentáramos, hacía rato que sabíamos que en algún sitio nos íbamos a sentar y a desvestir, él me decía que siempre nos topábamos con un intruso, cuando no era el frío era la luz de un apartamento, la alarma de un carro, un bulto que dormía en la calle, un perro que se paraba a mirarnos, y esa vez al fin estábamos solos, y en esa soledad nos sentamos en los escalones de un edificio, Ricardo empezó a desordenarme la blusa, a meterme la mano entre los pliegues de la falda, no era torpe, lo había hecho muchas veces, conocía el camino desde que se atrevió a rozarme en la feria, lo distinto fue que me dijo, para excitarme, “voy a enterrártelo”, a mí no me excitaba, era una frase que no parecía de él, un muchachito raquítico, luego puso un índice en mi vientre, me tenía casi desvestida, yo no me quité nada, él hacía todo, y en esas estábamos cuando escuchamos a los tipos acercarse, Ricardo me había quitado los calzones, los había tirado junto a la basura, y en medio del basurero llegaron los tipos, eran dos obreros, se veían sus botas de trabajo, a ninguno le vi la cara, Ricardo cogió la botella de aguardiente como un cuchillo, uno le puso la mano en el hombro y Ricardo estalló la botella contra la cabeza del obrero, tal vez contra la nuca, el chorro de sangre me salpicó,


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